Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

95. Madre

Sesos, su plato favorito, con  esa grasita tan sabrosa que  le hace relamerse…

Desde lo de la encefalopatía espongiforme había que extremar las precauciones con respecto a la comida. La posibilidad de enfermar le provocaba terror, pero su madre se los preparaba  revueltos con huevos todos los lunes sin falta. Como un mantra alineaba los zapatos, ordenaba las camisas por colores, colocaba los guisantes en el lado derecho del plato, doblaba la servilleta geométricamente…

Ella lo castigaba por su bien. Tenía que enderezar la herencia recibida de su padre, un holgazán sucio y desordenado, según decía.

Nunca pensó que pudiera necesitar a nadie más y tampoco que ella pudiera morirse y dejar de hablar. Ya no movía sus labios para decir cosas, ni le encerraba en el sótano con llave cuando se ensuciaba. Intentó hacer las mismas cosas, aunque ya no encontraba calma en ello. El día que descubrió una mancha en la pernera descosida del pantalón se dio cuenta de que algo no iba bien.

Por suerte ha recuperado las buenas costumbres. Hoy es lunes y prepara su comida, nunca ha estado más cerca de madre…

 

94. EL HOMBRE INSIGNIFICANTE

Sale de casa al amanecer, como cada mañana. La gente camina deprisa, silenciosa. El ruido lo ponen el tráfico, los repartidores, los vendedores de periódicos. Bajo la marquesina reconoce a las personas de siempre, aunque en él nadie se fija. Rostro anodino, gris. En la oficina ni una palabra, ni un buenos días. Treinta años en la misma mesa, los mismos montones de papeles, la misma comida en la fiambrera. Termina la jornada. Se marcha solo. No hay despedidas. En las calles las farolas ya han comenzado su batalla diaria contra la oscuridad. De lejos distingue una silueta de mujer que lo atrae. Viene caminando por la acera. Él se detiene bajo un foco. Espera. Al pasar a su lado la mujer ni se inmuta. A él le gusta ese rostro joven y bonito que no lo mira. Mientras se aleja la observa. No lo piensa más y va tras ella. El monstruo ya ha elegido a su presa.

93. Padre, perdónales…

En el interior del sótano, la mujer atada al potro apenas respiraba ya. A un gesto del hombre vestido de negro, el verdugo giró nuevamente la manivela. El sonido del crujido del hueso al quebrar se confundió con el del último gemido.

El inquisidor, alzando los ojos hacia el cielo, rezó una última plegaria por el alma -si la hubiese tenido- de la pecadora que había muerto antes de confesar su herejía.

Como tantas otras veces, dio gracias a Dios por encomendarle la misión de proteger la fe de los monstruos que -como aquélla-  pretendían socavar su integridad.

92. LA TRÁGICA HISTORIA DE IMELDA MORALES Y EL MONSTRUO QUE HABÍA ENTRE LAS CAÑAS DE AZÚCAR (Ana Tomás García)

 

Imelda Morales había pasado toda su vida cortando caña de azúcar. Sus manos eran penínsulas de perfil agreste, pero dulces a pesar de todo, porque había aprendido con el transcurso de los años que las caricias curaban el alma, y que todo el cansancio que llevaba colgando a sus espaldas, no era nada comparado con la paz infinita que le producía acariciar los cabellos trenzados de sus hijas dormidas, cuando el sol daba por finalizada la jornada y por fin regresaba a casa.

Todo esto no tendría ninguna importancia si no fuera porque la tragedia se cernió sobre ella aquel día en que el capataz la hizo objeto de su deseo y fue rechazado con un corte tosco y profundo que Imelda le bordó en el rostro con el filo de su machete.

Aquel día, al finalizar su jornada en el ocaso de la tarde, su casa, prendida por un fuego incontrolable, aullaba bajo el crepitar de las llamas ahogando los gritos infantiles de sus hijas que perecieron en el incendio. Se quitó la vida allí mismo incapaz de seguir viviendo, mientras el capataz observaba con desprecio desde una loma y apuraba de su petaca las últimas gotas de ron.

91. Títeres (Barlon Mrando)

Cualquier día, a cualquier hora, sin previo aviso se nos caen las alas, dejamos de escuchar los grillos: se nos seca la niñez. Unas lentes invisibles se colocan ante nuestros ojos y nuestras piernas pierden la capacidad de saltar. Irremediablemente entramos en la crisálida. La mutación avanza con cada respiración y a nuestro alrededor desparecen todas las maravillas; las piedras son piedras y los palos, palos. A medida que nuestro cuerpo se desarrolla se va perdiendo la magia que nos vio nacer, y la involución nos hace previsibles y razonables. Como adultos cumplimos con lo que se espera de nosotros: tatuamos en el alma la ambición, la prisa y el miedo. Llegamos a ser dignos engranajes de la sociedad, el fin para el que fuimos concebidos.

Bajo nuestras camas todavía permanecen los monstruos de aquella infancia. No esperan que volvamos. No desean que volvamos. Solo observan, con sus sonrisas taimadas, aquello en lo que nos estamos convirtiendo. Porque, como ellos bien saben, sus planes se desarrollan a la perfección.

90. Goya tenía razón

La gente lloraba sus penas, él las dormía. Cada vez que las preocupaciones le invadían, que las decisiones difíciles le ahogan, que los miedos le rodeaban, él dormía. Las mañanas se le pasaban rápidamente, entre el trabajo y los recados mantenía a su razón despierta. Pero las tardes, vacías por aquella reducción de jornada, por aquel “te dejo” pronunciado entre líneas, por aquellos “hoy no puedo amigo”, se le hacía interminables. Como las noches eternas de cielos cubiertos fumando en el balcón de la cocina, imaginando formas de seres extraños en el humo. Por eso dormía, se entregaba a Morfeo muchas veces sin apenas comer nada. Porque el sueño de la razón produce monstruos, como leía cada día en aquella tienda de pintura, y sólo cuando dormía podía enfrentarse a ellos. De algún extraño modo, Goya tenía razón.

89. COMPAÑERO FIEL

Desde hace algún tiempo, lo ve parado, al otro lado de la ventana de su despacho, a un metro del cristal, con una mirada inexpresiva y, sin embargo, angustiosa, suplicante. Es su nuevo monstruo. El que lleva desde hace semanas rondándole, acechándole, presencia inoportuna e invisible para los demás, para su mujer y su hijo, sobre todo. Piensa en ellos. Son su vida y hará lo que esté en su mano para protegerlos. Sabe desde lo profundo por qué está ahí. Pero no se atreve a comentarlo con nadie y, además, aún puede controlarlo. Cuando se acerca, como ahora, al cristal transparente, casi se tocan con la cara y se miran desafiantes, hasta que el monstruo dobla la esquina del edificio y desaparece.

Recuerda las otras veces.

Luego, una mañana, al llegar a la oficina, no está al otro lado, pero siente y piensa distinto. Acaba temprano su jornada, y al abrir la puerta de su casa se dirige a la cocina y agarra el cuchillo más grande.

88. Emigrantes (Mel)

Freddy regresa al amanecer. Cuelga el sombrero y se deja caer en una banqueta de la cocina. Contempla a su esposa,  Peyton,  que mece la cuna del pequeño y azuza a los otros dos para que terminen los cereales con higadillos. Les regaña por afilar las garras en la mesa y les manda a cepillarse los colmillos. El retrae sus zarpas y acaricia las tres cabecitas. Al mediano están a punto de salirle los cuernos.

Cuando se quedan solos,  Freddy se encoge de hombros y saca del bolsillo dos ojos aún húmedos. Apenas un bocadito. Peyton le besa  la cara desfigurada y le tiende varios periódicos. En el Elm journal ha marcado alguna oferta de trabajo: asesinos en serie, matones a sueldo… El protesta «rutinarios, nada creativos». Ella se enfada «dan de comer,  tienen un horario mejor, no siempre de noches».

Peyton le abraza y le muestra un anuncio extranjero. La paga es muy buena, alojamiento incluido y total libertad. El suspira, piensa en la de gorros de lana que va a romper su niño; y promete pensárselo; y buscar en el diccionario a ver qué significa eso de tesorero y secretaria nacional.

87. SECRETOS DEL CORAZÓN

Un mes antes fue medalla de oro en triatlón y ahora, ahí estaba casi inerte, esperando un corazón.
Su marido, abatido, la acompañaba.
Casi habían perdido las esperanzas cuando el médico entró, nervioso, con la bata a medio abrochar, ajustándose las gafas.
Un día, paseando por la calle presenciaron una pelea entre dos hombres, ella se sintió extraña. Siempre había abominado los comportamientos violentos, sin embargo, ahora incluso gozaba, aunque pudiera parecer bochornoso, del espectáculo.
Tras cometer varios robos de pequeño calibre, en el metro y en el supermercado, quiso prescindir de la compañía de su marido, tenía la necesidad de vivir el riesgo, emborracharse de adrenalina.
Una noche salió de casa sin avisar, condujo hasta una joyería próxima y estrelló su coche contra el escaparate. Sus ojos brillaban excitados y se asustó de sí misma. Algo desconocido se estaba apoderando de ella.
Huyó del lugar y se dirigió al hospital donde logró, sin saber cómo, burlar la vigilancia y forzar la puerta de los archivos.
Estaba aterrada, ahora lo entendía, su nuevo corazón era fuerte, le permitía correr, pero antes que a ella, perteneció a Lucas Hunt, el monstruo de Ghatarec, que murió atropellado en una persecución policial.

86. OJALÁ SEA MAMÁ

Parece que alguien viene. Ojalá sea mamá, dice mi hermana mayor. Sin embargo, llegan los médicos forenses. ¿Qué hace un forense?, inquiero. Hacen autopsias. ¿Por qué?, pregunto, si en nuestros cuellos aún se ven las huellas de sus dedos. Quieren saber si nos hizo algo más. Creo que mamá se va a enfadar mucho cuando encuentren sus pastillas para dormir en nuestros estómagos, le digo, y eso me da miedo. No te preocupes, responde, ella ya no puede hacernos más daño. Suena la puerta de nuevo. Esta vez traen a alguien, una mujer según explican. Ojalá sea ella, repite mi hermana, sé que en nuestros cuerpos van a encontrar pruebas suficientes, pero me quedaría mucho más tranquila sabiendo que el procedimiento para manipular la caldera que encontré en internet funcionó correctamente.

85. Barrio Sésamo (Arantza Portabales Santomé)

Mi favorito era el conde Drácula. Ese que siempre estaba contando hasta diez. Yo me dibujaba unos colmillos y me metía contigo. Te pellizcaba el brazo y contaba: “Un pequeño pellizco”. “Dos pequeños y maravillosos pellizcos…” Y seguía contando, hasta hacerte llorar. Generalmente, antes de llegar a ocho. A ti te gustaba el monstruo Triki. Tanto, que un día te pintaste la cara de azul con una cera Milán y te llenaste la boca de galletas. De las redondas. Te recuerdo gritando GA-LLE-TAAAAAAAAAAAAAAAS, y me entran ganas de reír. Pero no puedo. Mamá no lo entendería. Ni tu mujer.
Está guapa. Incluso ahora. Qué cabrón. Sabías que me gustaba. Y aún así, no te cortaste. Fuiste a por ella. Y te la llevaste. No te preocupes. Eso no importa ahora. Ya no. Por cierto, Espinete era un erizo, pero nunca descubrimos qué era Don Pimpón. Siempre lo preguntabas ¿No lo ves? Solo pienso en chorradas. Me da la risa de nuevo. Tu mujer me mira, enfadada.
Enfadado estoy yo, hermanito. Porque no respondes. Porque ya no somos niños. Ni lo seremos más. Me acerco al féretro y pienso cuánto me gustaría darte un pellizco. Un pequeño y maravilloso pellizco.

84. Despertar sobresaltado

Desperté en la noche sobresaltado, era un sonido de pasos. Me levanté, tome algo contundente y fui a investigar sin encender la luz.

Allí estaba, enorme, grotesco. Como siempre buscando bebida en el refrigerador. Me miró desafiante, sabe que le temo, se abalanzó hacia mí trastabillando con una silla mientras que aterrorizado huía.

Tomó una gran cuchilla que estaba sobre la mesada de la cocina, vio que tenía algo en mi mano, eso la enfureció.

Corrí hacia mi dormitorio cerrando la puerta con llave tras de mí. Sus golpes despertaron a mi esposa que se sentó en la cama preguntando que pasaba.

Balbuceando señalé la puerta: — Un monstruo— me miró sin comprender— Perdón, tu madre…

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