Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

47. Cante oscuro

¡Maestro! ¡Bailarín! —gritaba desde la primera fila un grupo de mujeres enloquecidas. A veces, arrebatadas, osaban acercarse al artista y le prestaban su pañuelo para que se limpiara el sudor. Luego lo escondían y lo custodiaban con fervor, como si fuera una reliquia.
La niña Carmela, envuelta en su burbuja de silencio, contemplaba con resentimiento como su único dios danzaba frente a aquellas payas poseídas por su duende. Los tacones resonaban como martillos en el entarimado, y la cara se le tornaba solemne y dolorida. Después la guitarra enmudecía, y el cantaor, a palo seco, entonaba por martinete.  Al final de los lamentos, entraba Carmelilla, la Rota que, ceremoniosa y pausada, arrastraba por el suelo su estima y su preciosa bata de cola.
El ayudante de tramoya, un joven rubio y apocado, presenciaba cada tarde la otra función entre bambalinas: por aquellos luceros que mataban, él también mataría. ¡Apártate, niña Carmela!—gritó desde la cámara negra. Y una fragua andaluza se desplomó sobre las piernas de Antoñito de Medina. Cuando la niña, desgarrada, alzó la vista, vio unos ojos encendidos. Eran los ojos del monstruo, el mismo monstruo que veía cuando ella, carcomida de celos, se miraba al espejo.

46. VOCES (Amparo Martínez Alonso)

Mi hermano pequeño era un forofo de los monstruos. Siempre la misma cantinela: “El monstruo de mi habitación me contó que…”, “Cuando salimos al recreo, el monstruo del cole tropezó y…”, “Laurita dice que los monstruos son verdes, pero…”. No hablaba de otra cosa hasta que murió. Ahora, por las noches, cuando viene a mi habitación, me cuenta cosas de los vivos. ¡Ya está curado!

Mamá lo malcriaba riéndole las gracias, diciendo que tenía mucha imaginación. Papá le llamaba tocapelotas, mi pequeño tocapelotas, y le revolvía el pelo, y compartía travesuras subiéndolo a sus hombros y exclamando como un loco: “Eres el más alto de los monstruos, ¡el rey de todos los monstruos!”.

Ahora, mamá mueve la cabeza, reparte la sopa y espera a que se enfríe, luego se levanta y vacía su plato en el fregadero. Desde que murió mi hermano, mamá no come y papá no habla. Sé que buscan monstruos por los rincones, en los armarios o detrás de las cortinas, igual que hacía mi hermano.

Por eso, cada noche, cuando habla de los vivos, me pide que ayude a papá y a mamá. Que les salve de sus monstruos, como hice con él.

45. RENDIDA ADMIRACIÓN (BELÉN SÁENZ)

Éramos muchísimos, ¿sabes? Varias horas en la cola bajo el sol seco del Retiro. El bolígrafo con el capuchón puesto. Nadie en la caseta tras la pila de libros. Intentábamos no manchar nuestros ejemplares con el sudor de las manos y recitábamos versos que se nos habían tatuado en el corazón. Sonriendo con los ojos. Encendidos de emoción.

Entonces traen un taburete alto, de esos que hay en los bares, y en él se encarama un enano deforme. ¡Lo presentan como Roberto Cálamo! Pues no. Esas sienes tiñosas, innobles, nunca engendrarían letras tan elevadas. Sus dedos abotargados eran indignos de trazar aquellas rimas universales. Y qué repulsiva joroba. Nuestro idolatrado poeta no podía ser ese monstruo, ese engendro malparido.

Me alcé de puntillas para mirar a quienes me precedían; me volví para cruzar una mirada con los que estaban a mi espalda. Comprendí que éramos todos y éramos uno. El murmullo de decepción pronto se volvió un rugido de bestia, de fiera acorralada. Y qué más da quién lanzó el primer salivazo, quién dio la última patada. Le arrastramos hasta la estatua del ángel caído y allí arrojamos sus despojos. Ahora los periódicos dicen que somos nosotros los monstruos.

44. DALE RAMÓN (CARLES QUÍLEZ)

Ramón, el utillero del club de fútbol del colegio del pueblo, nunca conoció a su padre, pero heredó de él una mano con media docena de dedos. La joroba que deformaba su espalda, en cambio, fue fruto de la fatalidad.

Sus malformaciones habían empezado a roer su espíritu desde pequeño, pero nunca había permitido que los demás se percataran de ello, y, por eso, siempre andaba canturreando alguna antigua canción de los payasos de la tele.

El contacto con los niños del equipo le llenaba de gozo y era la mejor terapia para su aflicción; y si los chiquillos perdían un partido, intentaba consolarles haciéndoles aquellas muecas tan divertidas que hacían que se partieran de risa…

Cuando le sacaron una tarjeta roja a su jugador preferido, un destello iluminó los ojos de Ramón. Viendo que el chaval se encaraba al árbitro, salió del banquillo y lo sacó a rastras del terreno de juego, llevándoselo al vestuario.

– Bien hecho, “monstruo”– oyó que le decía el entrenador, mientras entraban en las duchas.

El sonido del agua amortiguó la canción y una mueca desconocida asomó en su rostro. Esta vez, sin embargo, no hubo risas. Sólo seis marcas alargadas en una piel sonrosada.

42. lo que esconde su mirada

Veinte años desde las vacaciones en la playa con sus tíos y lo recuerda como si fuera ayer. Su regalo de Comunión.
En su mente está su marcha dando saltos con sus zapatos de charol y portando su inseparable muñeca peinada con trenzas, al igual que ella.
Ël, hermano de su padre y militar de profesión, estaba casado con una mujer que sufría por no tener hijos. Desde el principio fueron muy cariñosos, especialmente su tío quien la achuchaba con gran fuerza. Una tarde, mientras miraba por la ventana el baño de unos niños, la sorprendió por detrás. Sus manos empezaron a manosearla mientras se restregaba por su espalda. Angustiada le propinó un fuerte mordisco en la mano. A su mujer no le contó nada, pero cuando su padre vino a buscarla, mientras le mostraba la herida, le hizo saber que su hija era una salvaje, un auténtico monstruo, que le había mordido por el mero hecho de acariciar su pelo.
Recibió una fuerte reprimenda por parte de sus padres. Desde entonces, no soporta que la miren fijamente.

41. Tranquila, mamá. (Asunción Buendía)

Toses en la habitación de su madre la sacaron de su duermevela. Aguardó unos minutos calibrando el grado de ahogo y la frecuencia de los ataques. Un acceso, un suspiro hondo y otro aún más profundo que el anterior.

Mecánicamente se levantó, se calzó las zapatillas. La temperatura se había desplomado, aunque, camino de la habitación, no era eso lo que la hacía temblar.

Su madre seguía en la misma posición en que la había dejado al acostarla, excepto por la mano que caía descuidadamente fuera de la cama, como sin vida.

Al encender la lamparita le descubrió un mohín, un puchero infantil, pero que resultaba grotesco en su arrugado rostro. Le acomodó la almohada y le retiró un mechón blanquecino, rebelde. Metió de nuevo su mano bajo el edredón y le secó un hilillo de saliva que se escapaba por la comisura de su torcida boca. Finalmente depositó un beso dulce y breve en la frente al tiempo que susurraba, acunándola con ternura, “tranquila mamá, estoy aquí, yo siempre te protegeré”.

Luego regresó a su habitación luchando con los monstruos que la acechaban en el pasillo, apremiándola con susurros envolventes, para que hiciera “descansar” por fin a su madre.

40. Maquillaje de noche

Tan sólo necesitaba que finalizara aquella consabida canción, que cada noche musitaba y danzaba haciendo frente a ajenos espectros trazados por las proyecciones de las luces que guarnecían el local.

En la turbia madrugada, se sentía como un nudibranquio, aprovechándose del vestuario y maquillaje para camuflarse en un mar cálido y hostil, al resguardo de numerosos depredadores que acechaban desde las butacas con sus ardientes miradas regeneradas en fauces, hostigando a su presa expuesta en el escenario. Sufría sus miradas como crueles latigazos, en el escaparate que aquel transparente vestido manifestaba de forma intencionada.

Cuando la música dejó de sonar, se inclinó tratando de no caer desde aquellos agudos tacones, desplazó ligeramente atrás la pierna izquierda, comprimida por el ajustado vestido, y saludó como una afamada artista, despidiendo a un público dominado por el fervor.

En el camerino, cuando el maquillaje abandonó su rostro, se sintió como un monstruo. Desconsoladas lágrimas caracterizaron de nuevo un semblante triste que la luna iluminó hasta llegar a su apartamento. Abrió la puerta con cautela, pero su mujer le esperaba despierta. -¿Cómo te ha ido, Paco? -.

39. Cuentos

 

La niña rezaba sus oraciones tapada con las mantas hasta la cabeza. Hacía muchas noches que su amigo imaginario venía a visitarla cuando estaba en la cama. Cada vez era más grande. Tenía las manos más grandes, los ojos más grandes y la boca con los dientes más grandes. La niña se acordaba del cuento de Caperucita Roja, pero ella no era Caperucita, ni aquello era un cuento con final feliz. Por mucho que rezase y se dijese que ya era mayor para creer en cuentos, cada noche el ser se empeñaba en volver y cada noche el maldito se parecía más a su tío Andrés.

38. Amores kafkianos

Se estremeció de gozo al ser acariciado por una minúscula insecta.

Cuatro horas más tarde, un zumbido enloquecedor le charlaba amores en el oído interno.

Catorce días después, lo despidieron del mundo de los mortales. Su fantástica monstruita ya volaba lejos.

 

37. Conversión

Había cambiado tanto que ya no se reconocía.
Los trágicos acontecimientos la habían transformado de tal manera, que se sentía completamente diferente.
El paro, su divorcio, el desahucio, la muerte de su hija… le habían trastornado de tal modo, que ya no se reconocía en su piel.
¿Dónde estaba aquella mujer apacible, tranquila, equilibrada y amable? ¿Cuándo había aparecido en su vida aquel despojo? ¿Cómo se había arrastrado hacia la lujuria, la ludopatía y la drogadicción?
Ya no podía caer más bajo, había tocado fondo.¿Podría redimirse?
Sus familiares se habían alejado, desesperados al ver como se lanzaba hacia un precipicio sin fin. Para salir de ese pozo sin fondo necesitaba ayuda.
Esperaba que Luís y María, los únicos amigos que conservaba de su vida anterior, que le habían dicho que contara con ellos cuando decidiera regresar, mantuvieran su oferta y se convirtieran en su tabla de salvación.

36. «La fierecilla domada»

Mi animalillo camina siempre a mi lado.
Si me descuido, me pega un mordisco que me hace ver las estrellas. Soy descuidada.
Mi animalillo es como un oso furioso, un monstruo enorme que me persigue sin tregua donde yo vaya.
Cuando le miro, el pánico me paraliza.
Si intento darle esquinazo, su presencia se hace evidente.
Sigo escapando.
Me doy cuenta de que, por mucho que corra, por mucho que pretenda huir, camina siempre a mi lado.
He aprendido a observarle, así parece manso, casi humano representando la vida como un actor en un club. A veces le salen ramas donde debiera tener alas, es el paso previo a su metamorfosis.
El último día, yo estaba agazapada en una cabina de teléfono y, para disimular, me concentré en el cantar de un pajarillo. Esa vez no me vio.
Mi animalillo se da cuenta de que le reconozco y que, si controlo mi mente, pierde fuerza. Cada vez está más débil y yo soy más fuerte.

Mi animalillo se está yendo y yo me preocupo por él. Me despido con gratitud. ¿Dónde irá ahora si yo he elegido no alimentarle?
Pobre, sólo era una fierecilla sin domar.

35. Es lo que hay

Cada mañana amanecía con dos o tres escamitas más. Sabía que en cuanto fueran más visibles no iba a poder salir a la calle, como mis padres que vivían encerrados hasta las noches en las que salían a ganarse el sustento.

Cuando trajeron a Helena, mi amor platónico, no pude convencerlos de que la dejaran ir, y tuve que cometer el gran parricidio.

Ella entendió lo que había hecho y se abalanzó sobre mi como si de Superman se tratara. La cosa fue a más y fuimos desprendiéndonos de la ropa.

Ni que decir la cara de asco que se le dibujó, en ese anterior lienzo de amor y deseo, cuando vio la extraña morfología de mi piel.

Voy a reconocer que me la comí, y que echo de menos a mis padres, y el que quiera juzgarme, que me juzgue, a mi ya me la pela.

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