Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

98. Extraño amanecer

Juan el herrero, desbordado de trabajo, aseguró a su hijo y ayudante que me faltaban algunos martillazos para la entrega. A este le parecí rematado de más. “Envuelto entre paja, aseguró, se disimularan las abolladuras”. El primer oficial del taller, hombre perfeccionista donde los haya, ofreció ocuparse de mí. “Estando en mi sano juicio, apostilló, nunca ahorraría horas en este encargo”.
En esas se presentó la mujer del segundo oficial. Tras muchas explicaciones, gritando con voz de contestador, aseguró que su marido no vendría a trabajar, «le sentaron mal las gachas del almuerzo. Mira que le gusta sacar brillo a este cañón, me señalo, pero con el cuerpo así no puede. Sé que el mismísimo Napoleón lo necesita hoy para Waterloo, decid que de momento se arregle con el que tiene».
Prisas tenía yo por unirme a mi general en el campo de batalla. Pero después de escucharlos, deprimido, aboyado, y lanzado contra el suelo por la misma ráfaga de viento que azota las ascuas de la fragua hacia los ojos de estos trabajadores, cavilo cómo terminar felizmente esta jornada.
Ya lo veo. Fingiré estar destrozado, y a vivir. Bombardeara sin mí. En ocasiones, mejor no salir de casa.

97. Candidato equivocado, por Rosy Val

Esta noche se lo pediré, le diré… que me ha llegado el momento.

Las sensuales luces en el rincón más íntimo de la habitación, rivalizaban con el champan helado. En una halagüeña caja corazón y haciendo juego con mi vestido, sus bombones favoritos. Mi sujetador y unas sugestivas braguitas, aguardaban, embriagados, con el último perfume que él me regaló. Mientras Albinoni cortejaba nuestras bocas, una celosa luna luchaba por interponerse entre los dos. Aprovechando que la pasión se ponía de mi parte, le susurré mimosa…

“Necesito sentir algo de los dos y acurrucarlo entre mis brazos”

Repentinamente… unas cegadoras luces cañonearon mis corneas. Un desafinado adagio retumbó en mis oídos. Un vulgar espumoso y un sucedáneo de chocolate caducaban… cuando su voz, como un jarro de agua fría, me espetó insolente;

“Vale, ¡cuándo empezamos a ahorrar!”

 

 

 

96. «A Orillas del Ganges»

En un pueblo situado a orillas del Ganges, la pequeña Nira recorría el camino desde su casa hasta el río para asearse y lavar la ropa que su madre le entregaba.
Varios días un joven observó el mimo y alegría con el que la pequeña realizaba una labor tan tediosa.
Él era artillero, tenía a su cargo un cañón y se sentía orgulloso, sin embargo nada parecido a lo que veía en la niña.
Se acercó y le dijo un «hola pequeña» que hizo que Nira dejara su labor a la orilla y le prestara atención, con ojos llenos de curiosidad.
– ¿Por qué cantas y ríes si tu labor diaria es cansada?
– Yo soy como ese pajarillo de la rama, todos los días alimenta a sus polluelos y, cuando no tiene ocupado el pico, canta.
Ya anciano, su vida transcurría en una silla junto a la ventana, observando mudar la naturaleza al ritmo marcado por el sol. Era una paz quieta que no pedía nada, que se servía de la sabiduría y confianza de lo que siempre es, de la vida.
Feliz, por fin, comprendió las palabras sencillas que aquella pequeña le había regalado, a orillas del Ganges.

95. EL JUEGO (Yolanda Nava)

El señor del castillo gusta de cacerías, comilonas, juergas y otros vicios que le conducen a cielos tan salpicados de fuegos que parecen infiernos. En sus años de tierno infante  gustaba de corretear por los jardines buscando lagartijas a las que cortar la cola, espinas a las que despojar de sus rosas y niñas de rubios tirabuzones a las que perseguir.

El tiempo pasa y nuestro excelso personaje se halla sumido en el peor de los males: el aburrimiento.

Las orgías ya no le satisfacen como antes, sus amantes han perdido destreza y la comida ya no cae bien en su estragado estómago. Ha dado dos palmadas y su bufón ha acudido presto. Le pide que le hable del juego nuevo que han traído los extranjeros.

Después hace llamar a sus cocineros, a las pérfidas incapaces de procurarle ningún goce y al joven escudero de ojos color miel y piel de seda, tan inútil como ellas; toma el arma, coloca una sola bala en el tambor haciéndolo girar y les ordena que lo coloquen sobre sus frentes por turnos y vayan disparando, el cañonazo no tarda en escucharse, haciéndole sentir por fin, la excitante sacudida de la adrenalina.

 

94. DERROTA GLORIOSA

“Con diez cañones por banda”, comenzó Maldonado con voz engolada desde la tarima ante la beatífica mirada del padre Bernabé. En ese instante redobló el silencioso tambor que anunciaba el comienzo de nuestra batalla. “No corta el mar sino vuela”, e innumerables bolas de papel, trozos de goma y granos de arroz, surcaron la clase del uno al otro confín. “¡Y allá a su frente Estambul!”, y, con el dedo de Maldonado señalando hacia Estambul, una enorme avalancha de proyectiles atravesó el aire. Mientras Maldonado seguía recitando, el padre Bernabé y su cándida sonrisa viajaban por la inopia. Tras una tregua para reciclar materiales bélicos usados se produjeron nuevas ráfagas lanzadas al tuntún. Y en plena vorágine, desatada ya la algarabía, se escuchaba muy lejano: “¡Sentenciado estoy a muerte!”. De pronto, un vozarrón desmedido nos paralizó: “¡Y mi furia es el temer!”. Y allí, encaramado sobre su mesa, enarbolando un paquete de tizas, estaba el padre Bernabé. Con impecable puntería fue lanzando los preciados misiles blancos sobre nuestras cabezas, el último sobre la de Maldonado. Y victorioso, al grito de “¡que es mi dios la libertad!”, abandonó el aula. Fue la última vez que lo vimos. Lo perdimos para siempre.

 

93. Cavilaciones de un general

Me he pasado media vida vadeando fronteras entre combate y combate, batallando ensangrentado, contando y recontando muertos. Distante de mi terruño que deje allá entre embravecidos volcanes y caudalosos ríos, soportando estos dolores de humerales y paramos, pasando más frío que los frailejones. Anhelo los cálidos aires nativos. Estoy cansado de guerras. Mala cosa esta, de andar buscando con ansia el cobijo de la solariega casa en víspera de tan importante contienda.

Sé que todo mi prestigio como militar y estadista se puede ensombrecer con mi correspondencia privada, ese archivo de mi vida íntima, tantas cartas con confesiones ardorosas, tantos monólogos atormentados que desnudan mi vida y que se fueron juntando para la historia. Esa maldita manía mía de rumiar y seguir aferrado al pasado y que por más que no quiero me persigue.

En esta tenue luz crepuscular atolondran mis tímpanos las chicharras pidiendo agua, que llueva pero con mesura ya que tanta lluvia forma un barrial que hace que el campo se torne jabonoso y esto puede ser fatídico para el combate. Hoy sólo quiero vivir este cercano futuro en que pueda tocar la victoria. Mañana bordearemos…

—¡Corten!, a ver si ubican ese puto cañón de una vez.

 

92. Entreactos de una mariposa (Mel)

Obertura:

Calarse las gafas oscuras, descender de la limusina, posar una fracción de segundo ante los paparazzi, elevar la barbilla, ignorar a los fans, tender la mano al director del teatro, encerrase en el camerino. Ser estrella.

Acto I: Dueto e trío

Rechazar notas de admiradores, despreciar  montañas de rosas,  recibir con un mohín a su amante,  aceptar el frío tacto de las joyas,  escuchar el adiós. Fingir indiferencia, romper el alma, aguantar  el dolor. Ser humana.

Acto II: Coro

Permitir el abrazo  del kimono,  calentar la voz, sentir la protección del maquillaje,  templar los nervios.  Recorrer los pasillos,  saludar al coro,  sonreír al tenor, esquivar  a los tramoyistas, exigir al director de escena. Cambiar atrezo. Modificar luces. Ser diva.

Acto III: Aria finale

Salir a escena, notar  las miradas,  vivir  la música,  cantar la tragedia, sentir el calor del cañón de seguimiento, empapar  todo corazón excepto uno,  clavar el frío puñal, oír aplausos,  descansar, morir en la luz. Ser Butterfly.

 

 

 

91. EL PRECIO (GABRIEL BEVILAQUA)

La nave abandonó el cañón en el patio de nuestra casa. Parecía antiguo y medía unos dos metros de longitud. Mamá, papá y el abuelo se pusieron a discutir sobre si era francés o alemán, si lo habrían usado en Waterloo, o si valdría lo suficiente como para liquidar la hipoteca. A mi tía, en cambio, le había dado por colocarle margaritas en la boca. Yo no podía entender cómo no se enfocaban en lo que era realmente importante: ¡la nave alienígena! Harto de tanta discusión bizantina me retiré a ver la tele. Recién a la noche volví al patio. Mi tía permanecía junto al cañón pero ataviada con un traje ceñido y un casco. Se alegró de verme y me pidió que la ayudara. Me dijo que siempre había soñado con ser una mujer bala y que había llegado el momento de concretar su sueño. Razoné que aquello suponía demasiados riesgos, pero me entusiasmaba la idea. Al punto que, casi a la medianoche, disparé el cañón. Mi tía cortaba dichosamente el perfil de la luna cuando la nave alienígena la abdujo. No obstante, lo más extraordinario es que nadie en mi familia, excepto yo, la recuerda.

90. El anhelo por una batalla

Como si lo efímero rasgara lo eterno, las balas trazadoras relampaguean en la oscuridad describiendo el objetivo a los morteros, que estragan al enemigo. La vanguardia de los verdes avanza impertérrita hacia la colina. La resistencia gris maniobra, intenta repeler pero al fin cede, recula y se aleja. Los verdes festejan; los grises, se lamentan: hoy les toco perder.
Una voz omnipotente se escucha desde lejos, en todo lo alto:
—¡A cenar!
Inmediatamente el tiempo deja de ser, y luego de que unos pasos presurosos se alejan, todo queda en silencio.
—¿Habrá revancha? —se atreve a preguntar uno de los soldados recién desempacados.
—Quizá —responde un magullado capitán antes de regresar a su plástica inmovilidad—. Dependerá si Juanito se come todas sus lentejas.

89. ASÍ DE EXTRAÑO (Pulgacroft)

Nadie supo  qué hacer con aquel cañón que apareció escondido entre los matorrales y la maleza, así que decidieron sacarle lustre y ponerlo en el centro del jardín.
Una mañana, muy temprano, se oyó un gran estruendo que despertó a todo el mundo. Cuando aparecieron en bata y zapatillas todos los de la casa, comprobaron extrañados que de la boca del cañón todavía salía humo negro.

A miles de kilómetros, allá en el Bósforo,  una bala perdida de cañón impacta contra un velero. El capitán cuenta, con extrañeza, sólo 9 cañones en una de las bandas y aunque su bajel ya se va a pique, se enorgullece de su bravura y de no haberle temido nunca a nada.

88. Años de olor a romero

Olía a romero. También había cardos y aliagas. El patio del fuerte que siglos atrás defendió la bocana era nuestra selva después de clase. A través de la maleza, que nos arañaba las canillas, lográbamos conquistar una aspillera. Acodados allí, entre mordiscos al pan con chocolate, vimos balleneros, oímos cantar sirenas, nos sorprendió un barco pirata y llegamos a distinguir un submarino en blanco y negro emergido de alguna matiné.

Esa tarde subimos por la escalera de caracol a la explanada del techo. El cañón, aún apuntado al horizonte, nos hizo de chalupa. “Hay mar gruesa, ¡cuidado!”, gritó mientras fingía equilibrios sobre el bronce. Un traspié. Cuando pude reaccionar, ya se había roto contra los bloques de la escollera.

Ahora los niños no juegan en el fuerte. Lo restauraron y es el Museo de Arquitectura Defensiva. La visita les aburre. También a mí, que hoy he venido con la desesperanza de avistar otra vez balleneros, barcos pirata o submarinos desde las aspilleras. Sólo he encontrado lo que traje. Este insufrible olor a romero pegado al recuerdo. Y el canto de sirenas que desde hace veintiséis años me invita a reunirme con él sobre los bloques.

87. NIDO VACÍO

Solo con rozarles la piel sentía el temblor de los proyectiles que los cañones vomitaban sobre las trincheras.

Comenzó por susurrarles al oído palabras tiernas mientras les acariciaba delicadamente el rostro, porque no soportaba que estos muchachos, que habían vivido una guerra no elegida, se alejaran de la vida entre soledad y estruendos amargos.

Acabó por asumir, no sin dolor, que esas camas frías por fuera y calientes bajo el embozo, cambiaran de residente en un excesivo continuo.

Y así como el tiempo escribe la historia, comenzó a sentir un deber inexcusable que transformó su afecto en un cruce de amor y pasión.

Sus manos comenzaron a deslizarse bajo las sabanas a la altura de unas caderas que aunque inertes, eran capaces de sentir el ritmo de unas amantes caricias.

Cada día tenía una intensidad superior al anterior, hasta que las noches de guardia dieron ese máximo posible que no hace falta describir.

Cuando la contienda concluyó en un armisticio, a la espera de la siguiente, ella intentó cuadrar una nueva vida, pero tras varias parejas e hijos, nunca dejó de echarlos de menos, aunque sintiera que no era ético, ni justo, ni sano.

 

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