Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

SCHADENFREUDE

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en el tema que te proponemos

Bienvenid@s a ENTC 2024 Este año, la inspiración llega a través de conceptos curiosos de otras lenguas del mundo. El tema de esta tercera propuesta es el término alemán SCHADENFREUDE, que viene a significar la "alegría por el mal ajeno" Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 de MAYO

Relatos

85. Nefertino, el del alma libre para amar (María Rojas)

Nefertino navega en un barco destartalado en el que transporta madera.

Algunas veces se desvía de su ruta para adentrarse en la isla de las manjarinas. Es el único marinero que trata con esas peces, de colas tentadoras y voluptuosas.

Asegura Nefertino, un maestro en las ciencias amatorias, que en uno de sus viajes, haciendo gala de su don de encantador, se las echó al bolsillo. Cuando las visita les prepara una bebida de flores de quereme,  y como las manjarinas son golosas, abren sus boquitas, y se lo beben todo. Después, dichosas, hablan en tropel, hasta que vencidas de amor se zambullen entre sus brazos.

Nefterino no se complica la vida. Las ama y se va.

84. La caída del conquistador

Cuando la marea nocturna me dejó en la orilla de aquella playa desconocida, decidí arriesgarme y me adentré en tierra virgen para explorar la exótica naturaleza. Enredé en mis manos las suaves lianas, y me erigí firme sobre arenas movedizas. Descubrí parajes de vertiginosas pendientes, y encontré sabores dulces y prohibidos. De todos los puertos a los que había arribado anteriormente, ninguno se resistió tanto a mi salvaje conquista. El hallazgo de una sola amazona cambió el objeto de todas mis expediciones: una esclava en cada isla, que luego dejaba abandonada. No me importó caer en la tentación de recibir nuevas lecciones de monta, y me convertí en un discípulo obediente, hambriento de enseñanza. Pero, iluso de mí, cuando llegó el momento de regresar extenuado por tan deliciosa experiencia, ya no supe encontrar el camino de vuelta. Aún sigo prisionero.

83. Paraíso

–Fíjate en los pliegues de las mantas. ¿Los ves? Son nuestras olas. Están quietas porque están tranquilas; como nosotras. ¿Y las camisas colgadas? No es solo ropa, no. Es la espesura de nuestra selva. Es tan, tan densa, que nadie puede vernos. Estos cinturones que están a tu lado, son serpientes. No te espantes; son amigas, porque son hembras. Y es que, mi vida, esta es la Isla de las mujeres, y solo nosotras podemos entrar. Aquí los hombres tienen prohibido el acceso.

Mientras abrazaba a su hija y besaba los cardenales de su rostro entre lágrimas, María rezaba porque las puertas del armario fuesen montañas lo suficientemente altas como para que no las encontrara; y se alegraba de que, al menos, la naftalina sirviese para ocultar el fuerte olor a alcohol que infectaba el ambiente.

 

82. Sin noticias(Juan Fuente/Branlon Mrando)

Era un pueblo pequeño, imperceptible en el mapa del condado de
Somerset, ahogado de cielos grises y días cortos. Por las calles los
chiquillos jugaban en cámara lenta gritándose unos a otros en
silencio. Sus madres se levantaban cada mañana de una cama enorme y
fría, vistiéndose de un luto desteñido e invisible. Reanudaban sus
tareas pensativamente: una sembrando con James, otra preparando el
desayuno con Bill. George se escondía entre las sábanas que Helen
aireaba con desgana y varias ordeñaban a sus animales con Irving y
Kevin, o bajaban a la fuente con Mike o Scott. Pero cada atardecer
todas se reunían en una misma casa, apiñándose en una sola habitación,
siempre preparadas para llorar. La voz sonaba armónica y animosa,
desentonando con la concurrencia casi fantasmal, y tras el parte de
guerra, divulgaba, de un modo más solemne, la lista de bajas.

Muy de vez en cuando el aparato le gemía a alguna el motivo para no volver.

81. Homenaje a Juan G.

Por muy temprano que me levantase, siempre, una de esas mujeres ya estaba despierta antes que yo, eso sí, nunca sabía uno a cuál iba a encontrarse. Podía ser la solícita que preparaba café y tostadas o la generala al mando gritando órdenes a su tropa.

Luego, por el rato que duraba la jornada laboral, todas ellas partían hacia un trabajo del que nada sabía. Andaban en cosas de ventas, en cifras, estadísticas y datos por los que nunca pregunté.

A veces, por la tarde, regresaban niñas. Las encontraba tiradas por el parqué moviendo cochecitos y dando biberones a bebés de plástico. Su risa rompía mi tristeza batiéndola en espuma, como las olas en la costa.

Por la noche, a última hora, podía aparecer en mi cama una mujer de hielo, que deducía seguía viva tan solo por su ruidosa respiración -nunca llamaría  ronquido a ese molesto ruido- o una dulce prostituta que me anclaba el tallo a su cintura exprimiéndome el seso hasta volverme loco.

Nunca entendí, cómo siendo tantas, en sus ojos brillaba la soledad de saberse una isla a la que nunca nadie arribaría. Seguramente esa era otra mujer más a la que yo ni siquiera conozco.

 [FUERA DE CONCURSO] [JURADO MES MAYO]

80. Tía Apolonia

Tía Apolonia vivía con su madre, hermana de mi abuela, en una casa grande, de techos altos, artesonados y crujientes. Solíamos visitarlas una vez al mes. Nos recibía una criada de edad indefinida. Tía Apolonia, sentada en un silloncito de respaldo recto, me recordaba a un águila encaramada en su nido, hermética y observadora. A su lado, tía Herminia, enfundada en un traje negro, rancia, recogida sobre sí misma. Su rostro era como el reflejo de esas tierras reconcomidas por el sol y el viento del que sobresalían dos puntos oscuros, dos alfileres negros que se clavaban en tu cara. Me daban un par de besos resecos y ásperos. Yo me refugiaba en las faldas de mi madre hasta que nos marchábamos. En una mesita, junto a la tía Herminia, había dos fotos: La del difunto tío Apolonio y la del difunto tío Antonio.  Sobre un aparador, junto al servicio del té, otras dos fotos: la del difunto tío Ramón y el difunto tío Martín.  No me hizo falta preguntarle a mi madre por qué mi padre nunca quiso acompañarnos.

79. PRIMER DOLOR (Yolanda Nava)

-Si se acabara el mundo y para salvarme tuviera que ir a una isla en la que él fuese el único habitante, elegiría morirme. Le odio.
Y siguió profiriendo insultos e improperios mientras por el rabillo del ojo lo veía junto a ella, mirándola de aquella manera, hablándole al oído y sonriendo.
-No, ni loca me iría con él, -insistía-.
Pero era la rabia la que hablaba, los pinchazos de los celos que, convertidos en despecho, decían lo contrario de lo que realmente deseaba que no era otra cosa, precisamente, que estar en la isla a solas con él. ¡Cuánto deseaba ser ella! Tener sus ojos posados en los suyos, ser la causante de esa risa alegre y contagiosa. Por suerte, el estridente y machacón sonido vino en su auxilio rescatándola de la tortura de verlos juntos. Se separaron, y “ella” se colocó dos puestos por delante del suyo; ambas ladearon la cabeza a la vez, en dirección a la fila de los de quinto que él encabezaba.

78. Condena en Isla Morrigan (Esperanza Tirado)

Tras un largo viaje, el bus de prisiones donde viaja Deva se detiene en medio de un paraje desértico. El conductor abre la puerta y, sin decir una palabra, la obliga a bajar.

Allí la deja, con su macuto, sin saber qué hacer. Delante de una verja ruinosa en la que se lee ‘ISLA MORRIGAN’.

Tras la verja aparece una mujerona enorme, vestida con uniforme caqui.

─¡Venga, Pelirroja, entra! ¡Que no tenemos todo el día! ─Le grita.

Deva traspasa la verja y la sigue por un camino pedregoso y reseco. Por fin llegan a lo que antes debió ser un pueblo, reconvertido en lo que se asemeja a un campo de trabajo.

─Bienvenida a Isla Morrigan, Pelirroja. Me llamo Agrona. Aquí mando yo. Estas son mis chicas.

Una cuadrilla de unas veinticinco mujeres, similares a Agrona, y un hombre gigantesco la reciben entre murmullos y risas mal disimuladas.

─Aquí tienes a la nueva, Beleno. Dale de comer, que está en los huesos. Así no nos va a durar nada.

─Andando, Pelirroja. Que hay mucho trabajo por hacer.

Deva calla y, cabizbaja, sigue al gigante a los barracones. Sabe que su condena en Isla Morrigan será eterna de no obedecer.

 

77. De camino a Mogán

Cierto es que la brillante luna, cual  hada, permanece ahí pendiendo de ese gigante piélago de miles y miles de luceros…, Deben pasar horas para que nazca un bello amanecer; luego entonces pareciera que ese hada y esos luceros quisieran dormir plácidamente.

Acicalando redes; porteando objetos aquí y allá, las señoras lucen ambarinas caminando entre adoquines al lado del mar. Resoplan algunas y baten sus mandiles igual que las alas de las mariposas; sin embargo,  sucede que otras señoras se muestran atrevidas y vanidosas…,

Ora tiendas de bellos objetos se exponen detrás de los escaparates, ora el sol con su trazo ocre atraviesa el cristal, cual magnánimo rey, y aborda cálido todo su interior. Entre idas y venidas se cruzan miles de pasos. Una señora protege su rostro que igual que la porcelana, adquiere una luz y un velo transparente, sutil,

Aquellas otras van descalzas con las sonrisas permanentes; con perlas adornando sus cuellos, perlas, perlas, que laboriosamente pulen, pulen al lado de aquella playa con su arena negra…,

¿Se cruzan miradas? No. Cada cual en su hilera de adoquines, cada cual haciendo esto o aquello…,

 

76. DESTIEMPO

 DESTIEMPO   (CONSUELO GONZÁLEZ)

Y la caminadora eléctrica llegó. Aunque llegó tarde. Tan tarde como muchas otras cosas en su vida. No sólo las cosas que se pueden tocar y oler, sino las cosas que van derechito al corazón, como las caricias, los abrazos, las palabras tiernas, las sonrisas.

La caminadora aún no está armada. Ella no sabe cuánto durará así, con las piezas pequeñas en sus cajas y las grandes cubiertas de plástico. El polvo que se le acumule encima, será la medida del tiempo que pase antes de que en esa Isla de Mujeres la pueda usar. El tiempo suficiente para que ella acumule dolores y más dolores. Como el de su cadera, que apareció justo cuando llegó la caja y se fue acrecentando desde que dos enormes hombres la colocaron en el lugar que le había preparado. Un dolor que estaba escondido, esperando el momento preciso para recordarle que si hubiese llegado cuando por primera vez dijo que la necesitaba, tal vez le hubiera servido. Ahora ya es tarde. Sus músculos están casi atrofiados y sus huesos ya no resisten el ejercicio. Igual que su corazón, que apenas si se alegra con las caricias, los abrazos, las palabras tiernas, las sonrisas.

75. SELENE (Paloma Hidalgo)

Recuerdo a la más vieja, parecía una cigüeña con sus eternas medias bermejas, los ojos rojos por el humo y su sobrero de plumas. Y a la más joven, encerrada en una crisálida de miedo que poco a poco se fue rompiendo. Incluso me viene a la memoria la cintura imposible, de muñeca, de aquella mujer morena de la que ya no podría decir el nombre. Solo guardo imágenes condescendientes de la Isla.
Imágenes que no pueden salvarme de mí misma, mientras otro día agoniza y tengo que pintarme los labios de rojo, los ojos de turquesa, ponerme ese perfume barato que atrae más moscas que hombres, y bajar semidesnuda a la esquina.
Quien pudiera volver al km.37 de aquella carretera comarcal. Rebobinar. No franquear nunca la puerta del primer tugurio donde aprendí a alquilar mi cuerpo y a vender, por horas, mi mente al sueño de una vida que ahora ya sé, nunca viviré.

74. UN DUELO CONTRA SEÑALES «INDESCIFRABLES» (Óscar Quijada)

Sabe que ha cometido un grave error, una vez más ha dado muchas vueltas para expresarle lo que anhela. Ella mira fijamente, sin parpadear, como cuando está furiosa, su compañero no ha sido conciso. Sus ojos revelan mil reproches y su lenguaje corporal es una incógnita.

El la rodea con su caminar mientras emite palabras con voz temblorosa. Sus expresiones son superficiales, denotan inseguridad e imprecisión. Ella solo calla, ya en varias ocasiones ha mencionado su parecer. Ahora percibe que sus puntos de vista y sus sentimientos fueron pasados por alto, ya no desea articular un solo sonido.

Los minutos pasan y el desdichado siente como sus argumentos están agotados. Parece que no tiene nada más que decir. Ella sonríe, arregla su hermosa cabellera hacia un lado, se dirige hasta su cartera y revisa su teléfono móvil. Luego vuelve a clavar sus ojos verdes en su colega, quien ya no sostiene su mirada y se marcha derrotado, vencido por una mujer de veinte años menos.

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