Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

NEPAKARTOJAMA

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en el tema que te proponemos

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2024 Este año, la inspiración llega a través de conceptos curiosos de otras lenguas del mundo. El tema de esta última propuesta es el concepto lituano NEPAKARTOJAMA, o ese momento irrepetible. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
Esta convocatoria finalizará el próximo
31 de DICIEMBRE

Relatos

01. LA CÁPSULA DEL TIEMPO

La expectación era máxima. Ni las amenazas del nuevo conflicto fronterizo con los ambiciosos países del norte, ni la sorprendente victoria electoral de los partidos radicales en los condados más moderados de la costa, ni tan siquiera el estrepitoso fracaso televisivo del excéntrico científico que decía haber vuelto a aquel mítico Festival de la Isla de Wight para ver a Bob Dylan y The Band en directo, pudieron competir con la expectación creada alrededor de la cápsula del tiempo encontrada bajo los cimientos del Palacio de la Gobernación durante las polémicas obras de su nuevo refugio antiaéreo.

Todos los medios de la ciudad estaban allí. El mismísimo Gobernador se personó para su apertura. Sorprendió a todo el mundo que aquel cilindro metálico supuestamente enterrado siglos atrás, mantuviera un cierre mecánico de muelle axial. El dirigente giró la tapa que se abrió sin esfuerzo. Solo contenía un diario de prensa fechado 74 años, 3 meses y 5 días después de aquel día de la apertura con la noticia en portada de otro episodio de una interminable guerra, y sobre la que alguien había trazado en letras gruesas la palabra SALVADNOS.

72. EL TURCO

Mi cuñado me había advertido sobre las ofertas de las clínicas capilares turcas. En el aeropuerto no había nadie esperándome, tuve que coger un taxi. El taxista era un pastor recién llegado a la ciudad que antes cuidaba cabras en Capadocia. Aquello no se parecía al «International Hair Center» de la publicidad. Me pasaron a una sauna, supuse que para dilatar el folículo piloso. Debí sospechar cuando vi las abundantes cabelleras de los pacientes brillantes por el vapor.
– Im-plan-te, – dije señalándome la cabeza, pero todos asentían con una sonrisa extraña. Me senté en una esquina, semioculto en la penumbra húmeda, pensando como había llegado allí. Recordé una tarde tomando el vermut con mi suegra después de misa.
– Ser calvo es de perdedores – dijo en una de sus frases sin réplica posible.
En Madrid me esperaba una familia política de cultos de telediario, de las que antes te mandaban a Londres y ahora a Estambul. Entonces un turco de bigote fino cubierto con una toalla exigua me entregó una nota.
-Llámame -decía con una letra cargada de insinuaciones.
Un año después sigo sin pelo, pero al despertar veo los minaretes de la Mezquita Azul. Son tan hermosos…

 

71. El procastinador

Para muchas tareas era vago, sobre todo para aquellas que le daban tanta pereza. Estudiar para los exámenes, siempre el último día, atracón a última hora. Tirarse desde el trampolín, o la tirolina, mejor ser de los últimos, observar como lo hacen los demás.

Tras meses de posponerlo, se apuntó al taller de escritura creativa, en el que un día descubrió el significado de una palabra nueva y estuvo riendo como un tonto unos minutos a solas, había sido un maestro de la procastinación toda su vida sin saberlo.

Se animó a mandar sus textos a los concursos de relatos, siempre escritos el último día y envíados en los últimos minutos. En contra de las enseñanzas y reglas lógicas de dejar reposar lo redactado para poder corregirlo. Quizá por eso en seis años no había logrado ningún premio. El día que hizo lo correcto y no quedó finalista, pero un afamado escritor mencionó su ocurrencia. Y tras años esforzándose en no dejar para mañana, obtuvo un premio con su relato «Mas vale tarde».

70. AÑOSA

Nunca me habían gustado los pájaros. Hasta la tarde que volviendo de la consulta del médico, con el diagnóstico inesperado en el bolso, encontré un polluelo de gorrión piando desesperado bajo un árbol. Al llegar a casa lo metí en una caja de zapatos y busqué bichos para él, escarbando de rodillas en el jardín y luchando contra las náuseas. Tu padre, siempre tan práctico, me propuso deshacernos de él y ni siquiera lo miró, pero yo ya le había puesto nombre. Cosas de las hormonas, pensé.

Cuando le di la noticia del embarazo me confesó su miedo: «no puede salir bien, a nuestra edad es frecuente que nazcan con problemas». Durante días, no hablamos del tema hasta que la ginecóloga te señaló en la pantalla del ecógrafo, tu corazoncito  latiendo con fuerza en mi interior. Él soltó mi mano y yo decidí seguir adelante, sola.

Hoy salimos juntos del hospital, tú tan frágil entre mis brazos, yo más fuerte que nunca. Mis compañeras de habitación murmuran que parezco tu abuela. En el informe de alta me definen como primípara añosa y añaden más palabras que no entiendo, pero desde que estás en mi vida todo me suena a poesía.

69. Ella

La mujer sin nombre tiene los pechos demasiado grandes. Y el pelo sucio y revuelto. ¿Entonces?, ¿por qué le tiene tan hechizado?

Cada mañana, en el descanso del trabajo, Pablo la observa. Ella siempre se sienta al otro lado del parque a amamantar a su hijo. Entre semejantes senos, y esos cabellos enredados, la cabecita del bebé apenas es perceptible. Pero la escena es… hipnótica.

En casa espera Laura. Laura sí tiene nombre, Laura es perfecta. Aunque jamás quiso tener hijos. Lo dejó bien claro desde el principio, y Pablo lleva años sin sacar el tema. Sin embargo, hoy:

—Aún podríamos intentarlo.

—Intentar… ¿el qué?

La conversación (seis palabras) se decapita, se esfuma. Y su relación (seis años), también. Sin saberlo, Pablo llevaba tiempo queriendo dejarlo, queriendo acercarse a ella. A la mujer sin nombre.

El primer día pasa. La saluda. Aunque no se detiene.

A la semana, se atreve a sentarse. Se presenta, y observa al bebé. Primero: la pulsión de abrazarlo. Después: la sangre congelada. Los colores del parque desaparecen, los pájaros callan. Pablo, aterrado, apenas acierta a señalar con el dedo al pequeño.

—¿Te gusta? —pregunta ella, con la mirada en ninguna parte.

68. Grandes esperanzas

Lo intenté con un adolescente, pero no conseguí que apartara la vista del móvil ni cuando le susurré mi mejor párrafo. Probé con un hombre de negocios y no tardé en comprobar que mi trama perdía significado ante sus oídos sordos a la ficción. Creí conseguirlo con una madre, hasta que el llanto del bebé ahogó su interés en mi historia. A pesar de todo, no pierdo la fe. Confío en que un lector me encuentre antes de que esta ictericia, que padezco hace años, termine de amarillear mis páginas olvidadas. 

 

67. Nido vacío

No hay nada en el baúl de los juguetes. En las estanterías los libros buscan de reojo algún lector. Los niños de la vecina ya no vienen a buscar su pan con chocolate ni las rosquillas del domingo. El perro dormita como una alfombra sujeta al suelo por el tiempo. Los besos antiguos flotan en el aire como pompas de jabón irreductibles. Las voces ocupan los rincones como arañas patilargas. En la terraza brotan flores de cristal. En la mesa redonda del salón espera la tarta del último cumpleaños. La llama de las velas todavía está encendida y un regalo olvidado se esconde en el fondo del armario. Un caldo semi aguado reposa en la cocina. Las hormigas recogen las migajas de todos los banquetes y se retiran en hilera por las rendijas abiertas en las juntas de las baldosas mal soladas. Las habitaciones de los niños siguen desnudas, las sábanas mal planchadas en el arcón de pino del trastero, las colchas tapando las imperfecciones que desde hace tiempo colecciona el sofá; las camas como esqueletos de navíos varados en una playa imaginaria. El tiempo agarrado al dintel de la puerta de salida, como la muerte montada en bicicleta.

66. La hora del descanso

Nadie tuvo noticia de su existencia. Nadie nunca le echó de menos; si acaso, su madre, única testigo de su nacimiento. Nunca oyó pronunciar su nombre, si es que tuvo alguno, ni sintió una caricia, un arrumaco. Han tenido que pasar setenta años para que alguien lo tome en brazos, le cambie de ropa, le dé, lo que podría llamarse, un baño. Setenta años abandonado en una buhardilla, hecho un ovillo, un pequeño muñeco envuelto en un trapo dentro de una maleta que olía a rancio, de donde salieron mariposas al abrirla como si fuera el truco macabro de un mago. Setenta años para dejar de ser un despojo y adquirir categoría de ser humano. Setenta años… setenta años de un fantasma diminuto correteando perdido por los vericuetos oscuros de algún limbo que se merecía ya un descanso.

Ahora suena un réquiem por el bebé muerto, desconocido y desamparado… y se ha quedado por fin mudo su imperceptible y triste llanto.

65. Cartel: «Déjale unas monedillas»

No tenía nombre, simplemente era la taberna. De haberlo poseído, “Del silencio” le hubiera acoplado estupendamente.

Allí no se hablaba, ni para pedir. Entrabas e inmediatamente tenías lo tuyo delante.

Para ser exactos, solo se podía escuchar un leve susurro de los que se sentaban en el suelo junto a Donato y aproximaban su boca a su oreja.

Él siempre estaba allí en su “sin estar”, como un ovillo sobre las tablas del suelo y ese serrín que le mantenía seco.

Yo estuve un tiempo con ganas de partirles las costillas a patadas a esos estúpidos. Por no ir al cura a confesarse y tener su penitencia, se desahogaban así.

Sabía que me vendría bien destrozarles la jeta, que eso sacaría mi negrura interior y me relajaría el alma. Pero algo me incapacitaba la acción.

Aquel día en que solo con la mirada fui pidiendo ron en exceso, me acerqué a ese pobre hombre, con el orgullo de la diversión y la burla.

Tengo suerte de que a nadie le importe lo que haga, porque lo que sentí fue una liberación impensable.

Ahora en cuanto llego, pido turno con gestos. A veces se me ha adelantado hasta el párroco.

64. DESTIEMPO (A. BARCELÓ)

Cada nuevo rechazo arremetía contra la frágil estructura de su personalidad y la hacía desmoronarse igual que un castillo de naipes. Las palmaditas en la espalda o el simple aire expirado de la palabra “no” provocaba una reacción en cadena parecida al efecto dominó. Un día no le quedaron fichas en pie y se dejó asfixiar por la inercia de todas sus decepciones.

¿Qué habría pasado si no se hubiesen completado las catedrales al morir sus arquitectos o si con la pérdida de los grandes pintores hubiesen desaparecido también sus obras? Esa fue la pregunta que se hizo ella al comenzar su particular cruzada, la que acabó deshaciendo la conjura de los necios que no supieron valorar la peculiar historia que había dejado escrita su hijo.

63. Nunca

Los ratones ya habían devorado la partida de bautismo cuando la parroquia de Aldeamoral se quemó en el treinta y seis y la familia Albastorres y Noceda ha perdido la cuenta de los años que hoy cumple doña María Cristina, cuyo cuerpecillo arrugado y reseco se enrosca entre las sábanas  apolilladas como el de un recién nacido diminuto. Tampoco sabe nadie que, sobre esas mismas sábanas, María Cristina rechazó a su primer y único amor, pues para una señorita de su alcurnia era tan vergonzoso como ridículo enamorarse a los cincuenta y tantos. Y por eso —junto a la doctora en Farmacia que no se atrevió a enrolarse en el circo como trapecista, los viejos poetas que desaprovecharon la oportunidad de publicar al fin su obra y una anciana inventora que renunció a su proyecto para limpiar de plásticos los océanos— la dama yace eternamente en un círculo del infierno, suspendido entre la vida y la muerte, que el Dante no llegó a visitar: el de los que piensan que es demasiado tarde para cumplir sus sueños.

62. Punto final

No sé a quién pretendo engañar actuando de esta manera tan cobarde. Hace una eternidad que ella finge que me cree, aunque no sabe que la delata su permanente silencio. Mientras tanto, sigo inventando excusas que justifiquen mi ausencia. Pero es que no puedo decirle la verdad sin que le duela. Si supiera que vago por las calles perdido, sin rumbo, para demorar mi regreso a casa. Que soy incapaz de explicarle el motivo por el que un aliento gélido golpea mi rostro y me paraliza al abrir la puerta de nuestro hogar. Que hace muchísimo tiempo que muero de deseo por abrazarla y cubrir su cuerpo de besos, pero que mi vida siempre se detiene al adentrarme en ese vacío que nos separa. Que sé que tengo que abandonar esta insana costumbre de hablar solo si no quiero enloquecer. Y que, si quiero que todo termine antes de que sea demasiado tarde, necesito acostumbrarme a vivir sin ella y esparcir sus cenizas.

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