Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

7. ¡YA TE VALE, NANO! (PURIFICACIÓN RODRÍGUEZ)

Todos los años lo mismo. Aún me parece estar viendo la escena que, invariablemente, se repetía cada navidad en nuestra casa.

Mis padres, mi hermano pequeño y yo sentados a la mesa, a punto de empezar a tomar las uvas para celebrar el año nuevo. Todos pidiendo en nuestro interior un deseo, con la irracional esperanza de que se cumpliría sin falta en los siguientes doce meses.

Entonces, a mitad de las campanadas y con la boca llena de uvas a medio tragar, el nano empezaba a hacer aspavientos, a agarrarse el cuello y a ponerse cada vez más rojo hasta que, a punto ya de la asfixia, mi padre lo ponía boca abajo y lo sacudía hasta que todo lo que atesoraba en su garganta salía de golpe y volvía, al fin, a respirar de nuevo.

Algún año, incluso nos quedamos todos sin uvas y sin campanadas porque teníamos que echar a correr con el dichoso niño a urgencias, cuando el color de su cara pasaba del  rojo vivo al morado pálido y el bolo alimenticio le había cogido especial cariño a su faringe.

Desde que creció y vive solo, el jodío no se ha vuelto a atragantar.

6. El marido de la carnicera (Susana Revuelta)

A Pascuala lo mismo le daba cubrir la mesa con un hule que con una sábana llena de cercos amarillos; total, para cenar con Nicolasa, su hija, tampoco hacía falta mucha ceremonia. Tras retirar las sobras del improvisado mantel, quedaron un racimo de uvas pochas y un vaso de gaseosa con una dentadura dentro.

―Eztaba dudízimo el pavo —refunfuñó chupando un huesecillo.

―Era el Botas, madre. Padre dijo que, si ya no cazaba, mejor a la cazuela que al contenedor.

―¡Te adanco la cabeza, zunodmal! ―chilló Pascuala, lanzándole el vaso―. Tenía que habedte ahogado en el fdegadedo cuando nacizte, edez máz idiota que tu padde. Pod ciedto, ¿le tdoceazte bien con el hacha?

―Sí.

―Bueno, ezcucha. Enzeguida zonadán laz campanadaz. Mientdaz yo me azomo pod la ventana y tido loz petaddoz, tú enchufaz la tditudadoda al mázimo y metez zuz cachitoz. ¿Eztá clado?

―¿Qué haremos con el picadillo, madre?

―Hambudguezaz. Y una badbacoa en el patio, con muuuchoz globoz. Azí invitaz al tontaina del cadtedo, a ved zi te cazaz de una vez y cuidaz de tu madde, una pobde anciana abandonada.

Nicolasa dio palmas de entusiasmo y abrió mucho la boca, dejando caer un hilillo de baba.

 

05. Ni yo ni nadie (Eva García)

Está solo: un centollo descongelado y una ensalada de endivias esperan sobre la mesa. Enciende la tele para ambientar la noche: aún queda un cuarto de hora. Mira las uvas; redondas, jugosas, tiernas. Muy despacio comienza a pelar una, como si la desvistiera. Piensa en Virginia. Al desnudar la segunda se acuerda de Marga. Mientras  despepita la tercera, Alicia acude a su memoria. Nieves, la de la oficina; Ana, su masajista; Carla la del octavo… va exponiendo las pulpas traslúcidas, abriéndolas casi con ternura, arrancando las semillas de sus entrañas.

Faltan cinco minutos. Sostiene la última entre los dedos pringosos. Parece especial: no se atreve a rasgar la piel ni a horadar su carne. En su mente es Patricia, la panadera.

Comienzan las campanadas en todos los relojes y también en su corazón. Traga de golpe las once frutas vejadas y deja la intacta para el final. Con el último tañido, chupa despacio el hollejo áspero y después la muerde, disfrutando del jugo con placer.

Mientras el mundo brinda por el nuevo año, él sale de su apartamento. En un bolsillo del abrigo lleva el eterno estuche de Cartier, con la sortija once veces rechazada. En el otro, una navaja.

03. MARTES EN MARTE (JAMS)

Silve y Tom suelen cenar tarde. El menú ha sido el de un día cualquiera: caldo de puerros hidroponizados, un par de filetes de gyromitras (ese hongo que Tom ha desarrollado como ingeniero de cultivos) y un pastel sonrosado cuyos ingredientes sólo conoce la cocinera. Martka es originaria de tierras del Bósforo, y en ocasiones especiales, le gusta sorprenderles con viejas recetas que viajaron con ella.

Tras la cena, Silve ocupa su sillón preferido, como los últimos diez días, para continuar con una novela ambientada en la última Guerra Mundial. Tom, en cambio, tiene reservada para esta noche la audición de la última joya de coleccionista que ha adquirido: la grabación en directo del último concierto de Sam Cooke en 1964, poco antes de morir acribillado en un motel de carretera.

La tranquilidad del momento lo rompe un escandaloso grito desde la cocina. Silve, que reconoce enseguida lo que ocurre, le hace una seña a Tom para que se quite los cascos y pueda escucharlo. Ambos sonríen al entender que se trata de otra atronadora conversación de Martka con su familia: les resulta enternecedor su ingenua y exagerada alegría. Al parecer, esta noche, en la Tierra, celebraban el Año Nuevo.

2. AÑO NUEVO, VIDA NUEVA (EPÍFISIS)

Cuando el cava suavemente lo vertí en su cuello, se fue deslizando, llenando la oquedad de la clavícula que al momento rebasó el hueso y se derramó al pecho derecho donde se remansó para acogerlo yo entre mis labios, notando el frío, el cosquilleo de las burbujas y la pelusilla de melocotón de su piel. Mi cabeza perseguía los regueros que se desbordaban y alguno desapareció en el ombligo, que me obligó a sorber con fruición. Vacié la botella y me hundí entre sus muslos para recibir la cascada que se originó y mi lengua entre pliegues, chupaba, relamía y percutía, originando oleadas de placer en ella, que terminaron en un orgasmo brutal, aprisionando con tal fuerza mi cabeza, que dejé de escuchar sus gritos.

Pasamos a la bañera redonda donde nos quitamos lo pegajoso del líquido ambarino con gel y por fin, me correspondió con lo que yo estaba deseando.

Repantingados contra el borde y tomando uvas bañadas en chocolate, entre la segunda y la quinta, recordé aquel día que eché el cava por el cuerpo desnudo de mi mujer y me pegó un bofetón, ahora la llamaré, le diré au revoir, tras las campanadas del año nuevo.

1. Feliz Año Nuevo (Miguel Ángel Pegarz)

Allí estaba otra maldita Nochevieja con su rica tía, dispuesto a dejarse ir otro año más. tras las campanadas de Año Nuevo no iba a ser mejor persona, no tenía un gran proyecto, no iba a apuntarse al gimnasio ni a hacerse voluntario o socio de ninguna ONG. Pero intuía que iba a ser un gran año.

A la tercera campanada tía se atraganta,

a la sexta tiene un tono azulado,

a la décima boquea

y con la última se ha desplomado inerte.

Sí, tiempo de sobra ha tenido para tratar de liberar su garganta, pero también memoria de sus doce años y la cama de la tía.

Y haciendo cuentas…

SIN TÍTULO

Hielo, hielo, gritó Tomás al camarero que atendía al servicio de camarotes necesitamos mas hielo en el Camarote 115, sería usted capaz de proporcionarnos mas hielo, este whisky necesita hielo. El camarero consulto al maitre y este se encogió de hombros, estamos en medio del Atlántico de donde vamos a sacar hielo ahora. Hielo, hielo grito Ana a su hermana cuando vió el bulto que le estaba saliendo en la cabeza despues del golpe que se había dado contra la mesa cuando el barco dió aquel bandazo, necesitamos hielo para ese bulto. Hielo, hielo grito el marinero John cuando divisó el iceberg que tenían enfrente, lo que todo el mundo estaba pidiendo, aunque quizá era demasiado hielo.

EL DESTINO NO PIDE PERMISO

Todo estalló en la representación anual de Macbeth.

Mi compañero de habitación, que formaba parte del séquito en el acto II, cayó enfermo a última hora y me llamaron para sustituirlo. “¡Solo tienes que hacer bulto!”. Yo esperaba entre bambalinas, mientras transcurría la función con normalidad. Pero cuando pisé el escenario, una de las arañas del techo se desplomó tan certera como estrepitosamente sobre la lustrosa calva del viejo Jenkins, el director, que rompió a soltar jeremiadas. Ahí expiró Shakespeare.

En medio del tumulto, el listillo que hacía de Macduff ―“atando cabos”, gritaba señalándome― me inculpó en público e inauguró oficialmente mi fama de cenizo. El muy imbécil mencionó también la final de la School Football Cup, cuando, tras ir ganando 5-1, el entrenador me ordenó saltar al campo a falta de diez minutos y acabamos perdiendo 5-6. Y después alguien recordó el incendio del laboratorio. Y lo de la piragua. Y más cosas.

Desde entonces, me rehúyen hasta los gatos. Así que he decidido soltar amarras y cambiar de aires. Y heme aquí, en Southampton, a bordo del transatlántico más seguro del mundo, en busca de una mejor vida en Norteamérica. Eso sí, como siempre, hecho un titán.

115. Los secretos de la historia: El Titanic

El agente H21 viajaba incógnito en el camarote 115 del Titanic. Llevaba consigo documentos diplomáticos de máxima importancia, por los cuales la Triple Entente trataba extender sus relaciones hacia los poderosos círculos políticos norteamericanos. Margaretha Geertruida Zelle y su guardia bien armado se habían embarcado al bordo del Titanic, bajo la identidad de una pareja hebrea recién casada. A Margaretha, este papel le resultaba muy díficil, porque se diferenciaba de su estilo de vida que la había hecho famosa. Era dependiente de lujo, de joyas extravagantes, de los bailes orientales, de su imagen de reina de la Belle Epoque. Bien vestida, con el rostro velado, sin maquillaje, era imposible que alguien la reconociera. Rudy, el guardia, no le permitía salir del camarote más que media hora, por la noche. Cuando ocurrió el desastre, Margaretha tuvo la suerte de encontrarse en la cubierta. El pánico la invadió y echó a correr hacia los botes salvavida. Rudy y los documentos se perdieron para siempre en los abismos del océano. Misión fracasada. Dos años después, estalló la Guerra. Margaretha volvió, pero nunca fue perdonada. Acusada por espionaje, la hermosa agente doble H21 (Mata Hari), fue condenada a la muerte y fusilada en 1917.

114. LOS SUPERVIVIENTES

Pedro salió a la calle con su traje azul marino, el mismo que usaba como portero. Lo único que lo direrenciaba de su uniforme de trabajo, era la pajarita de color azul celeste que lucía tan feliz. Esa forma rumbera de cerrar el chiscón y la llamativa corbata no hacían más que acrecentar el chismorreo de los vecinos. “Que si era un sarasa”. “Que si tan mayor y soltero”. “Que adónde iría a las ocho de la tarde”.
Milagros, de medio luto, llegó puntual a la cita con Pedro en el salón de baile. En el Titanic o camarote 115, tal como lo llamaban sus clientes por su tamaño y porque ocupaba ese número de la avenida Principal. El local estaba solo a medio aforo y con una orquesta mínima, aunque entregada.
Disfrutaron su reencuentro como dos torpes enamorados, al ritmo de cumbia, el vals, el chotis o cualquier otra danza que bailaran. Milagros y Pedro se abrazaban otra vez, despues de treinta años. Y seguirían bailando toda la tarde y después toda la noche, hasta que parasen los músicos. Hasta que apagaran las luces y tuvieran que marcharse. Hasta que se hundiera el mismísimo Titanic.

113. Misandria (Patricia Mejias Jimenez)

—“Esa mujer es de mal agüero” —. Y una vez más, el temor supersticioso de los marinos le impidió encontrar pasaje, para ambos, en un barco con destino a New York.

Varados quedaron, sir William y su princesa egipcia en una fonda del puerto de Southampton. Bien se lo advirtieron: “¡deshazte de ella!” La última de sus víctimas, un prominente ex-empresario,  terminó vendiendo fósforos en  las calles, y varios otros se suicidaron. Pero él haría un nuevo intento por llevársela consigo.

Vendió la joyería de la princesa a un museo. Con el dinero, sobornó a un contramaestre. Obtuvo pasaje en un barco con fama de insumergible. El 10 de abril abordaron el Titanic. Ella cubierta  de seda y con un velillo echado sobre las vendas del rostro. Él, arrastrándola por accesos incognitos de la nave. Camarote 115. Justo bajo el puente de mando. Arriba, las órdenes de un errático capitán, y unas millas más adelante un iceberg. El Titanic, herido de muerte, se sacudía de los pasajeros en el agua.

«Un último esfuerzo». Sir William consiguió subirla a un bote salvavidas. Y mientras él se hundía en la profundidad, la momia maldita de Amen-Ra se alejaba junto a sus nuevos acompañantes.

112. La teoría del Iceberg (Juancho)

Southampton era una fiesta. Varias bandas de música amenizaban la espera hasta la hora de zarpar. Sonaron las sirenas y una serie de tracas y juegos pirotécnicos, costeados por la Corona, llenaron de luz y sonido una mañana más despejada de lo habitual. Ya en su camarote, se despidió de los mozos que le llevaron el equipaje, dejando un par de chelines en la palma de la mano de cada uno de ellos. Desenfundó su flamante Blickensderfer 5, colocó un desnudo papel en el carro y, seducido por el entorno marino en el que se encontraba, tecleó: «En ningún lugar está escrito que no se puedan encontrar dos islas a la deriva». No era un mal comienzo para romper el hielo, así que salió a conocer el barco. Se fijó por primera vez en el número de su camarote, el 115, al guardar la llave. No le decía nada, tal vez sirviera como título de alguna de sus futuras novelas. Entre timbas clandestinas y escaramuzas amorosas, tardó tres días en regresar al nido, dispuesto a descansar y  a dedicarse a escribir en serio. Colocó el cartel «do not disturb» en la puerta y pensó que podría ser un bonito epitafio.

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