Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

ANIMALES

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en ANIMALES

Bienvenid@s a ENTC 2025 Comenzamos nuestro 15º AÑO de concurso. Este año hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores, y el 5º de este año serán LOS ANIMALES. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 de AGOSTO

Relatos

87. SILENCIOS (Rafa Olivares)

Temiendo las represalias de los vencedores, Anselmo se echó al monte con su máuser. Conocía la montaña como su propia mano. No había quebrada, peñasco, collado, senda o ribazo que no hubiera pateado de joven cuando, de pastor, buscaba algún cordero extraviado.

Conseguía sustento con trampas para liebres o pájaros y, de vez en vez, bajaba a los huertos de Benixell en busca de verduras, hortalizas o frutas. Los agricultores atendían sus tareas mientras Anselmo, procurando no ser visto, llenaba su zurrón con lo que podía. También se llevó alguna vez una botella de vino, una hogaza de pan o una ristra de chorizos, olvidadas junto al aljibe o a la sombra de una higuera.

Los labriegos nunca comentaron entre ellos nada sobre el del maquis. Tampoco cuando el Jefe Local, acompañado de un Guardia Civil, les visitó preguntando por Anselmo.

En una fría mañana de otoño, su cuerpo inerte llegó a Benixell sobre la grupa de un mulo escoltado. Huellas de disparos se repartían por cara y pecho.

Desde entonces, ningún agricultor volvió a dejar olvidada una botella de vino, una hogaza de pan o una ristra de chorizos junto al aljibe o a la sombra de una higuera.

86. SETENTA Y CUATRO AÑOS DE DUELO

-Yo no estoy en ningún bando, no he participado en ninguna batalla- sus palabras se perdieron entre la orden de “¡Disparen!” y el olor de la pólvora.

Varón, unos treinta años. Se conservan unos antejos dentro de la calavera.

A la derecha: varón, más joven unos veinte años.

A la izquierda: varón de avanzada edad posiblemente manco.

De pie frente a la fosa Juan observaba los restos de aquellos tres hombres. Ahora que lo había conseguido no sentía ninguna rabia, a sus ochenta años hacia tiempo que se había calmado. La rabia la había ido dejando entre los martillazos en el taller y las caricias de su mujer pero lo que sí sintió fue un poco de paz.

Los tres hombres eran vecinos del pueblo. El más joven se había quedado cuidando a madre y hermanas, el mayor era el alcalde y el de los anteojos Pedro, el maestro, el padre de Juan.

Desde la peña sus ojos de niño no pudieron ver mucho. Antes de que los colocasen en el pelotón ya se había tapado los ojos pero recordaba bien el lugar exacto junto a una fosa a la que caían directamente los fusilados.

85. La tormenta

Cuando abrí el paraguas no me imaginé acabar a los pies de tu puerta. Me debatí varias horas entre relámpagos, y una lluvia densa, que me empapó hasta los huesos. La sorpresa fue encontrarme con tu madre. Ya sabía que tú no tenías los pies en el suelo, me dijo. Ya sabía yo que usted era de alturas, le respondí. Y nos enzarzamos en una discusión, de esas tontas, que no tienen ni pies ni cabeza, a la que echas toda la leña al fuego. Me dijo, que yo no te llegaba a los talones. Le dije que había sido mala suegra, por meterse en nuestra vida. Expresé todas esas cosas que duelen, esas que se cuecen ahí dentro, y que aguantas no sabes por qué. Al acabar se limitó a campar entre las nubes, tan ancha, que de la rabia lo cerré  y me la pegué. ¡Qué idiota!. Embarrado y con la cara desencajada, pasaron días, hasta que de nuevo me dejé llevar por una segunda tormenta anunciada en la televisión local. El roce ha hecho el cariño, y ya sabes, ahora somos inseparables, y te aseguro que no te dejamos bien parada.

84. Batallas urbanas

Amanece en la ciudad.

Con ojos vidriosos contemplo incrédula, las calles que ayer mismo lucían impolutas y ordenadas. Todo ha cambiado; una sola noche lo ha transformado todo.

Los parterres, ayer cubiertos de hermosos pensamientos, han sido pisoteados, bolas de serpentinas enredadas con vasos de plástico bailan al compás de la brisa de la aurora.

De cuando en vez sombras oscilantes atraviesan la calle; acá un diablo con el rabo entre las piernas,  allá tres princesas de rimel corrido y acullá un drácula de un solo colmillo.

Yo me apresuro a regresar a casa intentando huir de la luz del sol que irremediablemente, mostrará descarnada  realidad; los despojos de la batalla.

Pronto saldrán las flotillas de limpieza que armadas de carros, mangueras y cepillos, lograrán que a la hora de la misa mayor, todo esté en su sitio.

Y justo en ese momento se producirá el cambio de turno; mientras el ejército de la noche duerme, las tropas diurnas, acicaladas para el vermú, tomaran  las calles del centro.

Y así, la ciudad  comenzará otra batalla, pero esa es ya otra historia.

83. El último llanto de los vencidos (Juanjo Montoliu)

La pala hace un ruido metálico al cargar la tierra. Un sonido que se arrastra, como la misma herramienta por el suelo, y termina en un golpe seco al verter su contenido dentro del foso. Tengo prisa, por lo que apenas dejo pasar unos segundos hasta que vuelvo a repetir la secuencia.

No me gusta mirar los cuerpos que voy cubriendo. Sólo lo hago cuando me llega algún sonido diferente, como el del quejido que se produce al asentar los cadáveres en el suelo. Entonces, paro y escucho, por si me sale algún resucitado de entre los muertos.

No se oye nada más en este amanecer. Quedan muy lejos los gallos y los pájaros de este entierro. Hace tiempo ya que no escucho los lamentos de la tierra al vencer las bóvedas producidas por los cuerpos amontonados. Ya no les queda ese llanto, siquiera, a los que ayer perdieron la batalla.

Empieza a clarear y a mí apenas me restan una docena de paladas. Rasear el terreno. Informar a mi superior de que el trabajo está hecho. Recoger el campamento. Asistir a la misa que dará el capellán para celebrar la victoria.

82. Sorpresa

El ruido ensordecedor y escalofriante del tiroteo había cesado de pronto, como si me hubiera quedado repentinamente sordo. Mi arma seguía humeando mientras trataba de controlar mi cuerpo que se sacudía en fuertes temblores. No podía entender por qué seguía pasando después de tantos años como soldado. Salí de mi guarida para buscar a mi víctima y asegurarla con un merecido balazo en la cabeza. Ya no estaba para juegos. La tierra crujía bajo mis botas al avanzar paso a paso, el calor me sofocaba bajo el uniforme y sin quitar mi ojo de la mira rodeé el destartalado auto desde donde provenía el ataque. Fue entonces donde lo vi. Mi sangre se detuvo en mis venas y mis piernas dejaron de sostener el peso de mi cuerpo cayendo de rodillas. No era un hombre adulto sino un niño el que yacía de espaldas. Respiraba trabajosamente hasta que en un sufrido jadeo dejó de moverse por completo. La metralleta en sus manos mató el último vestigio de inocencia en él, y el certero tiro en su pecho acabó con el resto de fuerza en mí rompiendo a llorar.

81. Algodones rojos (Mercedes Jiménez)

Cuando cae la tarde y las tropas se refugian en las trincheras aguardando el alba, las mujeres podemos bajar al campo a recoger el algodón.  Las más jóvenes nos encargamos de retirar los cuerpos de los surcos para que todos los copos queden a la vista. No podemos dejarnos ninguno atrás, un saco repleto de algodón equivale a un plato caliente para nuestros hijos. Mientras se trabaja, sólo se escucha el temblor de los tallos y, a veces, el gruñido de alguna anciana, que se queja de que la mayoría de algodones están tan salpicados de sangre que no nos sirven.  Casi sin energía, nos movemos entre los bultos de los soldados, removiendo el polvo bajo su peso inerte hasta que la oscuridad nos empuja de vuelta a casa.

Todas las noches, al entrar a ciegas en el dormitorio, pienso en mi marido luchando en el Norte. Y me pregunto si en aquellos campos también crece el algodón.

80. La entrevista (Sara Lew)

—Volviendo al tema de su participación en la guerra, señor Krausser. ¿Por qué no apretó el gatillo en aquel pelotón de fusilamiento? ¿Compasión, miedo, empatía con esa pobre gente…?

—Sí que apreté el gatillo, señorita Steven. Solo se me encasquilló el arma.

—Pero… ¿es usted consciente de que este cambio en su confesión podría suponer la reapertura del juicio que hace más de cincuenta años lo absolvió de crímenes contra la humanidad?

—A esta altura ya no importa, mi estimada jovencita. Soy demasiado viejo para ir a la cárcel. Además, me gustaría que a mi muerte me recordaran como realmente fui.

 

 

78. El secreto de Victoria: la dieta del doctor Wilt Montoya (Mel)

Victoria iba a morir, y con ella sus 132 kilopótamos y las burlas de todos sus conocidos. Renacería como Vicky, en una talla XL que la mimetizase con el resto de fauna urbana.

El doctor Montoya estudia los análisis de sangre, palpa michelín y aprieta lorza. Al final entrega, por 350 euros, la dieta a seguir el próximo mes; además de pasear un par de horas al día y mantener sexo con regularidad. ¡Qué más le gustaría a ella! El doctor sonríe cómplice y le recomienda una tienda.

“Sex shop Montoya, la tienda de las …” allí adquiere un modelo a pilas que resultará ser su único consuelo tras treinta días a base de fruta, verduritas hervidas y pollo a la plancha. Incluso ha llegado a salivar pensando en la zanahoria cruda de media mañana.

El doctor arquea las cejas al comprobar que la báscula marca cinco kilos más. Ella insiste en que ha seguido la dieta a rajatabla, incluso cuando no podía acabarse las 203 galletas de la merienda.

¡Qué bochorno descubrir que eran 2 ó 3 galletas! En fin, el mes que viene lo conseguirá. Sale de la consulta y se encamina al super: debe comprar más pilas.

77. HELL BOYS (Mariángeles Abelli Bonardi)

Casco de vidrio, botas pegadas al traje… no era otro que Johann Krauss. Desde aquel accidente que le había separado el alma y destruido el cuerpo, ese traje permitía a su ectoplasma seguir viviendo entre humanos.

El médium tenía el poder de controlar objetos inanimados y entes muertos, y así lo había hecho con el hada de los dientes y las filas del Ejército Dorado… ¿Por qué estaría allí, misteriosamente tendido?

Soltaron sus pistolas y se fueron acercando… ¿Respiraba? Cómo saberlo, el casco también le cubría el rostro. No recordaban que tuviera un arma, ni que fuera tan macizo y tan grandote. Uno de ellos lo tocó; estaba tibio al tacto. “No se despierta; mejor nos vamos”, les dijo, alejándose, el más receloso, pero los otros niños se burlaron y siguieron revisando hasta encontrar lo que buscaban: la válvula que desinflaba el traje y liberaba la esencia de Johann.

Un segundo después del ¡CLIC!, llegó la explosión. Y las armas de juguete ya no tuvieron dueño.

76. PUNTERÍA (Pulgacroft)

La carta anunciaba el final de la tregua.
Sintió un dolor agudo en el corazón , perdió la fuerza en las manos y el soldado… cayó al suelo abatido.
Nunca pensó que su novia pudiera tener mejor puntería que el enemigo.

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