Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

91. ASÍ FUERON LOS HECHOS (Puri Otero)

Tras la batalla todos eran hermanos, sus padres muertos en la contienda habían luchado por una buena causa.

Todo eran vítores y alabanzas, mientras los buitres borraban todo rastro de lo acaecido  en el lugar.

90. consulta con el geriatra

-¿Qué le pasó, en la mano? – Batallando.

-¿Fue a la guerra? –Sí,  a todas.

-En la del catorce era un crío grande y gordo, no se dieron cuenta que tenía trece años. Viví en las trincheras, con muertos y ratas.

– ¿Ellas lo mordieron?

– ¡No! Cuando terminó me enamoré de una beldad de Murcia,  la seguí. Nos casamos,  pero la guerra fratricida me alejó.  Cuando regresé, todo había desaparecido, enloquecí… Me internaron en un  hospicio.

– ¿Y la mano?

– Me escapé en un barco. Nunca supe  el rumbo, un torpedo nos partió en dos.

-Finalmente…  – ¡No!, fuimos rescatados, y serví en la cocina. Mondé papas en portaviones y submarinos.   Cuando nos enteramos que la guerra había terminado, estábamos sumergidos, silenciosos,  para que no nos captaran.

– ¿Y la mano? – le robamos una botella al comandante y a mí la bebida no me cae…

-¡Acabáramos! Se le cayó la botella, y se cortó.

– ¡Si! Pero fue cuando tenía doce años, ¡qué juerga!, pero se nos olvidó el sacacorchos, rompimos el pico para beberlas, sólo quedaba una, el pico se retobó y me tragó la mitad  de la mano.

-Gracias a esto, no fui a la guerra.

89. El ojo triste del soldado Carter (Barlon)

Cada mañana se despertaba un poco antes que su hermano para deshacerse de las lágrimas de pólvora, y, desde el flanco oculto, proceder a digerir el rostro agrio de la vida. Cada eclipse era casi siempre un trueno, y era fácil dejarse guiar por las huellas afiladas que deja torpemente el morir: palabras en carne viva, gritos lavados en sal, niños sin nombre, nombres sin niños, fantasmas sin propietario…

El día que anunciaron el fin de la guerra, Jason Carter apiló la hoguera del olvido mientras lanzaba con todas sus fuerzas el fusil. Jamás logró encenderla.

Hoy los médicos ni comprenden ni pueden atajar la devastadora ceguera que afecta únicamente al ojo derecho, mientras el izquierdo, sin dioptrías de culpa, todavía hace llorar al antiguo francotirador.

88. La última gran batalla.

Con el pómulo sangrando y la nariz rota me senté sobre la nevera portátil. Miré a mi alrededor y comprobé que todo era mío… nuestro. Hice un recuento de los miembros de la familia; no había ninguna baja. El niño tenía la cara llena de arañazos y no paraba de llorar abrazado por su madre que me miraba sonriendo haciéndome un guiño con el ojo morado. La abuela, con un chichón en la frente, no paraba de escupir por su boca blasfemias inclasificables. El abuelo aún seguía en posición de batalla, agitando su bastón roto y tocándose sus partes con actitud grotesca. A mi lado mi hijo mayor, un gran combatiente, que con mucho orgullo abrió la sombrilla que ponía fin a la última gran batalla por conquistar la primera línea de playa.

87. SILENCIOS (Rafa Olivares)

Temiendo las represalias de los vencedores, Anselmo se echó al monte con su máuser. Conocía la montaña como su propia mano. No había quebrada, peñasco, collado, senda o ribazo que no hubiera pateado de joven cuando, de pastor, buscaba algún cordero extraviado.

Conseguía sustento con trampas para liebres o pájaros y, de vez en vez, bajaba a los huertos de Benixell en busca de verduras, hortalizas o frutas. Los agricultores atendían sus tareas mientras Anselmo, procurando no ser visto, llenaba su zurrón con lo que podía. También se llevó alguna vez una botella de vino, una hogaza de pan o una ristra de chorizos, olvidadas junto al aljibe o a la sombra de una higuera.

Los labriegos nunca comentaron entre ellos nada sobre el del maquis. Tampoco cuando el Jefe Local, acompañado de un Guardia Civil, les visitó preguntando por Anselmo.

En una fría mañana de otoño, su cuerpo inerte llegó a Benixell sobre la grupa de un mulo escoltado. Huellas de disparos se repartían por cara y pecho.

Desde entonces, ningún agricultor volvió a dejar olvidada una botella de vino, una hogaza de pan o una ristra de chorizos junto al aljibe o a la sombra de una higuera.

86. SETENTA Y CUATRO AÑOS DE DUELO

-Yo no estoy en ningún bando, no he participado en ninguna batalla- sus palabras se perdieron entre la orden de “¡Disparen!” y el olor de la pólvora.

Varón, unos treinta años. Se conservan unos antejos dentro de la calavera.

A la derecha: varón, más joven unos veinte años.

A la izquierda: varón de avanzada edad posiblemente manco.

De pie frente a la fosa Juan observaba los restos de aquellos tres hombres. Ahora que lo había conseguido no sentía ninguna rabia, a sus ochenta años hacia tiempo que se había calmado. La rabia la había ido dejando entre los martillazos en el taller y las caricias de su mujer pero lo que sí sintió fue un poco de paz.

Los tres hombres eran vecinos del pueblo. El más joven se había quedado cuidando a madre y hermanas, el mayor era el alcalde y el de los anteojos Pedro, el maestro, el padre de Juan.

Desde la peña sus ojos de niño no pudieron ver mucho. Antes de que los colocasen en el pelotón ya se había tapado los ojos pero recordaba bien el lugar exacto junto a una fosa a la que caían directamente los fusilados.

85. La tormenta

Cuando abrí el paraguas no me imaginé acabar a los pies de tu puerta. Me debatí varias horas entre relámpagos, y una lluvia densa, que me empapó hasta los huesos. La sorpresa fue encontrarme con tu madre. Ya sabía que tú no tenías los pies en el suelo, me dijo. Ya sabía yo que usted era de alturas, le respondí. Y nos enzarzamos en una discusión, de esas tontas, que no tienen ni pies ni cabeza, a la que echas toda la leña al fuego. Me dijo, que yo no te llegaba a los talones. Le dije que había sido mala suegra, por meterse en nuestra vida. Expresé todas esas cosas que duelen, esas que se cuecen ahí dentro, y que aguantas no sabes por qué. Al acabar se limitó a campar entre las nubes, tan ancha, que de la rabia lo cerré  y me la pegué. ¡Qué idiota!. Embarrado y con la cara desencajada, pasaron días, hasta que de nuevo me dejé llevar por una segunda tormenta anunciada en la televisión local. El roce ha hecho el cariño, y ya sabes, ahora somos inseparables, y te aseguro que no te dejamos bien parada.

84. Batallas urbanas

Amanece en la ciudad.

Con ojos vidriosos contemplo incrédula, las calles que ayer mismo lucían impolutas y ordenadas. Todo ha cambiado; una sola noche lo ha transformado todo.

Los parterres, ayer cubiertos de hermosos pensamientos, han sido pisoteados, bolas de serpentinas enredadas con vasos de plástico bailan al compás de la brisa de la aurora.

De cuando en vez sombras oscilantes atraviesan la calle; acá un diablo con el rabo entre las piernas,  allá tres princesas de rimel corrido y acullá un drácula de un solo colmillo.

Yo me apresuro a regresar a casa intentando huir de la luz del sol que irremediablemente, mostrará descarnada  realidad; los despojos de la batalla.

Pronto saldrán las flotillas de limpieza que armadas de carros, mangueras y cepillos, lograrán que a la hora de la misa mayor, todo esté en su sitio.

Y justo en ese momento se producirá el cambio de turno; mientras el ejército de la noche duerme, las tropas diurnas, acicaladas para el vermú, tomaran  las calles del centro.

Y así, la ciudad  comenzará otra batalla, pero esa es ya otra historia.

83. El último llanto de los vencidos (Juanjo Montoliu)

La pala hace un ruido metálico al cargar la tierra. Un sonido que se arrastra, como la misma herramienta por el suelo, y termina en un golpe seco al verter su contenido dentro del foso. Tengo prisa, por lo que apenas dejo pasar unos segundos hasta que vuelvo a repetir la secuencia.

No me gusta mirar los cuerpos que voy cubriendo. Sólo lo hago cuando me llega algún sonido diferente, como el del quejido que se produce al asentar los cadáveres en el suelo. Entonces, paro y escucho, por si me sale algún resucitado de entre los muertos.

No se oye nada más en este amanecer. Quedan muy lejos los gallos y los pájaros de este entierro. Hace tiempo ya que no escucho los lamentos de la tierra al vencer las bóvedas producidas por los cuerpos amontonados. Ya no les queda ese llanto, siquiera, a los que ayer perdieron la batalla.

Empieza a clarear y a mí apenas me restan una docena de paladas. Rasear el terreno. Informar a mi superior de que el trabajo está hecho. Recoger el campamento. Asistir a la misa que dará el capellán para celebrar la victoria.

81. Algodones rojos (Mercedes Jiménez)

Cuando cae la tarde y las tropas se refugian en las trincheras aguardando el alba, las mujeres podemos bajar al campo a recoger el algodón.  Las más jóvenes nos encargamos de retirar los cuerpos de los surcos para que todos los copos queden a la vista. No podemos dejarnos ninguno atrás, un saco repleto de algodón equivale a un plato caliente para nuestros hijos. Mientras se trabaja, sólo se escucha el temblor de los tallos y, a veces, el gruñido de alguna anciana, que se queja de que la mayoría de algodones están tan salpicados de sangre que no nos sirven.  Casi sin energía, nos movemos entre los bultos de los soldados, removiendo el polvo bajo su peso inerte hasta que la oscuridad nos empuja de vuelta a casa.

Todas las noches, al entrar a ciegas en el dormitorio, pienso en mi marido luchando en el Norte. Y me pregunto si en aquellos campos también crece el algodón.

80. La entrevista (Sara Lew)

—Volviendo al tema de su participación en la guerra, señor Krausser. ¿Por qué no apretó el gatillo en aquel pelotón de fusilamiento? ¿Compasión, miedo, empatía con esa pobre gente…?

—Sí que apreté el gatillo, señorita Steven. Solo se me encasquilló el arma.

—Pero… ¿es usted consciente de que este cambio en su confesión podría suponer la reapertura del juicio que hace más de cincuenta años lo absolvió de crímenes contra la humanidad?

—A esta altura ya no importa, mi estimada jovencita. Soy demasiado viejo para ir a la cárcel. Además, me gustaría que a mi muerte me recordaran como realmente fui.

 

 

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