Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

BLANCO Y NEGRO

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en BLANCO Y NEGRO

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán relatos que desarrollen el concepto BLANCO Y NEGRO. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE DICIEMBRE

Relatos

123. NAVEGACIONES

Cogió el libro y lo abrió por la página marcada.

Deslizó los dedos por la hoja y fue degustando la historia: El barco empezaba la singladura con buen tiempo, con una ligera brisa por poniente, y poco a poco la aventura se fue complicando con mala mar.

Se detuvo un momento en la lectura para ajustar las ventanas. Notó la humedad  del aire y los sonidos apagados y lejanos  que llegaban intermitentes a su alcoba.

Se acomodó en la butaca y retomó la historia: El viento arreciaba y el barco amenazó con zozobrar. Grandes olas rompían contra la proa, y en su  habitación la lluvia  caía desmenuzada  en los cristales.

De vez en cuando un relámpago azul y fugaz invadía la estancia.

Leyó hasta que los dedos se le cansaron y los embates del mar en el barco fueron amainando, como la tormenta sobre su caserón.

Se levantó con parsimonia, señaló con la tarjeta la nueva página y depositó el volumen de la Guía Telefónica en el estante.

Fue al pasillo, cogió el abrigo  y el  blanco bastón  y salió a pasear bajo la noche ya calmada.

121. CICLOGÉNESIS (MANU GARPE).

Me gustaría que visualizarais la siguiente escena. Ella está arrodillada, semidesnuda, con la cabeza inclinada hacia el inodoro, con las manos agarradas a sus bordes. Su melena cae lacia, casi tocando el agua sucia. A su lado, tirada en el suelo, una fotografía donde aparece ella, con la mirada perdida, junto a un hombre.

No está sola, en la cama hay alguien, que parece estar dormido, ajeno a la escena del baño. Momentos antes hicieron el amor, o mejor dicho follaron, pues en sus movimientos, en sus caricias, en toda la cópula no hubo ni un solo atisbo de amor. Solo deseo, furia, tormenta de sexo sin tapujos, ciclogénesis explosiva.

Cuando el agotamiento trajo la calma él quedó dormido, mientras ella, tendida boca arriba, todavía miraba al techo pensativa. Unos minutos después se incorporará para ir al baño.

Afuera es noche oscura, sin luna ni estrellas. Los nubarrones que la ennegrecen, más si cabe, descargan con inusitada violencia y un estrépito excesivo la tormenta anunciada hace días.

Todavía en el baño la mujer vomita su angustia, su miedo, dejando sus vísceras vacías de remordimientos.

Ya en calma, mira la fotografía y, tras susurrar entre dientes  algo ininteligible, la hace pedazos.

 

120. El reloj de pared (Marta Trutxuelo)

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Dio cuerda al reloj de pared. Begoña ya había desayunado, se había vestido y estaba lista para salir. Repasó su ritual de cada mañana y se quedó pensativa: carmín, perfume… ¿qué más? Se dirigió a la ventana y su mirada gris se perdió entre las nubes que presagiaban la llegada inminente de la lluvia. Un sonoro timbrazo le sacó de su ensoñación. ¿Quién sería? Se levantó y avanzó hacia la puerta.

 

—¡Qué sorpresa, hijo! ¡No te esperaba!

 

—Pero si hablamos ayer mismo por teléfono… Estás un poco despistada, mamá… No cierres la puerta que ahora sube…

Begoña cerró la puerta. Su hijo se quitó la bufanda y se frotó las manos, ateridas por el frío. Al atravesar el pasillo ella se paró delante del reloj de pared.

—¿Por qué das cuerda a ese viejo reloj? Hace ya meses que no funciona…

 

Volvieron a llamar a la puerta. Un pequeño rostro empapado por la lluvia le sonreía.

 

 —¡Qué niño tan guapo! ¿Cómo te llamas? —dijo Begoña a su nieto con una tierna mirada llena de olvido.

 

 

 

118. Éxodo

Las nubes negras, el viento del sur y ciertos dolores en los huesos de los ancianos pronosticaban lluvias después de muchos años. Ante la certeza mezclada con deseo, el pueblo entero se lanzó a sus calles y se dirigieron a la plaza para esperar. Cada adulto portó un par de cántaros, y los niños, que imitaban a sus mayores sin saber qué les aguardaba, cargaron pequeñas vasijas para recoger ¿agua?, sí agua caída del cielo. Se podría decir que iban a ser testigos de un acontecimiento histórico y, como tal, lo celebraban todos, todos, menos uno: el forastero mudo. El mismo que había envejecido atado al palo de un gallinero y que no acababa de morirse, andaba revuelto. Trataba el enclenque de hacerse entender con balbuceos, utilizando sus últimas energías, pero sin articular una mísera palabra. De esta forma lo contó, entre risas, el granjero que lo cuidaba, antes de que las chanzas de los paisanos le obligasen a amarrarlo en mitad de la plaza para alegrarles la espera. Así, cuando el cielo se abrió y la primera gota abrasó la carita de un querubín, el extraño desplazado, muy aterrado, al fin pudo gritar un poco tarde: «¡Me llamo Noé!».

117. Lo peor de que lleve dos días seguidos sin parar de llover

Lo peor de que lleve dos días seguidos sin parar de llover no es lo mal que funciona el transporte público, continuamente interrumpido por la imprevisión de quienes diseñaron el servicio y el dibujo de la ciudad. Lo peor de que lleve dos días seguidos sin parar de llover no son las coladas arruinadas ni las riadas que te dejan perdidos los zapatos y los bajos de los pantalones.

Ni los coches, que da pena verlos. Ni los continuos resfriados.

Lo peor tampoco es que esto ni siquiera le vaya bien a los campos, como en principio pudiera haber parecido. Lo peor de que lleve dos días seguidos sin parar de llover sangre, cosa que no recuerdo haber dicho antes, son los charlatanes y los iluminados y los falsos profetas quienes, vestidos con sus túnicas de mamarracho, han tomado las plazas para anunciarnos, a voz en cuello (qué pesados son y qué entusiasmados se los ve en sus prédicas y en sus fatales preludios), que el fin del mundo está próximo. Y que sólo arrepintiéndonos de los pecados cometidos lograremos salvar nuestras almas del fuego eterno y, acaso, que deje, de una vez por todas, de llover.

116. EL VIENTO

Los crampones mordían el hielo y la hoja de acero del piolet, al golpear levantaba esquirlas de cristal. La ascensión por la canal no tuvo complicaciones.

Muchos piensan que sólo los locos son felices así.

Salir a cumbre fue enfrentarse cara a cara con ese tiempo del demonio. Las rachas de viento eran muy fuertes. Las máscaras de ventisca se empañaban y el hielo se formaba sobre la ropa.

Ahora sólo había que descender.

-Si Dios quiere, en tres horas estaremos tomando unas cervezas. -Grité.

-Creo que Dios no tiene nada que ver en eso.

-Eres un descreído, cabrón. -Reí.

-Yo sólo creo en el agua que esculpe la tierra, en el sol que vence al frío y en el hielo que rompe la montaña.

Levantó los brazos y en ese momento su cuerpo explotó en una nube de estrellas que el viento se llevó dibujando volutas. Sólo quedó el vacío.

¡Estaba alucinando! Esto sólo podía significar que sin ser consciente de ello, mi cuerpo estaba tendido en el hielo y se estaba congelando. Me estaba muriendo. Decidí continuar el juego de mi mente y bajé hasta el refugio.

Pero no, no era un sueño. Esto ocurrió hace cinco años.

(RELATO FUERA DE CONCURSO POR SER JURADO)

115. Diluvio

Desde el amplio ventanal, el pequeño grupo contempla como la muchedumbre es arrastrada por la corriente mientras siguen lloviendo del cielo mensajes de calma. Observan como a duras penas se mantienen a flote en medio del aguacero, aferrados a sus televisores, que continúan replicando las proclamas de un luminoso paraíso comercial; y se preguntan: ¿habrá más como nosotros en otras bibliotecas?

114. Desahogo emocional, Rosy Val

Después del ansiado toque de campana camina abúlico, con pies pastosos y arrastrando su mochila. Se topa con una formación de hormigas, las observa desganado. Finalmente resopla, y les habla, como confesándose…

“La culpa es de mi madre, y ese maldito mantel que me ha dejado sin propina, ¡con lo bien que salía el colacao en el de los chinos! Luego, con Susana en el bus, ¡se creerá, la muy tonta, que me importa que se siente con el imbécil ese del pelo rojo! Más tarde, la seño, histérica perdida… “a copiar cien veces, ¡las papeleras no se caen sin querer por la ventana!”. Y para rematar, en el recreo, con el  gilipollas gordinflón del Miguelón… “no puedo evitarlo, niñato, me pirran los bocatas de tu madre”.

Observa un cielo inquieto por la ventana de su habitación. Los truenos le aterran. Se quita las zapatillas del 37 y con una retorcida sonrisa mira sus suelas pringosas… “que se enteren todos de una puta vez quién es el más atrevido y el más fuerte”, masculla antes de caer rendido debajo de la cama.

113. Estudio (Ernesto Ortega)

A partir de 1977 los meteorólogos estadounidenses comenzaron a denominar a los huracanes con nombres masculinos, en lugar de utilizar únicamente términos femeninos como se venía haciendo hasta entonces. Tras más de tres décadas de estudios y análisis, el departamento de estadística ha podido comprobar que los efectos producidos por Amanda, Bárbara o Carmen no son ni más ni menos devastadores que los generados por Douglas, Eddy o Félix. Sin embargo, también hay datos que confirman que, pese a todo, Gilda, Hilary o Irene siempre acaban provocando, en el corazón de la población masculina de la costa Este, una extraña sensación de melancolía que se alarga durante varias semanas.

112. Pregúntale a Kitty

En época de tormenta el frío, la lluvia y el tedio reinaban sobre La Tierra. Las gentes usaban gorros, bufandas, abrigos, guantes y gruesas botas que les aislaban del triste mundo exterior. Por eso, cuando el sol brilló por fin, no supieron qué hacer. Nadie sabía qué hacer. Podríamos preguntarle a la maestra, sugirió una niña a su padre. Pero la señorita Kitty no halló solución alguna en los libros escolares. El cura leyó un pasaje de La Biblia según el cual vendría lo que estuviera por venir, y la alcaldesa comprobó en el libro de actas que cuando asumió el mando ya era época de tormenta. Desilusionados por no encontrar respuesta (y sentir un hambre atroz), decidieron ir a casa de los abuelos quienes, enterados de sus preocupaciones, les explicaron que en tiempos de sol brillante las gentes se preguntaban por lo que hacían en época de tormenta, y en la de tormenta, por qué hacer en la de sol brillante, en lugar de disfrutar de las maravillas que nos rodean. Padre e hija se abrazaron, bailaron, se engarzaron margaritas en el pelo y lucieron desde entonces sonrisas tan grandes como los cruasanes que los abuelos prepararon para desayunar.

111. Primer mundo

Siempre que llueve, el recién llegado sale a la calle. Antes de que el cielo desparrame el chaparrón, suele acercarse a la ventana y goza viendo cómo unas nubes se arriman a otras,  haciéndose una enorme y gris. Es entonces cuando toma su paraguas y abandona su techo durante un buen rato. Lo primero que hace es mirar al cielo y dejar que el agua golpee sus pómulos oscuros, como si fueran  lágrimas desorientadas que poco a poco van calando su ropa.  Y cuando siente que todo su cuerpo resbala y sus músculos están deseosos, abre el paraguas, lo pone del revés y permanece inmóvil mientras se va llenando y las raquíticas varillas tiemblan. Una vez que el agua rebosa las puntas, lo vacía en el árbol que tiene más cerca. Luego, vuelve a su casa, coge un puñado de paraguas envueltos en plástico y se resguarda, sonriente, bajo cualquier voladizo.

110. CUENTO DE VERANO

 

Yo había visto muchas escenas de película en que el chico besa a la chica aprovechando una tormenta. Están por el campo, estalla el cielo en tromba y corren a buscar donde meterse. Siempre encuentran una gruta o una cabaña abandonada, y la chica cae en sus brazos, aprovechado la laxitud del encontrarse a salvo mientras afuera las furias se enseñorean del mundo. Pero a mí con Paquita no me pasaba. Paseábamos, salíamos de merienda, nos sentábamos a hablar de nuestras ciudades respectivas, pero no caía ni una maldita gota. Yo miraba al cielo y me hacía ilusiones en cuanto unos cúmulos se aborregaban un poco y tomaban cierto tono oscuro. Pero, al poco el aire los deshacía en guedejas que se desparramaban como vilanos por el cielo inmenso. Ese verano no hubo ni una sola tormenta. Ni los más viejos recordaban cosa parecida. Así es que se acercaba septiembre y ya me veía, de regreso a las clases, con la nostalgia de lo no vivido pesándome en el alma. Menos mal que, el último domingo, pusieron en el cine “El hombre tranquilo” y la escena del aguacero nos pilló guarecidos muy al fondo del patio de butacas.

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