Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

QUIJOTERÍAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en QUIJOTERÍAS

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 Comenzamos nuestro 15º AÑO de concurso. Este año hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores, y el tercero serán QUIJOTERÍAS Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 DE MAYO

Relatos

62. No son lo que parecen (María Rojas)

 

En el fondo del jardín, bajo las pomarrosas, habitan bestias insomnes, que sin ningún recato miden el espacio que hay entre mis ojos. Monstruos aletosos de suspiros roncos que me meten en borondos que no me llevan a ninguna parte.  Bestias de bocas impías, que juegan a repiquetear cosquillas orgiásticas en las noches en las que solo tengo ganas de dormir. Mis monstruos, ya sin dientes, siguen allí, en el fondo del jardín, bajo las pomarrosas.

 

 

 

 

 

61. Reina y caballero (Blanca Oteiza)

«Parece que hoy no va a llover» comento mientras doy al botón del ascensor. Me entretengo mirando sus zapatos, bien lustrados como cada mañana. Traje impoluto y camisa a juego con la corbata. En su trabajo tiene que dar imagen de seriedad, de aburrido solterón cercano a los cincuenta.

Nos despedimos al llegar a la calle. Una sonrisa asoma a mis labios y comienzo a tararear al ritmo de la noche festiva, recordando el espectáculo del sábado en la despedida de soltero de mi amigo Luis. Todavía sigue viva la imagen en mi retina del traje rojo ajustado de la Drag Queen, con sus botas de tacones de diva y su peluca rubia. Sobre todo, lo que no puedo borrar de la cabeza, es la cara de mi vecino cuando se quitó la peluca tras el espectáculo y vio mi sorpresa.

60 La desaparición de Aitana (Juana Mª Igarreta)

Aquella apacible tarde otoñal el parque rezumaba algarabía. Los niños se disputaban los columpios como una camada de gatitos las mamas de su madre. Seguir los movimientos de cada pequeño tras el velo cegador del sol a la altura de los ojos era una auténtica proeza visual.

La desaparición de Aitana fue fruto de la habilidad de unas manos que, actuando al dictado de unos ojos vigilantes de otros ojos, los de la madre de la niña, se hicieron con la presa en unos fatales segundos de distracción. No fue casual que fuera Aitana la elegida: sus gritos imposibles la hacían más vulnerable.

Si el espejo del armario de luna del piso alquilado de Palmira  pudiera poner palabras a los reflejos devueltos desde su pátina de azogue, hablaría de dos imágenes: la primera, de una mujer morena de planta erguida y  atractiva madurez; la segunda, de una afable anciana de cabello plateado que se pasa horas frente al armario practicando el lenguaje de signos. Dos aspectos para una misma mirada; y en el fondo de la misma, el obsesivo anhelo de ser madre.

59. Ciencia aplicada

Nunca pensé que aquel curso de grafología me sería tan útil. Porque su escritura trasluce siempre la verdad, por más que ella disimule con tanta perfección al escoger las palabras que me escribe. Desde la primera respuesta estuvo claro: “gracias por los piropos”, decía, y también “lo nuestro es imposible”. Pero el trazo de la pe de “imposible” indicaba pasión. Quedó así inaugurado nuestro lenguaje secreto: alegaba sus obligaciones y su marido, y el oleaje de esa eme decía sálvame del naufragio. Después se volvió más escueta. Se sentía vigilada, sin duda. Pero la zeta de “déjame en paz” rezumaba deseo. Esta noche iré a rescatarla. He recibido ya la señal definitiva, en esa jota temblorosa, inclinada hacia mí, con la que escribe “orden de alejamiento”.

58. Gestos (Gemma Llauradó)

Los llaman pequeños gestos. Una palabra en el momento oportuno, una caricia, una mirada afable, un gesto amable… ¡Quizás una sonrisa! Pero en ella, los señas discretas y amables nunca son las que aparentan ser.

Un gesto inoportuno podría delatar su verdadera personalidad disfrazada de persona bondadosa, compasiva, magnánima y seductora… Ella lo sabe bien. No se equivoca. Conforma cada gestualidad, sintetizando el tiempo de exposición para no ser desenmascarada. Transmite y seduce a la vez. Juega al escondite sin ocultarse.

Sus gestos se adaptan a su camaleónica personalidad, modifican su emoción real, ocultan la verdadera identidad de su discurso. En consonancia, modera la voz, el tono y acompaña a partes iguales su expresión facial y su lenguaje corporal. Es espontánea y rápida. Ejerce con total normalidad su disimulo estético bañado de cortesía. Sólo ella conoce la verdad, lo que encubre tras la sonrisa amable y el gesto oportuno, lleno de engaño.

Una vez más, ella abre la puerta, saluda estrechando su mano mientras regala una amable sonrisa a su próxima víctima.

57. El miedo es el mensaje (Javier Igarreta)

Su prestigio en el ámbito del diseño publicitario era indiscutible. Sin embargo algunos colegas le achacaban una falta del aire canalla, tan característico de las tendencias en boga. En un rasgo de generosidad, lo atribuían a su talante bonachón. Él se mantenía al margen, aunque consciente de haber llegado a un punto de inflexión. Cada vez añoraba más sus comienzos y necesitaba rememorarlos. Entonces se entregaba a la pura inercia de dibujar, y sin ningún planteamiento previo se dejaba llevar. Su mano se movía sobre el papel a merced de impulsos aleatorios. Le encantaba cómo sutiles grafismos competían con rotundas sombras. El resultado era impredecible.

Pero aquella noche fue diferente. Una fuerza desconocida guiaba su mano y con trazos violentos y amenazantes dibujaba poco a poco el perfil de algo siniestro. Sintió miedo. A duras penas pudo parar, arrancó la hoja, la hizo añicos y los bajó al contenedor.

Regresó a casa sin mirar atrás. Le costó relajarse y conciliar el sueño. De madrugada, le despertó el inusual ajetreo callejero. Al parecer, un coche patrulla había detectado algo al pasar. Alumbrados por las linternas,  los perros rebuscaban como posesos en torno a la basura. Nadie sabía qué.

56. La hermosa diabla

Las llamas de la ira desgarraban su cuerpo. Con pasos vacilantes se acercaba a la ventana, desde donde se podía ver aquella ciudad cruel. El sol brillaba alto en el suelo, bañaba las calles traicioneras con su calor, mientras el viento frío azotaba la casa en la colina donde se había refugiado. Los amigos, sus amigos, caminaban deprisa, como meras cucarachas sobre el asfalto ardiente, buscando algo en que invertir su tiempo.

Una nueva víctima, le gustaría pensar. Porque, aquello significaría que habían terminado con ella. La habían desechado como una cosa inútil y usada, después de exprimirla hasta la última gota.

La puerta de la habitación se abrió, dejando entrar a aquella hermosa que la había cegado. La joven sonreía, su sonrisa mostraba todos sus dientes perlados; mientras extendía una mano en su dirección. Levantó la mirada, solo un poco, hasta llegar a sus ojos, negros como la noche más oscuras; tan negros como el alma que habitaba aquel cuerpo hermoso.

¿Cómo no la había visto antes? La podredumbre que exudaba de todos sus poros. Solo un poco, antes de entregarle la vida sin pensar, sin vacilar. Se rindió, fue hacia ella, volviendo a someterse.

55. Postura misionera

Después de santiguarse, hace ademán de acomodar sus rizos tras la oreja. Se frena, agarra la maleta y camina en dirección contraria al altar. Ahora que don Damián ha muerto ya nada la retiene. Cuidó de ella desde que la encontró en el confesionario dormida en un capacho. “Todos cargamos con la culpa, hija mía —le decía siempre—, pero es mejor no mostrarla”. Y, porque lo amaba, se dejaba el pelo suelto.

De la iglesia al autobús hay poca distancia, pero el equipaje pesa demasiado. Será por el misal que se lleva. En el salmo 40, una frase subrayada: Dichoso el que reconforta al desvalido; en el día aciago lo pondrá a salvo el Señor. A eso quiere dedicarse: a aliviar a los necesitados. Además, disfruta entregándose al prójimo. Ha oído hablar de un lugar propicio. Y hacia allí se dirige.

Insolente, una mujer la observa desde la puerta a la que acaba de llamar. Palpa sus pechos: “Firmes y generosos”. “¿Cuál es tu nombre?”, pregunta. “Me llamo Virtudes” La madama se ríe: “Habrá que cambiártelo. ¿Qué tal Salomé?”. Y Salomé, redimida, deja a la vista el piquito que ha heredado en el borde de su oreja.

54. Epílogo

Mientras Stephan Psmithie hilvanaba las pistas falsas que el inspector Renoir iría desmontando, se le derramó una taza de chocolate entre las páginas 251 y 262. El ayudante del inspector, el doctor Bernard, diabético desde su aparición en el segundo capítulo, quedó empapado por el líquido que, además, estaba endulzado con unos terrones de azúcar. Falleció al poco tiempo por un exceso de glucosa en sangre. Psmithie quiso limpiar las huellas de su desliz. Primero con un trapo, lo que resultó inútil, y después dando una vuelta de tuerca a la trama. A expensas de ser poco original, intentó culpar al mayordomo del delito. No obstante Renoir había sido informado del incidente por mí. Sé que un narrador objetivo no debe entablar conversaciones con los personajes, pero habría sido imperdonable que mis silencios ocultasen al culpable. Con la ayuda de unos agentes, nuestro escritor fue arrestado y metido dentro de su novela, juzgado entre las páginas 350 y 389, condenado a la horca en la 393 y ejecutado en la 401. Cuando comenzamos a descubrir las consecuencias de nuestros actos, ya fue tarde. Todas las hojas quedaron en blanco y desaparecimos para siempre. Igual que este epílogo que nunca existió.

53. Catarsis

Entré en una profunda crisis cuando perdí a mi familia. Me pareció encontrarme al final de un camino cuyo origen no recordaba. Nunca hasta entonces me había preguntado sobre tantas cosas. Sobre la muerte, como horrible quimera, o castigo supremo. La muerte como viejo trilero, escamoteando en un instante la presencia de lo que antes la tenía. Sobre el dolor por la pérdida de lo irreparable: el dolor sin consuelo posible, como herida perenne. Sobre el odio y el amor; tan lejanos y próximos, dispares como polos opuestos, en constante atracción. Sobre lo engañosa que podía ser la existencia.

Pero más que nada me obsesionaba la idea de la familia y sus lazos invisibles, sus prebendas y servidumbres. Y me acuciaba, hasta torturarme, la imagen de los míos aquella noche, con sus cuerpos dormidos bajo las sábanas, tan vulnerables ante la mano ejecutora.

También estaba aquel sonido de fondo, sucediéndose en cadena, incansablemente: el ruido del cristal de la ventana; el clic de la luz de nuestra mesita; el murmullo confuso de los niños arriba, en intempestivo despertar; el crujir de unos pasos por la escalera…; el tono gélido de mi voz diciendo «No temáis nada, que soy yo».

52. Discrepancias

Otra vez con la misma cantinela. Que es nuestro salvador. Que si él todo lo ve y vela por nosotros… Que con él se vivía mejor, que nadie les obligó a que se marcharan fuera. Que si con él había más seguridad en las calles y no existía el paro.… Que nacieron para eso. Que son nuestra cultura. Que como tienen la piel muy dura, pues no sufren. Que si no, se extinguirían… 

¡Me pone de los nervios!¡Hasta el mismísimo gorro de escuchar tantas tonterías y disparates!

¡No soporto que me hable de Dios, tampoco del tal Franco ese, mucho menos que defienda las corridas de toros! 

Pero al rato se me pasa y aunque diga cosas que no comparto, ella es la persona que más admiro. Yo la he visto recoger perritos de la calle. Llevarse a casa una paloma herida y curarla hasta que salía volando. Hacerle bocadillos al mendigo que pedía en nuestra calle y regalarle caramelos a los chicos del barrio. Crió a siete hijos y cuidó de mí cuando mamá se fue. Siempre estuvo ahí,  incondicionalmente: mi abuela.

51. La función Paloma Hidalgo

Mi cuñado llegó el último. Tras saludarme, ocupó el hueco que le hicieron los congregados alrededor de la cama del moribundo, en la cabecera, y acarició la mejilla de su hermano con aflicción. La doctora de paliativos entró en la habitación, y tras ella, un enfermero y el aparato para la sedación con morfina. Me levanté del sillón. Tras comunicarme que la situación de mi marido era irreversible, me explicó el funcionamiento, que escuché consternado. Cuando nos quedamos solos empezó la función. Mi sobrina, un cardo redomado, corrió a besarme. Su madre, siempre ignorándome en las comidas familiares, me puso la mano en el hombro. Siguieron los abrazos huecos de mis cuñados, idénticos a los que me dieron el día que nos casamos, y el cínico pésame de sus mujeres. Solo el más joven de mis sobrinos mantuvo su actitud hostil hacia mí. Me alegré de haber convencido a mi Juan de que su autenticidad merecía aquellas migajas del testamento en el que me lega el resto de su colosal fortuna, y seguí mostrándome roto, devastado, inconsolable, como todas las otras veces que me he quedado viudo, sintiendo por dentro la efervescencia de saberme rico otra vez.

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