Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

NEPAKARTOJAMA

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en el tema que te proponemos

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2024 Este año, la inspiración llega a través de conceptos curiosos de otras lenguas del mundo. El tema de esta última propuesta es el concepto lituano NEPAKARTOJAMA, o ese momento irrepetible. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
Esta convocatoria finalizará el próximo
31 de DICIEMBRE

Relatos

67. De quita y pon

En contra de todo lo que se pueda suponer, el hombre de hojalata no le está muy agradecido al mago de Oz, que digamos. Eso de ponerle un reloj de cuerda como corazón será muy romántico pero no es sano, y con lo olvidadizo que es, ya lleva vaya usted a saber cuántos  infartos. Que se cansa mucho y sufre por todo, dice, cosa que antes no sucedía, así que ha decidido quitárselo del pecho y usarlo como simple reloj de bolsillo, y el corazón para quien lo quiera, que al final no es más que una fuente de pesadumbres y disgustos, dice. Y tiene razón, a santo de qué esos engranajes retumbándole por dentro, esos sobresaltos de amor y esas arritmias si no es más que una lata donde cualquier sardina o galleta se alojaría de lo más feliz. En cualquier caso, siempre le queda la posibilidad de volvérselo a poner, es lo que tiene haber ido a ver al mago; qué más quisiéramos los demás hacer lo mismo y sacarnos el corazón cuando nos duele.

66. EL BUEN HIJO

La displicente perplejidad de mi madre no ayudó. Se empeñaba en compararnos cuando éramos todo lo diferentes que pueden ser dos hermanos. Él acertaba casi siempre y yo erraba con facilidad.

—Cuando naciste, no rompías a llorar y casi me da un infarto —dijo un día mi madre—. Luego, me provocaste jaqueca con tanto lloriqueo.

Yo sentía hacia Jack un odio triste y culpable y añoraba una vida más fácil, en la que tuviéramos algún parecido. Mientras él estudiaba o trabajaba, yo vagueaba o trapicheaba. Mientras él cultivaba amistades y formaba una familia, yo me rodeaba de degenerados y mujeres sórdidas.

Una mañana de resaca, me despertó una llamada. Era mi madre.

—Tu hermano está malo —me dijo.

—¿Malo de qué? —pregunté. Y se echó a llorar.

Las crisis nerviosas de mi madre se agravaron y me vi obligado a pasar más tiempo en casa. Acompañaba a Jack a pruebas y revisiones. Comenzó a hacer tonterías porque el tumor afectaba al comportamiento y debía vigilarle. Durante un tiempo pareció un auténtico gilipollas y luego se deprimió. Me recordaba un poco a mí, con ese toque de lúgubre montaña rusa. Con esa forma tan nuestra de sentirnos muertos por dentro.

65. EL RELOJ DE BOLSILLO (J.A. iGLESIAS)

Acariciaba su reloj de bolsillo, Antonio recordaba lo que su padre le contaba cientos de veces durante su vida.

«El día que naciste» le decía, «dejé a tu lado, sobre la cuna, este reloj tal y como hizo mi abuelo con mi padre y este conmigo» y siempre acababa con esta coletilla «Recuerda siempre hijo mío, que el tiempo nunca se detiene».

Frente a su cuerpo sin vida, aún joven, pensaba en el nexo  de unión tan especial entre ambos, él era su héroe, un sabio, todo lo que decía tenía sentido, hasta ese momento. Cuan equivocado estaba, el tiempo se había detenido para siempre.

Sacó el reloj de su bolsillo y lo guardo en el cajón de su mesilla, por primera vez en su vida.

Un año después a  Antonio la vida le hizo su mejor regalo, su primer hijo. Cuando lo tuvo en su regazo entendió el mensaje de su padre que trascendía por generaciones.

Salió corriendo del hospital materno, volvió jadeante poco después, sacó  el reloj de bolsillo, le dio cuerda y lo deposito sobre la cuna, junto a su hijo mientras decía » recuerda hijo mío que el tiempo nunca se detiene»

64. Fuera de servicio (Anna Jorba Ricart)

En el cajón de mi mesita encontré los relojes abandonados y que han sido sustituidos por otro moderno al que ya no hay que dar cuerda. Al verlos amontonados sin vida eché de menos el movimiento de sus manecillas en sus giros acompasados y la cadencia, a la par, de aquel ligero sonido, de aquel suave tic tac que en el silencio se escuchaba. Me entró nostalgia por los recuerdos que en su tiempo marcaron. Tiempo caduco, tiempo de juventud, de idilios, de felicidad y de vida plena. 

Ahora llevo un reloj que me han regalado, cuadrado de pantalla negra, que al apretar un botón salen unos números luminosos que marcan la hora. Como diría Jarabe de Palo:  “Tiempo es una palabra, que se enciende y que se apaga…”. 

Dicen que es “inteligente”.

Será porque comprende mi vida actual: una estancia en un cuadrilátero donde al amanecer despierto con una ráfaga de luz que asoma por la persiana, que se desvanece al instante mostrando de nuevo mi realidad en negro.

 

63. INSTRUCCIONES PARA QUE TE DEN CUERDA, RELOJ (Belén Sáenz)

Has de saber que tienes potestad para disparar tus saetas y clavar tus agujas. Ellos se empeñan tiernamente en llamarlas manecillas y ya no es necesario que los sorprendas a destiempo. Mira, hace algunas décadas aún esperaban que sus criaturas hicieran la Primera Comunión para permitir el abrazo de tu pecho metálico contra su piel y solo les era permitido pintarrajearse una esfera y una correa con bolígrafo o decir entre risas: «son las carne y hueso». El apocalipsis digital tampoco les ha librado de tu fría vigilancia de monóculo, de las riendas que les frenan el pulso. Siempre te están perdonando la descortesía cuando atrasas y la impertinencia cuando te adelantas. Y así te has ido convirtiendo en un dios a imagen y semejanza de aquel a quien creías estar sirviendo. En el emperador del tiempo. Un ídolo al que los humanos dotan de un corazón de rubí y ofrendan su vida medida por fracciones. Podrás exigirles todos los instantes que se te antojen y ello no debe apesadumbrarte, porque ellos prefieren el engaño a la hora de postrarse ante pies ajenos y saben a ciencia cierta que no estás hecho más que de ruedecillas y engranajes.

62. AQUELLOS TIEMPOS (Alicia Alguacil Agudo)

Estaba en la entrada de la casa en un alargado armario de cristal. Se veía su bonita esfera pintada con motivos florales y unas grandes agujas doradas. En la parte inferior del cristal, veíamos dos grandes pesas doradas que mi padre diariamente colocaba arriba para su buen funcionamiento.

Crecimos con su tic-tac, y no le prestábamos la más mínima atención, hasta que empezamos a salir como niñas adolescentes, entonces nuestra visión cambió y empezamos a verlo como nuestro enemigo, el que nos delataba si llegamos más tarde de lo permitido. Mi padre serio, señalaba los minutos que llegábamos tarde, que a veces eran demasiados y motivo de castigo. Así empezó nuestro odio a ese bonito reloj de pared.

No recuerdo quién fue, solo recuerdo que faltaba una pesa y hubo  castigo para todas durante el verano. Aún hoy no la hemos encontrado, pero desde entonces llegamos siempre pronto. Él  se paró a las 10 horas.

61. “In crescendo”

Crecí en una familia en la que, cada vez que nacía un niño, mi padre nos regalaba un reloj que se guardaba en un cajón hasta que tuviéramos edad de llevarlo. Ya éramos siete, cuando el mayor comenzó a usarlo y nos contó que todos eran iguales y llevaban grabado en su parte posterior un número por orden de nacimiento.

Poco tiempo después, unos golpes secos me despertaron de la siesta y vi a mi madre en el patio machacando con un martillo un montón de relojes; no supe cuántos pues aún no sabía contar. Asustado fui corriendo a nuestro cajón y me alivió comprobar que los nuestros seguían en su sitio.

No sé si será necesario aclarar que ya no hubo más hermanos.

59 MEMORIES

Palmira, su pequeña hija, siempre está pendiente del reloj que cuelga de la garita, en la que su padre pasa las horas muertas, para ver pasar los trenes. Surgen desde el norte, aparecen por el sur, unos repletos de mercancías, otros con siluetas de vaho pegadas al cristal de sus ventanas. Trenes que recorren la comarca cargados de fantasmas cada día, cada mes, todos los años.

La casa del guardagujas descansa en un valle entre montañas tan empinadas que muy pocos arbustos consiguen remontar a duras penas.

Cuando el guardagujas escucha el crujir de los raíles, arrastra los pies, soportando el peso del dolor y de los años hasta el cambio. Le sigue su mujer, también mayor, y entre ambos enhebran de memoria la dirección de cada tren mientras escuchan el lamento tenaz de su silbato.

 

Después, al regresar, vuelven a sentirla, el gélido remolino con el que se manifiesta en cada habitación y la ven, otra vez cruzar aquellas vías a destiempo detrás de un pájaro, un conejo, una pelota, no recuerdan muy bien después de tanto tiempo. Y desde entonces siguen esperando al tren que la lleve a su destino y puedan, por fin ellos, abandonar aquel exilio.

 

60. HORARIOS DE LOCURA

No podía imaginar, cuando se casó, que su matrimonio fracasaría debido a la pasión desmedida de su marido por los relojes. Además de poseer una magnífica colección de las mejores marcas, tenía una obsesión enfermiza por la puntualidad. Para organizar la vida en común, lo primero que hizo fue fijar los horarios, si no se cumplían, se enfadaba, no daba ni un minuto de cortesía. A ella, acostumbrada como estaba a comer cuando tenía hambre y a dormir cuando tenía sueño, tanta disciplina la desquiciaba. Por las noches, se le repetía siempre la misma pesadilla: Un ejército de manecillas de idéntico tamaño y color corría enfurecido tras ella mientras entonaba, al son de música militar, un tic-tac atronador. Despertaba con un sobresalto justo en el momento en el que su cabeza estallaba.

Temiendo caer en la locura, un día, reunió a todos los relojes de casa y, sin mediar palabra, los destrozó, los dejó convertidos en un montón de chatarra.  Después, en un plis plas, como por arte de magia, desapareció.

Un año después, los dos han conseguido rehacer nuevamente sus vidas gracias al tiempo… que todo lo cura.

57. MECANISMOS INCREÍBLES (A. Barceló)

Los conocimientos que el hermano Andrew atesoraba sobre los usos medicinales de las plantas eran una bendición del Señor para aliviar las dolencias de toda la congregación, por eso, el Abad le liberaba frecuentemente de sus obligaciones para que pudiese ir en busca de sus hierbas.

En una de sus salidas, Andrew se afanaba por encontrar una rara clase de cardo, muy efectivo en el tratamiento de problemas hepáticos, cuando observó un intenso reflejo. Al acercarse al lugar del que provenía, descubrió un extraño brazalete que llevaba adosado un complejísimo mecanismo. Consciente de lo extraordinario del hallazgo, el religioso se persignó pensando que aquello podía ser una prueba irrefutable de la existencia de Dios.

Escondido tras unos matorrales, el Capitán Paley maldecía su suerte por no haber tenido tiempo de encontrar el reloj que acaba de perder, tras una aparatosa caída, antes que aquel puñetero monje.

Meses más tarde, Paley no podía dar crédito a que aquel objeto se encontrase catalogado como misterioso oopart de dudosa procedencia y se mostrase expuesto sin mayores repercusiones en un museo de poca monta. ¿Cómo podía haber quedado anulada una prueba tan comprometedora sin necesidad de volver a viajar en el tiempo para recuperarla?

56. PEQUEÑECES DE LA VIDA

Cada jueves por la tarde durante la toma de nuestro café, la tertulia del día no podía faltar. Hablábamos de desde literatura hasta los sucesos más truculentos acaecidos como el crimen que sucedió en la calle Fuencarral. Era una época en la que los personajes más variopintos acudían a las tertulias en el café. Era acogedor y la comodidad de sus mesas de mármol nos permitían en ocasiones escribir nuestro propio argumento sobre las tertulias.

Madame Pimentón, también fue motivo de burlas y corrillos por gente de la farándula por su asiduidad a los cafés de la periferia de la época. Incluso hubo quien la advirtió, pero no daba importancia a las habladurías. Cómo pasa el tiempo, el reloj no cesa en su avance, cruel e implacable. Recuerdo que Andrés, mi hermano se llegó a enamorar de la Madame y tuvo algún que otro altercado.

¡Qué tiempos! Cuando eramos niños pasábamos las tardes de invierno jugando con papá al juego del pañuelo, (remienda, remienda, que tiene esta prenda) mamá se partía de risa y Andrés se enfadaba si no lograba adivinarlo. Ahora, daría lo que fuera por parar el maldito reloj; con 92 años, la soledad es abrumadora.

Nuestras publicaciones