Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

ANIMALES

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en ANIMALES

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 Comenzamos nuestro 15º AÑO de concurso. Este año hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores, y el 5º de este año serán LOS ANIMALES. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 de AGOSTO

Relatos

38. Floración (Josep Maria Arnau)

Planté las margaritas en una zona abandonada del jardín de aquel traidor. A escondidas, en Berlín todo funcionaba así.

Lo hice con sumo cuidado, alineadas en surcos que formaban dos triángulos precisos. Mi madre me había enseñado a dibujar la figura cuando era niño. Lo hice por ella. Él la había denunciado por despecho y sin dar la cara. No tuvo la oportunidad de huir.

La espera fue larga, pero las cuidé y al final llegó el momento. Las SS lo detuvieron después de inspeccionar el jardín. Era fácil darse cuenta, aquellas flores blancas estaban dispuestas dibujando la estrella de David. Mi llamada había sido anónima, estábamos en Berlín.

37. Epílogo de un viejo lector

Ya apenas habla. Pasa las mañanas hundido en una silla de ruedas, delante de un aparato muy ruidoso, y las noches en su cama de la residencia, donde alguna vez le viene el recuerdo de aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo, aunque no está seguro de lo del pelotón de fusilamiento; o recuerda que un verano estuvo en un lugar de La Mancha, de cuyo nombre quiere desesperadamente acordarse, pero no se acuerda; o le parece que en una ocasión le dijo a su jefe, el director del banco, que preferiría no hacerlo, pero no sabe si al final lo hizo, lo hicieron; y hoy, que hay dulces y guirnaldas y les han puesto un gorrito porque es Nochebuena, tiene una vaga memoria del espíritu de las navidades pasadas: un ser vestido de blanco que repitió varias veces un apellido alemán que ha olvidado del todo. Y por fortuna, también ha olvidado cómo desde entonces las semanas se encadenaron a las confusiones, los meses a la desorientación, los años al pantano donde realidad y ficción se revuelcan juntas en un mismo fango de desmemoria y silencio, el horror, el horror.

 

36. GESTOS (Belén Sáenz)

Sin mediar palabra le obligamos a salir de la garita, que ya nunca abandonaba desde que le nombraron capataz, y fuimos a sentarnos en el cuarto de los obreros. A él le señalamos una silla que estaba arrimada a la pared, para que no tuviera escapatoria. La estufa de butano apenas aliviaba la humedad, pero aportaba una luz rojiza que nos iluminaba los rostros. El Extremeño estaba nervioso; no paraba de manosear lo que llevaba en el bolsillo. Tomás fue el encargado de abordar el asunto. Su tartamudez no sería un obstáculo, ya que habíamos acordado limitarnos a los ojos y los gestos. Nos conocíamos todos desde la mili y empezamos juntos a trabajar en la fábrica. Luego nos había distanciado el ascenso de Julián, pero nos enteramos de que le andaba hundiendo los hombros un atolladero de timbas y apuestas. No lo mencionamos porque no queríamos hacer leña del árbol caído. A mi señal, el Extremeño le entregó un sobre con el dinero que habíamos reunido entre todos. Lo recibió con manos temblorosas y a los cuatro se nos llenaron los ojos de lágrimas, pero digo yo que sería por el humo de los pitillos que estábamos fumando.

35. SOSPECHOSOS EN QUIEBRA

Trabajaba en el control de acceso al Consistorio Municipal. Al comprobar el DNI, por alguna extraña fantasía, deducía cual era la fecha de su deceso. Aquella anécdota se convirtió en rumor. Ahora, en caracola, rodean el edificio. Esos desconocidos ya no van al Ayuntamiento a cumplir con su burocracia, solo quieren poner en orden su vida.

Me despidieron por aliviar las miserias ajenas.

Ahora, cumplo condena por algunos suicidios imprudentes que no supieron gestionar su ego entre unos barrotes de carne y hueso.

Pero, dime, ¿tú, cuándo naciste?

34. DOS TAZAS DE TÉ (Mariángeles Abelli Bonardi)

El síndrome de rubéola congénita lo hacía esclavo de su silencio. Apareció un día pidiendo «Pan», pidiendo «Té», las únicas palabras que podía pronunciar… Por su documento, que mostró a mamá, supimos su nombre y edad, y más adelante, al verlo limpio y afeitado, intuimos que dormía en un albergue.

Con él aprendimos a dar, a darnos… Cada vez que tocaba el timbre, alguno de nosotros recibía la taza, hervía el agua, cortaba el pan, y formaba parte de ese rito del té que nutría el alma sin dejar de quitar el hambre.

Hace poco, visitando a mamá, lo crucé en la puerta de calle. «El mudo» está flaco y canoso, ya no le quedan dientes…  Le llamó la atención que me fuera, y mamá le explicó que «soy grande», que ya me iba a mi casa… «¡Ah…!», exclamó formando un techito con las manos, y en esa interjección cupieron todas las palabras y el cariño del mundo.

33. Sin sombrero (Alberto BF)

Maruja siempre tuvo un don para la pintura. En sus continuos vaivenes por la geografía española lo demostraba con creces, aunque no se le valoraba debidamente.

 

La sociedad le negaba lo que era evidente. 

Y no solo a ella. Otras mujeres a las que conoció vivían la misma situación, por la que se camuflaba su talento en una capa invisible de anonimato.

 

Un día decidió pasear con sus amigos Margarita, Federico y Salvador por el centro de la capital. Y lo hicieron sin sombrero, en un gesto simbólico y transgresor que intentaba captar la atención de una sociedad aletargada. 

 

La respuesta obtenida fueron insultos y pedradas, pero aunque no lo supieran ese día se inició un movimiento imparable. 

 

Casi un siglo de reivindicación imperceptible y ahogada por el silencio, indiferencia, exilio y represión, que noventa años después se deshace de la mordaza convirtiéndose en sonoro grito. 

 

La gota de aceite del arte siempre flota sobre el agua estancada del convencionalismo. Y las pinceladas y letras de Maruja, Margarita, María, Ernestina, Rosa y Concha, entre otras,  ya no pueden quedar en el anonimato.

 

Hoy las disfrutamos con nombre, apellidos y la cabeza bien descubierta.

32. El ladrón de palabras (Juana María Igarreta)

“Sufría el silencio su muda condición, cuando la oscuridad, sabia consejera que habita las almohadas, le propuso quedar al final del día y ayudar al sueño en su ingente labor reparadora, propiciando que ésta alcanzara al mayor número posible de criaturas.

Juntos tomaron calles y plazas; se colaron en los patios, en las casas. Ella iba atenuando luces; él, acallando ruidos y voces.

A pesar de que a la oscuridad se le olvidó apagar la luna, el sueño logró cerrar infinidad de párpados esa noche. El silencio, viendo la importancia de su cometido, no cabía en sí de gozo y envolvió a la oscuridad con un elocuente abrazo”.

Gorka leía este texto anónimo en el reverso de una hojita de calendario en casa de su abuela Maritxu, mientras ahogaba su emoción mordiéndose los labios. No es que aquellas palabras le conmovieran, le parecían cursis, pero hablaban del silencio, tema obligado en la redacción que debía entregar en clase de lengua al día siguiente.

Una vez leídos los escritos, el diligente don Mariano no tardó en llamar a Gorka. Devolviéndole el trabajo, le dijo: “Toma, se te ha olvidado poner el nombre. ¿O prefieres que siga siendo anónimo?”.

 

 

 

31. La coleccionista

En cuanto me dieron el alta, comencé con mis visitas diarias al parque. Lo otro vino después de nuestro divorcio. Imposible resistirme a coleccionar algo tan hermoso y colmado de ruido. De vida. Por eso me he provisto de una red de tul como la de los entomólogos. Y en el bolso guardo tarros pequeños de cristal. Siempre al acecho, escuchando. Después de las capturas, pongo etiquetas adhesivas y los coloco en los estantes del que seguirá siendo su cuarto, aunque Javier se empeñara en transformarlo en un despacho. Mis preferidos son los que acompañan a las rabietas, agudos como el violín que busca protagonismo en una partitura. Los provocados por caídas de toboganes o peleas suelen tener menor intensidad. Aunque sus ecos titilan en mis oídos una vez extinguidos. A veces me siento satisfecha de mi amplio muestrario. Otras caigo en el abismo de la nada; la peor de todas las caídas porque no tiene fondo. Porque me falta la pieza más valiosa de mi colección. Porque no oír el llanto de un hijo en el paritorio es, sin duda, el silencio más atroz.

30. Pareidolias

Recordó esa nota justo antes de que todo comenzase.

“La ausencia de sonidos puede volverte loco ya que, el silencio total no existe. El oído, nervioso, tratará de buscar lo que sea y trasteará dentro de tu cuerpo para hallar esa fuente. Y la encontrará en los ecos lejanos del corazón, en el latido de la sangre e incluso en las contracciones del intestino. Una cámara anecoica podría ser un arma de tortura, una forma de enloquecer a la gente. Pero yo creo que, en esa supuesta ausencia total de sonido, si acaso hubiesen logrado aislar todo el exterior, una vez que tu oído hubiera iniciado esa búsqueda suicida y tras comprobar la bulliciosa locura de tu interior, el cerebro encontraría reposo en aquellas melodías soñadas, esas que te acompañaron y que se metieron tan dentro de ti, que en ese supuesto secuestro despertarían y saldrían a la luz brindándote la ayuda necesaria para calmar al oído explorador y superar el tormento. Pareidolias acústicas o algo similar.”

Anónimo.

29. Ecos de Manuel (Adrián Pérez)

Cuando mi hermano Manuel se empeñaba en algo, siempre producía un gran alboroto. A los siete meses de gestación, decidió nacer y los alaridos de mamá se escucharon antes de tiempo en todo el vecindario. Con solo tres años era él quien nos leía cuentos a los mayores cada noche. Aprendió a ir en bici o a comer sopa sin usar las manos, lo que solía generar una enorme ovación. Incluso le “consiguió” a mamá aquel collar que siempre se quedaba mirando en el escaparate, lo que provocó que ella le diera un sonoro beso en la mejilla.

Pero un día se empeñó en que quería volar.

Nos reímos a carcajadas de él hasta que vimos que hablaba en serio. Cuando se subió al tejado no supimos si rezar o llorar. Algunos hicimos ambas cosas. Entonces gritó: “allá voy” y se lanzó al vacío.

No cayó en picado ni se estampó contra el suelo ni se mató. Simplemente desapareció entre las nubes y nunca más volvimos a saber de él. Hay quien dice que algunas noches lo ha visto junto a su ventana. Acurrucado y desnudo. Siempre con una sonrisa y un dedo en la boca, pidiendo silencio.

28. Joven promesa (Isabel Cristina)

Miguelito, se quedaba con la boca abierta y sin pestañear  escuchando a la seño, cuando el viernes les leía un precioso poema, uno de esos de amor.

La tarde del sábado, Miguelito escribió: “ María, tu risa es el más dulce sonido para mis oídos” y sonrió.

Al rato, pensando en Lucía y cambiando el color de su bolígrafo, continuó: “Tu piel huele a algodón”.

Con la mente agotada por buscar palabras y sonidos que construyeran una inolvidable frase romántica, un poema de amor, hubo de descansar y merendar un buen vaso de leche con cacao  para reactivarse.

Más tarde prosiguió: “Susana, tu pelo plateado ilumina el día gris” y se complació. A última hora de la tarde quiso dedicar unas palabras a su madre: ”Tus caricias suavizan mi vida”, confesó sin miedo.

Orgulloso, pasó a limpio sus versos en un precioso papel dorado, el color del amor verdadero, y con una letra bien trabajada, le pareció haberse convertido en un joven poeta muy prometedor; también pensó que a  estas alturas, ya no quería firmar como “Miguelito” y siendo como era la hora de cenar, decidió que de momento, le parecía muy interesante suscribir su poemario  con un “Anónimo”.

27. Voces (Susana Revuelta)

Interrumpen el sueño de Clara dos gorriones que trinan alborotados en el alféizar de la ventana. «Algo va mal», murmura, amodorrada. Sin fuerzas para despegar los párpados, y aunque quisiera no oír nada, le deslumbra a través de la persiana la claridad del día y le llegan las bocinas de los coches, un frenazo en el asfalto, el bullicio del tráfico ahí abajo.

Contra su voluntad, cuenta las ocho campanadas del reloj de la iglesia. Lentamente, va percibiendo también los sonidos de alrededor: el goteo de un grifo mal cerrado, el despertador del vecino, una pinza que cae al patio. Y, de pronto, las voces. Al principio son un murmullo lejano, pero van acercándose a ella hasta susurrarle al oído, recriminándola, «qué haces sobre tu vómito, qué asco das, eres una desgraciada».

Se sienta en la cama y hunde la cara en la almohada, «no puedo más, no quiero oíros, marchaos», pero las voces no callan. Como se hace tarde, se recompone como puede y se seca las lágrimas para no alarmar a Laura al despertarla, y mientras le prepara el Cola-Cao y un bollo para el recreo calcula mentalmente que con dos blísteres, la próxima vez, no podrán despertarla.

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