Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

111. La invitación

Con sus siete años ya conocía la sensación de perdida, el vacío tan inmenso que deja, mi hijo me mira con melancolía y me hace entrega de una invitación de cumpleaños esperada como en años anteriores. Al abrirla leo un nombre bonito que recuerdo que siempre iba acompañado de otro nombre igual de bonito, aunque esta vez lógicamente no estaba impreso, no estaban los dos juntos, aún así lo vislumbré y lo sentí ahí. 

Sonrío, asiento con la cabeza. Él se va tranquilo a su cuarto. 

Mi mente da un paseo por el pasado no tan lejano. Todo un grupo de niños juntos, descubriendo la vida. Ahí estas con tus sonrisas y tus bromas, con tu tez blanca por el cansancio, con tus lagrimas por no poder, tu cabellera al cero compitiendo con tus ganas por vivir. A pesar de este trayecto estabas contento, un valiente que burla a la guadaña que se paseaba a su lado, robándole días para compartir con los demás. 

Este año no estarás presente, pero no te equivoques, estarás en cada uno de nosotros, en cada trocito de corazón que has conquistado…, siempre permanecerás con tus pequeños _ grandes amigos, en tu barrio, con tu gente… 

110. TRAS LA PARED

Acababa de dejar la última caja de la mudanza en el suelo cuando te escuché por primera vez. Te confundí con un gato maullando al otro lado de la pared. Tuvieron que pasar unos cuantos días para darme cuenta que eran tus sollozos los que me acompañaron mientras desembalaba mis fotos de viajes felices, mi sentencia de divorcio y el manual de cómo volver a empezar a los cuarenta. Me acostumbré a tu llanto y me preguntaba qué es lo que te hacía tanto daño, cual sería el color de tu mirada, y me sentaba horas y horas a compartir tus silencios, a apoyar mi mano sobre la pared sintiendo la tuya al otro lado. En las noches más oscuras empecé a llorar contigo, sin atreverme a cruzar el umbral y rescatarte. No tuve el valor de preguntar quien era la mujer que se arrojó por la ventana la semana pasada. Hace días que vivo acurrucado contra la pared. Te echo de menos.

109. De paseo con el abuelo

–¿Cómo ha sido tu vida?– pregunta el niño.

–Creo que, a pesar de las dificultades, ha sido feliz. Solo lamento haber olvidado las cosas tan bonitas que sentía cuando tenía tu edad– contesta el anciano.

–Si de mayor quiero ser feliz, ¿tendré que olvidar que he sido un niño, como tú?

Sorprendido por la pregunta, el anciano esboza una amplia sonrisa, a pesar de que los músculos del rostro ya casi no responden a los del corazón. 

–Escúchame, pequeño… cuando crezcas, y seas casi un hombre, los mayores te dirán que para ser feliz hay que hacer cosas que no te hacen feliz. Pero si no olvidas esas cosas tan bonitas que hoy sientes, tú sabrás entonces lo que debes hacer.

Un rayo de la tarde atraviesa la ventana e interrumpe el sopor de Jacinto. Bebe un poco de agua y se incorpora sobre la butaca para contemplar los setos del jardín vacío de la residencia. Marieta, su ángel del turno de la noche, entra en la habitación a saludarle.

–Buenas tardes, Jacinto, ¿cómo va el día? A ver si ya pronto puedes recibir visitas… ¡Uyyyy, qué buena cara!, seguro que has vuelto a ir de paseo con el abuelo.

108. Homeríos (José R. Codina)

Con épica voluntad y perseverancia, solteros y casados del pueblo hacemos cola cada noche en la puerta de tu dormitorio. Pero tú, erre que erre, con esa puñetera manía de la castidad y esa fidelidad omnímoda que te caracteriza, engañando nuestras ganas de ti con dulces y besos volados que no terminan de saciarnos. Y luego está ese vicio tuyo del ganchillo que nos trae a todos por la calle de la amargura. Imperturbable en tu mecedora, las manos como erizos plateados, tejiendo sin descanso noche y día.  Algunos, los más viriles, empiezan a flaquear y prefieren distraer la espera con una mano de mus y un sol y sombra en el bar de enfrente.  Yo me rindo a tu tesón, y por si sirve de algo, me he hecho con una vieja mecedora, y he aprendido a dar las primeras puntadas para ayudarte a terminar, si me dejas, esa bufanda infinita que tanto tiempo te quita.

107. Metralla en el corazón

Tiene manos de pianista. Su tez blanca y su delgadez extrema contrastan con el solemne color negro de su vestido y su pañuelo, que cubre una cabellera aún joven. Pasa los días en silencio, sentada en una vieja silla de mimbre, justo donde estaba la entrada de su casa. Mi madre se empeña en que le lleve a diario una ración de lo que nosotros hayamos comido, y un mendrugo de pan. Me siento a su lado, en el suelo. La silla es tan bajita que casi estamos a la misma altura. Sus ojos parecen haber envejecido de golpe. Aunque los abre al máximo, y con un cierto brillo de esperanza, cuando dirige su mirada hacia el cielo; anhelando ver caer las bombas junto con la tarde. Y la encuentren en casa, en lugar de en la cola del pan. Mientras espera desmenuza el mendrugo entre sus dedos, y yo estoy tentado de hablarle, pero no lo hago. Saber que la guerra ha terminado no va a sanar sus heridas.

106. Estudiantina (Pablo Cavero)

El tintineo de la pandereta agitada por su nieto al compás del villancico, le traslada a la época en la que ataviado con la capa, las calzas y los greguescos, y suspendido en el aire realizaba piruetas golpeando la pandereta adornada de cintas de colores en el codo, la rodilla y el talón.

Siente morriña de ese tiempo de fiestas, bodas y mesones. Los tunos animaban a los comensales con sus canciones al son de bandurrias, laudes y guitarras. Siempre eran invitados a comer y beber. A menudo robaban corazones de chicas, incluso los peligrosos de mujeres casadas.

Añora los doce años de tuno, alargados adrede con suspensos reiterados en la facultad. Hasta que aquel fatídico accidente los cortaron de raíz. De golpe era huérfano por partida doble. Quedaba al frente del negocio familiar con varios empleados en aquel lugar tan lejos de la universidad. De sopetón su espíritu de tunante quedó encerrado en el pasado.

Su sonrisa se apaga melancólica cuando el nieto cesa el cascabeleo. Su alma, esclava de nostalgia, ha salido de ronda en busca de los clavelitos en las bocas de las mozas estudiantes o mesoneras.

105. Ejercicios para olvidar

Estaba empecinada en quererte. En que volvieras a vivir en nuestra casa colorada, asomada al Océano Pacífico. Quería que regresaras para amarnos, y a eso de las seis de la tarde, sentarnos en un tronco atravesado en la playa y mecernos con el trae y lleva de la marea, mientras los cangrejos azules nos miraban con ojos melancólicos.
Ayer le llegó a tu papá una foto postal en la que estás muy serio en una cafetería del bajo Manhattan. Ese lugar que adorábamos. ¿Te acuerdas del cuartucho donde pasamos nuestra luna de miel? Todo nos parecía fabuloso, hasta aguantar el hambre y el frío. No nos importaba el olor a alcantarilla de las calles ni las cucarachas voladoras que entraban por la ventanita ni las ratas enormes que se paseaban por las aceras.
Por cierto, me he comprado una chaqueta con la misma pinta, Príncipe de Gales, que el abrigo que lleva la guapa mujer que está a tu lado, y debo decirte, que a ti te queda muy bien ese traje cortado a la medida. Pero deja esa cara, ríete hombre, que ya estoy empezando a olvidarte.

104. ¿TE ACUERDAS DONDE SOLIAMOS GRITAR?

Ella no recuerda su nombre, es cierto, pero no ha olvidado la forma en que la miró. Tenía entonces catorce años. No se conocían de antes. Se encontraron cerca del acantilado, en una zona desde la que no se divisaba a nadie, ni siquiera una casa. Ella estaba muy cerca del borde, quieta, inundada de una tristeza tan inmensa como el océano. Él se acercó despacio temiendo asustarla. Se colocó a su lado.

—¿Qué te ocurre?

Ella lo miró. Sintió que su angustia se disolvía. En aquellos ojos se abría una puerta por donde ella quería entrar y refugiarse y quedarse y no salir.

—Creo que vine aquí para gritar.

Ambos seguían mirándose a los ojos. Se cogieron de la mano. El viento les revolvía el pelo. El oleaje era ensordecedor.

—Yo también. Tendremos que hacerlo con fuerza para que la voz no se ahogue con las primeras olas.

Dos veces más volvieron a encontrarse en el mismo lugar y gritaron de nuevo al unísono.

Ella regresó cientos de veces, pero no lo ha vuelto a ver. Han pasado muchos años y lo sigue echando en falta. Aquellos ojos. El tacto de aquella mano. Su verdadero hogar.

103. Conservas

Peregrina reconocía las tristezas de la vida, las del día a día, y las recogía para hacer un caldo reconstituyente, como si fueran trufas de temporada. Todo valía: unos ojos enrojecidos, una apatía perenne, una muñeca despeluchada y rota, el dolor de una barriga hambrienta, unos sabañones, agujeros en la suela de los zapatos, una grieta en el tejado por donde se colaba la lluvia, la nieve y el viento… Cosas sin importancia porque eran cotidianas, pero que hacían un buen caldo. Un caldo que se comía frío, como buena miseria, y no es que le reconstituyera mucho, pero sí era lo único que la alimentaba, y al fin y al cabo de lo que se trataba era de alimentarse, aunque fuera de triste hambre. Ella  tenía claro que su vida siempre había sido cuestión de temporadas, como las trufas, solo que en esa ocasión, las características del entorno iban a facilitar caldo durante un periodo largo de tiempo, tanto, que cuando la encontraron encogida en su cama, convertida en envoltura y raspa, estaba toda ella rodeada de penurias en conserva, con las últimas sobras de lágrimas asentadas aún en el fondo de una vieja olla metálica.

102. Más sabe Melancolía por vieja que por triste (Concha García Ros)

Tristeza se sentía hoy de buen humor. Se le notaba en los ojos, que permanecían secos, y en las comisuras de los labios que mostraban una ligera inclinación hacia arriba. Estaba cansada de tanto llanto y, en cierto modo, también del consuelo de los demás. Quería ser una mujer fuerte, más ahora que había decidido abrir las puertas de su librería.

Doña Melancolía estaba aburrida, más de lo habitual. Normalmente la idea de hacer cualquier cosa para acabar con el tedio se le antojaba labor titánica y prefería permanecer en aquel estado de infeliz letargo. Pero esta mañana, después de ver la noticia en el periódico local, sintió un extraño impulso y tomó la decisión de visitarla.

Por fuera ya presentaba un aspecto acogedor, con su toldo azul y las macetas con crisantemos, que lucían colgadas en la pared, a ambos lados de la puerta. Le gustó.  Y al mirar el escaparate le dio un vuelco el corazón cuando vio, como ejemplares destacados, las “Leyendas” de Bécquer y “Gente Sombría” de su admirado Chéjov.  Empuñó el pomo de la puerta, cruzó su mirada con la de la joven dependienta y supo que había encontrado su sitio.

101. El brindis (Antonio Bolant)

Llevaba rato esperándola en la mesa del viejo bar que aún conservaba gran parte de su antiguo aspecto. No dejaba de preguntarse si sería posible levantar palacios con los escombros del pasado, cuando la vio entrar. En ese instante detenido, supo que cualquier tiempo presente sería mejor.

Mientras se acercaba, ella notó que el revoloteo de su estómago rompía el nudo de la garganta. Él dejó de temblar cuando escuchó un ‘cuánto me alegro de verte’ sobre la mejilla. Ambos habían cambiado, no demasiado por fuera, muy poco por dentro.

La conversación rompió con facilidad el dique de los recuerdos, la añoranza se disipó y ambas vidas volvieron a confluir frente a unos entrantes que la fuerte corriente del primer plato depositó sobre un dulce postre. Fue entonces cuando decidieron impedirle al tiempo apropiarse también de la distancia.

Levantaron sus copas, y tras la melodía de cristales, burbujas de deseos compartidos descendieron por las envejecidas gargantas hasta albergarse en el corazón de la sobremesa.

100. Cenizas (Blanca Oteiza)

Siempre me gustó cómo sonaba en sus labios, la forma en que pronunciaba “nostalgie”. Cuántas veces la gritó al viento cuando echaba de menos su tierra. Camino por la orilla del mar embravecido añorando los paseos con ella de la mano, cómo hubiera disfrutado con este cielo gris sobre nosotros. Al llegar al espigón una ola de recuerdos me salpica mientras tiemblo. Abro la caja y la dejo marchar rodeada de espuma y salitre. Con suerte podrá llegar hasta su querida Bretaña y descansar para siempre frente a su costa.

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