Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
días
1
2
horas
0
7
minutos
4
3
Segundos
2
9
Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

51. Empatía (Miguel Ángel Molina)

«Debido a un arrollamiento los trenes con destino Móstoles-El Soto están sufriendo fuertes demoras». En cuanto la megafonía calla un lamento coral se apodera del andén. Ninguno es de pena. En la mente de los que esperan se repite la pregunta: ¿por qué los suicidas siempre eligen las peores horas?

Entre los viajeros unos lamentan que de nuevo llegarán tarde al trabajo, otros que quizás pierdan el tren que los lleva a ese viaje tanto tiempo deseado o que su cita se canse de esperar.

Debo ser el único que se acuerda de la persona que acaba de tirarse a las vías. Trato de imaginar cómo tuvo que levantarse hoy, si tuvo ganas de desayunar o salió en ayunas, si tenía familia o vivía solo y cómo de triste debía ser su existencia para dar ese paso. Medito sobre lo duro que es sobrevivir a esta vida llena de obligaciones y me pregunto si mañana, si por fin me decido, habrá alguien que piense en mí.

50 El último silencio. (Alfonso Carabias)

Desde la complicidad que me ofrecen estas cuatro paredes me he vuelto coleccionista de instantes, y cuando la consciencia me lo permite, camino entre mis recuerdos, reviviendo en ellos tan intensamente como puedo, para luego conservarlos y clasificarlos cuidadosamente.

Por las mañanas, durante las sesiones de quimio, me reencuentro con la niñez entre los pliegues de mis cicatrices, y cojo prestada un poco de esa energía desbordada en mi alocada existencia.

A la hora de la comida me llega el olor intenso de los guisos en cazuelas de barro, el sabor de la leche fresca, y me envuelvo del amor que mi madre ponía en todo lo que hacía en esa vieja cocina que nos dio de comer.

Pero mentiría si negase que mis recuerdos contigo son mi mayor tesoro.

Con la edad, y cuando el final del camino está cerca, las palabras se vuelven vacías, y son los silencios los que de verdad importan. Y tú silencio al cogerme la mano me lo dice todo.

Se que prometimos amarnos para siempre, y que irse primero quizá sea lo más fácil. Solo espero que puedas perdonarme, y yo a cambio te prometo vivir para siempre en tus recuerdos.

49 Nostalgia como una excursión (Manuela Balastegui)

Una rebanada de pan embadurnada con crema de cacao

dejaba manchones en la boca como una acuarela.

En el colegio la madre Amor impartía

sus clases de voleibol. Nosotras de chándal,

ella con hábito gris. El silbato blanco

colgaba de su cuello como una penitencia.

Ver que en la serie V los estraterrestres comían ratones vivos y

se rasgaban la piel de la cara como esdrújulas.

Reprimir la risa

en las líneas del cuaderno como colonia infantil.

Crecer en cada cumpleaños como una odisea.

Ruborizarse todavía con setenta años como una epopeya.

Buscarte en el espejo y

encontrarte en el reflejo como en el escondite.

48. Santos inocentes

Casi no salían del cortijo, pero les gustaba pasar de vez en cuando por delante de la librería del pueblo a pararse en el escaparate. Paco le decía a su cuñado que dejara de manchar el cristal con sus babas y que no fuera iluso de aprender a leer. «No les da, no les da», les solía repetir a menudo el señorito. Aquel día, Miguel, el librero, que siempre los veía desde el mostrador, salió invitándoles a entrar. Asustados, se descubrieron la cabeza mostrando pleitesía y pidiendo disculpas.

—No hay por qué darlas, ¿quieren pasar?

Huyeron de allí con el sentimiento de haber hecho algo malo y una vez en la finca, Paco le dijo que no volverían a pararse a mirar.

Esa tarde al cerrar la tienda, Miguel cogió un par de libros y se acercó al cortijo.

—Tranquilos, no tiene por qué enterarse el amo. Yo os enseñaré, será nuestro secreto.

Conforme pasaban los días, los nubarrones de tristeza que les sobrevolaban fueron desapareciendo cuando Paco aprendió a leer sus primeras palabras y Azarías, con su milana al hombro, enseñaba «los santos» de un libro a la niña chica.

 

47. La inclusa

Me despido de ellos con una sonrisa  y me voy al patio a jugar con los demás niños. Sé que nunca vendrán a buscarme, soy demasiado mayor. Elenita intenta disimular su alegría, aunque está contenta de que no me vaya. Doña Dolores, la cocinera,  me abraza, me recuerda que aquí está mi familia y me regala un caramelo de anís, de los que solo nos dan en domingo. El padre Ernesto, revolviéndome el pelo, me pone una estrella en la solapa de la chaqueta y me dice que hoy seré el encargado. Por la noche, Antoñito me presta su muñeco para que lo abrace mientras duermo y la hermana Mercedes me lee un cuento. Todos son muy buenos conmigo, pero la pena no se me pasa. 

 

46. Finis Terrae

El día que padre y madre nos dijeron que nos íbamos al fin del mundo pensamos que habían enloquecido, pero fue tal su insistencia que no tuvimos más remedio que acompañarles en tan fantástico viaje.

En el camino nos dejamos arrullar por el canto de las sirenas, volamos a lomos del ave Fénix, y el mismísimo Can Cerbero nos acompañó hasta lo más profundo de la tierra, donde supimos de todo lo acontecido desde el Big Bang hasta nuestros días. De vuelta a la superficie atravesamos un inmenso bosque y en los anillos de los árboles leímos cuanto el hombre había escrito. Al salir nos regalaron la rosa que había presidido durante tantos años el panteón familiar, siempre en flor. Con ella podríamos recordarles y conocer todo nuestro linaje hasta el origen de los tiempos. Y entonces se perdieron, cogidos de la mano, en una inmensidad de luz.

Después cada uno de nosotros siguió su camino, pero todos los años, cuando nos reunimos para honrarles, recordamos el amor que irradiaban sus sonrisas antes de desaparecer, ese mismo amor con el que nos acompañaron toda la vida e inculcaron lo poco que conocían. Un viaje que nunca olvidaremos.

45. Futuro imperfecto

Me presenté antes de la hora prevista, justo cuando la familia empezaba a comer el pollo asado con patatas fritas. Ni los padres ni la niña me habían invitado, y aunque tampoco me hicieron caso, porque ni siquiera sospechaban que hoy era día de visita, pude acomodarme entre ellos y observarlos con curiosidad.
Primero me fijé en el padre, que se estaba sirviendo una generosa copa de vino. Con la alegría que la vació y las veces que fue rellenándola no me costó nada comprender cómo acabaría en un par de años.
Luego en la madre, tan sonriente, tan risueña, tan feliz en esos momentos, que fue difícil imaginarla abatida, vacilante y sedada para que no pudiera arrastrarse al balcón o subir a la azotea.
Y después en la niña. Esperé hasta que el hueso de pollo se atravesó en su garganta tras un bocado de patatas fritas que casi ni había masticado. Enseguida comenzó a patalear desesperada, como suelen hacer los que todavía no quieren venir conmigo, y luego, en cuanto pudo verme, abrió mucho los ojos. Me la llevé de allí sin perder ni un segundo. No soporto a los padres cuando se ponen a gritar.

44. Kintsugi (Salva Terceño)

Hiroshi Nakata nació en Sendai pero pronto se mudaron a Kioto.

Cada vez que regresa vuelve a sentirse niño. Recuerda el día que rompió un jarrón. Su madre recogió los trozos y los pegó con oro, como si resucitara una vida.

Antes solía llevarla y repetía una y otra vez:

—Esta fue nuestra casa, Hiroshi.

Ahora está demasiado débil y Michiko dice que Sendai aburre a los niños.
La casa parece resistir, no como él. Desde que Michiko le dejó ha adelgazado y sonríe menos. Kaito ya sobrepasa su altura y suele acompañarle. Kenji nunca puede. Se llevan fatal. Algo se ha roto también entre ellos.
El día de su jubilación entró su jefe al despacho.

—¿Aún sigues aquí, Nakata? —dijo.

Esperaba una despedida más honorable. Le entristecen tantos cambios en su país, aunque nunca llora hasta llegar a casa.
Kaito trabaja mucho y, desde que se separó de Jin, necesita dejarle a Nori. No le importa que lo lleve a Sendai. Los paseos siempre terminan en su calle, ante la vieja casa agrietada.

—En esta casa vivía yo a tu edad, ¿sabes, Nori? —le dice.

Nori nota la mano del abuelo apretando la suya.

—Entonces no tenía tantas grietas.

43. La bolsa de la compra (Rosy Val)

Podría sonar a incoherencia, mas yo recuerdo aquellos días como los más entrañables de mi infancia. Incluidas esas tardes en las que nuestros padres nos castigaban sin merendar haciéndonos creer que era en reprimenda por habernos portado mal. Pero es que la actitud y el tono eran tan sin enfado que mi hermana y yo seguíamos jugando al parchís, como otras veces, sin darnos cuenta de que eran excusas y una casualidad que, siempre que nos castigaban, el frigorífico se encontraba vacío. Entonces salían los dos a la calle, advirtiéndonos… —ahí sí que se ponían serios—, que no abriéramos a nadie. Que esperásemos a que ellos volvieran. Y que cuidáramos de Toñín; que correteaba feliz en su triciclo sin enterarse apenas de sus ausencias. Al final siempre volvían con comida. Hasta esa vez en que solo regresó papá. Sudando mucho, con los ojos muy rojos y la pistola de Toñín asomando por el bolsillo de su abrigo. Echábamos mucho de menos a mamá, pero también nos daba mucha pena papá, sobre todo cuando salía a jugar fuera, con la pistola, él solito.

42 Cenizas (Marta Navarro)

Sonríes y, por un instante, el mundo se ilumina. Sueño contigo. Siempre estás ahí. Escondida en algún rincón de mi cabeza. Una sombra del pasado. Un fantasma que ya no duele. Un duendecillo burlón que se ríe de mí y no se deja atrapar. Pero, a veces, de repente, tu recuerdo me asalta y, por un momento, casi creo poder tocarte. Luego te desvaneces. Es mejor así. No me reconocerías en este viejo cansado y solitario que ahora soy, que sonríe con descaro por evitar que sus ojos traicionen el dolor.

Es difícil hacerse viejo, mi amor. Asumir incrédulo el reflejo de un espejo, luchar contra la inseguridad y el miedo, contra el desconsuelo, contra este desamparo…

Hoy estoy triste. Tal vez, aunque me niegue a reconocerlo, me siento solo. Por eso, como siempre, recurro a ti. Al recuerdo de tu risa, de tus palabras, de tus miradas, de tus silencios. A la magia del hada que un día traspasó mi vida y me hechizó para siempre. Gotitas de alegría que curan el dolor del alma.

41. En penumbra

Cuando se fue la luz en el vecindario atardecía. Regresaba a casa tras despedirme de mi esposa en la estación. Antes de entrar, me entretuve observando a una niña en los escalones de su adosado seguir con la mirada una silueta que se alejaba fatigadamente. La brisa dulce, el silencio de las farolas y un ocaso de vetas rojas completaban el cuadro.

Debía de haber pasado más tiempo del que imaginaba, porque dentro ya reinaba la oscuridad. Crucé el zaguán y desde la galería, a través de los visillos de la sala de estar, adiviné unas sombras esbozadas por el tenue resplandor de una vela. Mi padre sentado en su sillón apartó la vista del televisor apagado para saludarme; mi madre doblaba ropa cerca de la llama mortecina. Dijo que improvisaría algo de cena. Mi padre, qué tal me había ido el examen. Tuve un presentimiento: iba a preguntarles por mi hermano –sí, en esa época todavía viviría–, por cómo sobrellevaba la enfermedad; pero me contuve a tiempo. No quería perturbarlos, tan confortablemente instalados en el calor del hogar.

40. Adiós, tristeza

Las ráfagas de soledad fueron aumentando con el tiempo hasta erosionar todas las palabras. Pero nosotras inventamos nuestra propia lengua de lágrimas. Qué fácil entendernos. Ella vestía un traje largo tejido con cenizas que derramaba sobre mi sofá.  Me gustaba. Así podía esconder debajo mi corazón seco y arrugado. El día que sonó el teléfono, estábamos juntas —como siempre—. Creo que lloró más que yo. Al menos, comenzó primero. Tenía un sexto sentido para presagiar los  eclipses  de sol. Por eso supo la noticia antes que yo. Después de la muerte de mi hermana, mi sobrina se trasladó a mi casa. Éramos tres tazas quebradas. Pero la niña se recompuso antes  gracias a sus juegos. Las risas infantiles  y el olor a chocolate caliente destruyeron el silencio de los muros. Un día, sentí algo extraño en la garganta: era un colibrí que había anidado. Su pico de alfiler me hizo cosquillas. Tantas que solté una carcajada y las cenizas de su ropa salieron con ella por la ventana. A veces, la veo en mis sueños. Entonces, me levanto y busco ansiosa una mancha de tristeza en el moho del baño. Será que la echo de menos.

Nuestras publicaciones