Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

ANIMALES

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en ANIMALES

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 Comenzamos nuestro 15º AÑO de concurso. Este año hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores, y el 5º de este año serán LOS ANIMALES. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 de AGOSTO

Relatos

27. De nido a nicho (Edita)

Siendo todavía un adolescente imberbe, construyó una casa sin ayuda ajena, en secreto, aprovechando momentos de ausencias o siestas familiares. Nadie supo jamás que poseía aquella vivienda individual en plena naturaleza, rodeada de fauna y flora. Siempre que algún problema lo desbordaba, desaparecía unas horas; se refugiaba en su palacete y no volvía hasta superado el desaliento. Al principio, preocupaban estas escapadas; pasados los años, todo el mundo conocía su manía, e incluso lo animaban a irse cuando el decaimiento era evidente.

En una ocasión, las horas de espera se volvieron días; teniendo en cuenta la edad del desaparecido y que no había llevado la medicación ni ropa de abrigo, iniciaron la búsqueda. Los perros adiestrados dieron con su rastro, que los dirigió a un viejo roble en las entrañas profundas del bosque. Una escalera tosca y medio deshecha les hizo levantar la vista. Arriba, la casita de madera, más increíble que real, albergaba un cuerpo rígido.

Investigación y autopsia concluyeron que, dado el deterioro de varios peldaños, seguramente rotos en su último ascenso, el anciano no se había atrevido a bajar.

 

26. ESCENARIO SANGRIENTO

Al atardecer, bajo un cielo incierto, dibujando siluetas imposibles, la bandada de tordos, como si fueran uno, da un giro inesperado hacia el valle verde, salpicado de puntos rojos. Como rayo certero se lanzan sobre un gran cerezo.

Todos a una, picoteando, picoteando.

Ya se ven los huesos ensangrentados del dulce fruto.

Otra vez cual un solo pájaro, tras el voraz ataque,como abducidos, se lanzan al cielo, dejando al árbol malherido.

Caerán como rubíes rotos sobre el crujir de hojas secas, que en suelo esperan como mortajas, las podridas cerezas.

25. Camino de espinas

Soy un desierto, estoy seca, vacía. No puedo hacer crecer vida. Ya ni siquiera tengo lágrimas.

Mis dunas, antes llenas de curvas, han desaparecido. Solo queda una enorme cicatriz, un camino lleno de espinas que nadie recorrerá jamás.

Nadie querrá detenerse a admirar este paisaje yermo, porque ni yo misma soy capaz de hacerlo.

El espejo sigue de cara a la pared desde que regresé a casa. A veces me susurra para que revisite mis antiguos rincones; y recuerde aquellos huecos en los que escondía mis secretos, mis alegrías, mis deseos y temores…

He recorrido muchos paisajes buscando respuestas; unos estaban llenos de rocas, otros eran la nada, el silencio…Y llegué a otro, un final sin salida. O eso parecía, cuando empecé mi caminata por aquel paisaje extraño, de un blanco minimalista, casi marciano. Hasta que pisé un sendero alfombrado con un verde y esperanzador resultado.

Me cuesta, pero voy reconociendo el paisaje que ahora habito. He conseguido darle la vuelta al espejo. Mis lágrimas recorren el camino que ha dejado mi cicatriz. Ya no hay curvas a la vista, aunque si muchos obstáculos. Pero estoy descubriendo otras veredas por las que transitar mi nuevo paisaje.

24. EL PARQUE DE LOS NIÑOS (Paloma Casado)

El parque estaba plagado de tesoros ocultos. No era necesario un mapa que marcara con equis los escondites, cada uno de nosotros conocía el lugar exacto donde había enterrado su chapa favorita, su tela preciosa o su piedra brillante.

La minúscula laguna se había convertido en segunda residencia de peces y tortugas imposibles de llevar de vacaciones. Allí íbamos a visitarles sus antiguos dueños, satisfechos de encontrarles vivitos y coleando, tan felices con sus nuevos amigos. Bajo los bancos, gorriones y palomas se disputaban las migas de los bocadillos de la merienda, mientras los árboles escondían tras sus cuerpos leñosos a los emboscados del “tula”. Las madres prohibían a los más pequeños alejarse. Les contaban leyendas sobre niños que desaparecían al aventurarse solos. Porque – decían– existen lobos y hombres del saco. Porque al anochecer, también los paraísos se llenan de sombras.

Pero llegaba un día en que, urgidos por crecer, traspasábamos la frontera del parque hacia un mundo en donde las calles son grises y los relojes tiranos. Y sentimos esa desolación del expulsado de una patria a la que nunca podrá volver.

23. Una nueva vida (Marisa Martínez Arce)

Cuando compramos la casa, lo que nos hizo decidirnos no fueron sus metros cuadrados ni sus acabados. Nos impactó su tejado de pizarra a dos aguas y sus preciosas vistas al bosque.

Hoy, sentada tras los cristales de la ventana, intento recordar mi vida anterior. Desde aquí puedo oler el bosque, escuchar cantar a los pájaros, el tintineo de las hojas mecidas por el viento, el sonido de la lluvia. Los días de tormenta prefiero acurrucarme en el sillón, arropada bajo una manta de cuadros. Allí espero paciente la llegada del trueno. Siempre me asusta por lo inesperado, me sucede desde niña. A mi perro le ocurre lo mismo y se tumba a mi lado apoyando su cabeza sobre mis piernas hasta que pasa todo. Esos días sabe que no hay paseo, que debe ir a los periódicos de la galería.

Se me está haciendo muy difícil acostumbrarme a esta nueva situación. ¿Cómo puede cambiar todo en un instante? Lo único que recuerdo de aquella mañana es un frenazo y un golpe seco. Despertar en el hospital y semanas de aprendizaje memorizando todo mi entorno. Vivir sin ver es duro, pero más duro es tener que vivir sin ti.

22. Primavera postergada

Sin tiempo de recoger las cosas abandonamos las terrazas antes de que las mesas volcaran y se derramara la sonrisa de las copas que acabaron estrellándose contra la noche. Las jóvenes parejas sedientas de besos habían huido de los portales que ahora cobijaban a transeúntes desamparados. En los patios de luces no se oía el llanto de los bebés y por los conductos del gas y por los respiraderos y por las cuerdas de los tendederos reptaban como lagartos tristes los últimos ecos del trajín diario. Una gran ola había anegado la ciudad en un silencio de piedra.

Cuando despertamos nuestro mundo todavía estaba allí. Nos afanamos en apartar los cascotes que cegaban puertas y ventanas e impedían ganar la calle. Salimos sin cerrar con llave. Aturdidos, no nos reconocimos en las miradas esquivas y tuvimos que volvernos a nombrar los objetos en voz alta para identificarlos. El aliento de la primavera nos susurraba una promesa de tregua indefinida y soñábamos con una colina inexpugnable desde cuya cima iniciaríamos el regreso victorioso a nuestro territorio ahora hollado. Hasta que un viento helado empezó a soplar con fuerza. Sin tiempo de recoger las cosas abandonamos las terrazas.

21. Sanctasanctórum (fuera de concurso)

Los galgos ahorcados hieden a azufre. Un roble furtivo crece en medio del ábside como un cristo renacido. Algunas urracas elevan sus plegarias sobre los sillares semiderruidos, otras picotean la carne reseca de los perros. En el suelo del claustro se mezclan escombros clandestinos con el mampuesto caído de los arcos, con las tejas que cubrieron la techumbre, con la madera carcomida de las puertas que sellaron las celdas de los frailes. El musgo pone cara a la humedad que desarma piedra a piedra el esqueleto de la fe y derriba las columnas que soportaron su esplendor. Al anochecer el silencio se extiende como un voto. Las ratas caminan de puntillas para evitar que se rompa la promesa y un castigo divino condene los restos del viejo monasterio. A veces, más allá de las completas, unos faros descubren fugazmente las sombras que allí habitan y el ruido del motor ahuyenta a las lechuzas que andan a la caza. Si se apagan las luces, dos amantes anónimos saciarán su deseo a toda prisa en tan discreto como lúgubre escenario. Si no, se abrirán las puertas del infierno y William Randolph Hearst abrazará, por un momento, los cráneos descarnados de los canes.

20. Cazador de sombras (Javier Igarreta)

Llevaba tiempo tras su rastro y aquel atardecer otoñal la encontró en un claro del bosque. Como una consumada bailarina de ballet, ejecutaba sus insinuantes cabriolas en medio de un tapiz multicolor. Apostado tras un matorral y subyugado por aquellas poses tan cautivadoras, el cazador, asumiendo el papel de improvisado voyeur olvidó casi por completo la querencia de su arco. La incidencia oblicua de los rayos solares prolongaba en dramáticas sombras las evoluciones de la gacela. Mientras contemplaba extasiado aquella magnética escena, el cazador se removió en su puesto de observación, provocando un crepitar de ramas que resonó en la quietud del bosque. Sintiéndose sorprendida en su grácil danza, la gacela miró en derredor y oteando la amenaza adoptó una actitud huidiza. A punto de perder su sombra inició un vigoroso trote que excitó el instinto del cazador. Viéndola a tiro, tensó el arco, apuntó a su silueta evanescente y conteniendo la respiración disparó. La flecha se incrustó en el ocaso. Sobre la hojarasca solo quedó un remolino de hojas secas.

19. Catarsis

Ella amaba el mar. No este, sino el de antes. El mar azul y limpio que olía a sal, el de espuma blanca y lleno de vida plateada. El que escocía en los ojos y restregaba el alma hasta pulirla.

A veces lo pintaba para mí, mezclando índigos y esmeraldas con ojos soñadores. Cuando perdía vitalidad y empezaba a hacerse transparente, mi padre la llevaba a sus orillas para que se impregnara de energía.

Ella me enseñó a amarlo. Por eso me apuñalan su hedor a cadáver, su gris desvaído, sus olas cobardes, esa costra impura que devora las playas y sedimenta en las rocas como un sarro nauseabundo.

La cofradía alberga una incineradora  incansable, los pesqueros descargan basura en la antigua lonja  entre el silencio de las gaviotas. Desde el espigón, unos niños hambrientos lanzan sus anzuelos. Rescatan tesoros extraños que luego venderán. De vez en cuando sacan un mújol verdoso.  Expectantes, lo destripan para ver qué contiene y tiran al agua el pescado contaminado. El último había ingerido un smartphone de los años veinte lleno de valiosos elementos reciclables.

Y al fin surgen: las deseadas lágrimas de nostalgia, las que saben a aquel mar. El que ella amaba.

18. LIBROS A ESCOTE (Belén Mateos)

Las estanterías rebosan historias, el escaparate es un canto a la palabra, la caja registradora espera a sus lectores y los libros se acomodan al margen de lo prohibido.

Aurelio, cada día, desempolva sus páginas; con sumo cuidado las depura de la versión equivocada y abre las puertas a la vecindad.

La librería tiene cierto encanto, no porque esté situada en ese lado norte de la ciudad que presume de sus calles, de la ostentación al consumo, sino porque está en una encrucijada bajo la luz de una tímida farola junto a un supermercado con sabor a costumbre.

Su acera siempre huele a novedad, al pescado de Ambrosio, la ternera de Carmen o a la fruta temprana de Eloísa y sus carnes prietas de juventud, a la avidez de consumo de los vecinos que no dejan letra sin ojear ni alimento que degustar.

En su imaginación ha abierto una nueva librería en la avenida Sur, cuyas alcantarillas rezuman arraigo local y enfoque cosmopolita.

Parece que el ilusorio vecindario se amolda a la lectura, él al escote de Eloísa y la vidriera a la versión deseada en su última plegaria.

17. CUENTO DE HADAS (Mariángeles Abelli Bonardi)

Tras unas Cumbres Borrascosas, en El Palacio de la Luna, vive La Emperatriz de los Etéreos. Cada noche, baja de La Torre de Papel, atraviesa el Bosque de Ojos y allí, en El Jardín Secreto, lee Cuentos de la Selva. Mientras lee, percibe el aroma y piensa: «Nada hay como el perfume de Mi Planta de Naranja-Lima», esa que El Caballero de la Armadura Oxidada le trajera, en prenda de amor, de La Ciudad sin Nombre. Alejada la temida Temporada de Fantasmas, ya no es La Loca de la Casa. El Templo de las Ilusiones que es ahora su corazón le da, por fin, a su vida, Otra Vuelta de Tuerca.

16. Un secreto enterrado

Aquella calurosa tarde, un arbusto de pitiminí que había en medio de las vides fue el origen de su discusión. Ninguno de los dos sabía que estaba allí para controlar las plagas, así que pasaron horas decidiendo si lo dejaban o lo quitaban. En vistas de que no llegaban a un acuerdo, pensaron que lo mejor era dejarlo donde estaba. Y ellos, cansados de discutir, optaron por cortar por lo sano y separarse. El rosal intruso, como ellos le llamaban, marcaría una imaginaria línea divisoria a lo largo del viñedo. Ella eligió las tierras en la zona norte y él se quedó con las que miraban al sur.

No volvieron a hablarse hasta la siguiente cosecha cuando el embrujo de la vendimia propició una reconciliación. Y lo celebraron como siempre, ella brindó con vino tinto y él con un rosado.

Afortunadamente, las rosas que originaron todo el fregado continuaron creciendo sin complejo entre las parras. Y al final les cogieron cariño, su color carmesí servía de inspiración para los poemas de amor que escribía Bonnie mientras Clyde se dedicaba a regarlas y abonarlas. Sabían que nadie encontraría el cadáver del bodeguero que enterraron bajo el rosal, aquella calurosa tarde.

 

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