Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

86 – Exactitudes (Patricia Collazo)

¿Por qué yo no aparezco?, preguntaste desilusionado cerrando el álbum. Ante tu mirada preocupada, me guardé la risa. Intenté explicarte que todavía no habías nacido.

—¿Cuantos años tenía? ¿Cero?

—No, no eras ni un bebito – insistí.

—¿-1, -2? ¿Como la sensación térmica?

—Algo así

—¿-1 o -2?

—Tenías -6 —concreté. Contigo era importante la exactitud.

Precisión que hubo que inventar cuando, mirando otro álbum, preguntaste la fecha exacta en que habías subido a ese tobogán, o qué hora era mientras comías aquel helado.

Llovía. Mi decreto de día para ordenar armarios había virado a día para mirar fotos, para dejar que un peine me tironeara en tu afán de hacerme los rizos que tuve alguna vez.

Ante tus ansias por saber si volveríamos a algún lugar, entendí que el sitio a donde siempre querré volver estaba exactamente entre tus dedos señaladores, entre tus zapatillas de indio regañadas sobre el edredón, en tu risa por mi pelo largo sobre uniforme escolar.

Te tomé entonces esta foto que te mando. Una excusa para contarte cuánto te echo de menos. A ti y tus precisiones matemáticas que tan lejos te han llevado. A ti y tus zapatillas talla 25 riendo sobre mi cama.

85.- Galería

Lo encontré bajo un banco del vestuario. Me resistí a curiosear hasta que comprobé que  no tenía bloqueo, y accedí a los archivos esperando que alguna fotografía desvelara información sobre su dueño. La primera que abrí era mía, de hacía tan solo unos momentos, entrenando. El susto fue mayúsculo, pero la curiosidad venció al pasmo y seguí pasando imágenes. Eran cientos, y salía en todas: con mi familia,  trabajando, de vacaciones, cumpleaños, partidos… Continué deslizando el dedo tembloroso por la pantalla: mi boda, la universidad, el colegio, hasta dormido en brazos de mi madre.  También aparecieron recuerdos menos gratos que ya tenía casi olvidados, y empecé a eliminarlos. Pero al final decidí borrarlas todas y dejar el móvil donde estaba. Recogí mis cosas y salí aprisa. Un sol aplastante me descubrió un inmenso y vacío desierto. Tras de mí también se volatilizaron los vestuarios,  el aparcamiento, la carretera. Todo a mi alrededor se convirtió en polvo, nada quedaba que dijera de mi existencia. Me uní a un grupo de caminantes que deambulaban en silencio, y ahora intentamos restaurar nuestras vidas a partir de unas cuantas fotografías desvaídas,  salvadas in extremis. Desde lejos componemos un collage decadente.

84. NADA SALE MAL

Recuerdo a mi padre distanciarse del grupo donde se servía limonada. En las playas o en los jardines siempre tenía algún motivo para alejarse de nosotros.

Nunca le vimos tomar una fotografía pero las que encontramos muchos años después debían ser suyas. Estuvo suficientemente cerca y suficientemente lejos de nosotros para retratarnos. Lo imagino con una de esas cámaras que se colgaban del hombro y tenían una funda de cuero.

Las fotos recogen oasis olvidados y casas donde tal vez dormimos una noche en camino hacia otra parte.

Nadie guardó las fotos en un álbum porque eran nefastas y pertenecían a una época que no merecía la pena recordar.

En las tomas aparecen objetos que solo a mi padre hubiera interesado retratar. Nunca supimos su interés por las fotografía.

Las fotografías aparecieron en un desván, dentro de una maleta con correas, estampada con etiquetas de hoteles a los que no fuimos nosotros. Supongo que las dejó para que lo conociéramos de otros modo, para que supiéramos lo mal fotógrafo que había sido.

Hubo un tiempo en el que vivimos con padre invisible. Los encuadres eran desastrosos. Fueron el legado de un inepto que insitía

83. Sensualidad obsoleta

Las encontré en el despacho, dentro de una revista de automovilismo escondida entre dos tomos de la vieja enciclopedia etimológica.
Me sorprendió porque mi padre detesta la velocidad.
En ellas aparecía una chica muy maquillada, mostraba su desnudez con sensualidad obsoleta, amablemente descolorida. Las piernas plegadas con elegancia. Me recordaba a alguien, aunque todas las mujeres excesivamente maquilladas se parecen.
Escuché pasos y las devolví a su escondite. Mi padre entró, lanzando una mirada interrogante. Yo disimulé, encogíendo mis hombros.
Desde entonces, dediqué un tiempo a observarle y descubrí que a menudo, cuando iba al baño, pasaba previamente por el despacho. Y, al regreso, volvía a entrar.
Como aquellos días me había acostumbrado a observar, noté que, cuando recuperaba su asiento en el sofá, mi madre se levantaba de inmediato con cualquier excusa.
A veces yo volvía al despacho a ojear las fotos, analizando aquellos rasgos tan familiares, persiguiendo conclusiones que se resistían. Hice búsquedas por internet, sin éxito. Nada. Hasta que un día, tras salir mi padre del salón, descubrí a mi madre reclinándose en el sofá, plegando elegantemente las piernas y derramando hacia atrás su melena grisacea. Relajada. Como si se hubiera quitado un enorme peso de encima.

82. Nuevos tiempos (Blanca Oteiza)

Rompo la fotografía en pedazos y me quedo mirando al vacío. Ese vacío que hiela el corazón incluso en días de verano. Tras un tiempo indeterminado me levanto con ojos acuosos y salgo al exterior. Las nubes anuncian tormenta enmarcando el paisaje árido, cuyo aire cálido abofetea mi rostro haciéndome tambalear por un instante. Camino hasta el cauce seco que una vez dio vida a esta tierra. Hoy tampoco lloverá, hace tiempo que este rincón parece olvidado de la geografía de los mapas. La silueta del olivo se muestra retorcida como vestigio del pasado. Y lloro. Regreso a casa y preparo la maleta con lo poco que me queda. Observo en el suelo los trozos de la fotografía, los recojo y los uno con cello. Ahí vuelves a estar en mitad del huerto. Abandono lo que fue nuestro hogar y antes de partir para siempre a la ciudad, echo una última mirada al olivo que se recorta en el horizonte y lanzo un beso de despedida a tu sepultura.

81 Inmortal (La Marca Amarilla)

El fotógrafo prepara con mimo todos sus artilugios, con precisión y paciencia, como un cazador de instantes únicos. Ha encuadrado nuestro salón con luz natural, la ideal para inmortalizar el momento, según él. Mamá, con el mejor vestido de los dos que tiene, da un último retoque a su moño blanco y negro. Yo hace rato que estoy preparado para la fotografía, incluso me han puesto algo de colorete en las mejillas, y espero recostado en el sillón con ganas de que esto acabe, me tumbe para siempre en aquel ataúd blanco y pueda descansar por fin.

80 ACERA DEL TRIUNFO, 64 (Toribios)

Pinos Puente está muy cerca de Fuente Vaqueros, pero él no lo sabía. Se limitaba a estarse quieto. “No se mueva”, le habían dicho, y él firme, con su correaje, sus borceguíes, su diminuto gorro cuartelero terciado sobre el cráneo, y su pistola, esa pistolita como de juguete que de niño tanto me intrigaba. No leyó nunca al poeta, ni supo de su muerte, pero estaba allí entonces, en la mili, que nunca le gustó decir la guerra por no darse importancia. Me mira con sus ojos azules, a través de los muchos velos ya tendidos, y creo ver su miedo, su asombro, quizás su punto de ilusión por la aventura de estar lejos de casa a sus recientes veintiuno. La mano derecha reposa en una silla tapizada, en la izquierda los guantes de gala y un reloj de esfera cuadrada en la muñeca; toque de distinción, siempre le conocí uno redondo, más corriente. El poeta quizás había ya muerto, no hay fecha. Solo un detalle al pie: “Acera del Triunfo”. Curiosa dirección en aquella Granada del 36.

79. SEGÚN EL CRISTAL (Concha García Ros)

El hecho de que una foto pueda cambiar según quién la mire es algo que no deja de asombrarme, pero justo eso es lo que pasa con la que tengo guardada en el cajón de la mesilla. Parecemos una familia feliz, estábamos de excursión en el monte y recuerdo haber jugado con Tobi en el margen del río. Me sentía libre. Para mamá es un recuerdo triste, porque poco después sufrió un aborto. Papá prefiere no hablar de ese día, ni de esa época, cuando tenía trabajo y las cosas iban bien, cuando no se sentía un fracasado. Y el abuelo la mira y sonríe, dice que su madre parece muy joven y que quién es ese señor mayor que está a su lado.

78. Zoom (Josep Maria Arnau)

No sé que busco. El comedor de la casa está vacío. Solo quedan cuatro muebles desperdigados por la planta baja. Amplío la imagen y se hace visible la puerta del sótano cerrada y una extraña mancha negra en el suelo. La foto es de pocas horas antes de la demolición.

El abuelo no quería irse, aunque les esperaba una casa nueva. Ese mismo día desapareció… la abuela siempre mantuvo que la había abandonado. Hasta entonces nunca la había visto llorar, tenía mucho carácter. Tanto que, cuando se peleaban, siempre acababa atizándole con lo que tenía a mano.

La recuerdo aquella tarde aciaga y su mirada huidiza me inquieta. Empiezo a intuir lo que busco. Sus sollozos duraron poco. “Mejor sola que mal acompañada”, dijo cuando todo acabó. Amplío aún más la imagen. No quiero mirar, pero mis ojos desobedecen: la mancha negra se ha transformado en su inconfundible bastón.

77. Tiempos de plomo (Marta Navarro)

Una niña sonríe de frente al objetivo. Una niña de pelo oscuro y ondulado echado hacia un lado, guiño pícaro en la  mirada y gesto divertido. Dulce imagen de otro tiempo que acuna entre sus pliegues un latido de felicidad.

Es una foto pequeña, en blanco y negro. Una vieja instantánea cosida ahora al envés de su chaqueta. Lo único que tiene. Lo único que importa. Un tesoro que, en las noches frías, le calienta el corazón.

Con dedos sucios de barro, Otto roza las aristas de la fotografía y suspira. Se siente tan cansado. Tiene tanto miedo…

Parpadea con fuerza para ahuyentar el llanto que amenaza desbordar sus ojos, traga el desconsuelo anudado a su garganta y se obliga a caminar.

Un paso. Luego otro. Y otro. Y otro más.

Avanzan despacio, en silencio, enfrascados todos en idénticos pensamientos, atormentados por idénticos presagios, sin aliento, sin alivio ni esperanza. Una columna de hombres demacrados y exhaustos abandonados a su suerte en medio de ningún lugar.

Una nube de cenizas cae de pronto sobre ellos, oscurece el cielo y aletea en el aire.

Tras los árboles, al otro lado del camino, arden las cámaras de gas.

76. Fijación

Las tres hermanas hemos tardado muchos meses en reunir las cuatro mil ochocientas pesetas que cuesta la Polaroid que le regalaremos mañana a nuestro padre por su cumpleaños. La verdad es que a ninguna de nosotras nos gusta este asunto de las fotos instantáneas. Por hacerse enseguida, pierden en cuanto salen a borbotones por la ranurita lo que tendrían que tener de recuerdo, de fijador de las cosas, es demasiado temprano para quedárnoslas mirando llenos de sorpresa, lo que vemos son dos veces de lo mismo. Pero eso no importa, la máquina no es para nosotras, es nuestro padre el que está obsesionado, regalársela es nuestro afán desde hace meses. Él dejará de llamarnos cada tarde una por una, ya no nos necesitará tanto porque esta es una máquina milagro que lo tiene todo dentro. Los mecanismos y los engranajes. Las pinzas para no tocar. Los líquidos en su justa medida. Y sobre todo el cuarto oscuro.

Si acaso, detener el tiempo nos hubiera gustado un poco antes.

75. REENCUENTRO (Alicia Alguacil Agudo)

Era un ritual de verano, cada año y en la primera semana de vacaciones teníamos que visitar a una prima de mi madre que vivía en lo alto de la loma, en una gran casa ya destartalada por el tiempo, pero en la que se divisaba toda la bahía.

A pesar de haber ido a esa casa montones de años, jamás me había fijado en  esas fotografías que cubrían toda la pared del salón. Algunas con marcos de plata, otras con marcos dorados, todas colocadas simétricamente. Pero se podía apreciar la mella del tiempo en muchas de ellas por su color amarillento.

Esa tarde, tía Lourdes, como yo la llamaba, nos contó la historia del retrato más grande de la sala, era la bisabuela tanto de mi madre como de ella, decía que con los años, yo iba pareciéndome más a ella. ¡Son igualitas!  Le decía sonriendo  a mi madre, y además tienen las mismas manías, creo que es su reencarnación.

Hice una foto con el móvil y la verdad parecíamos como dos gotas de aguas. Esa noche tuve sueños raros. ¿Será verdad lo de la reencarnación?

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