Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

68. El último amanecer.

Nunca escalábamos de día; fuera cual fuera el reto al que nos enfrentáramos. Desde que el mundo se había convertido en una feria global en la que había que guardar cola hasta para subir un “ochomil”, la compañía de la noche se había convertido en nuestra mejor opción. No estaba exenta de riesgos; como la falta de visibilidad, pero en contrapunto teníamos la tranquilidad que aportaba el silencio, y los nuevos amaneceres que se añadían a nuestra ya larga colección.

Mi padre acumulaba años y muchos metros cuesta arriba, pero se había empeñado en coronar la Montaña de los Espíritus, una de las pocas cimas que se nos resistía, a veces por el tenaz viento escarchado que parecía encoger el alma, otras por la falta de oxígeno, pero esta vez tiraba de mí con una fuerza y determinación que hacía tiempo no recordaba.

Alcanzamos la cima antes de un amanecer que recibimos sentados el uno junto al otro. Los primeros rayos de sol iluminaron el semblante sereno de mi padre, al que vi feliz. Después su respiración se fue relajando poco a poco, hasta que la calma llegó a su espíritu, que se hizo uno con el de la montaña.

67. A la mañana siguiente… (Alberto Quiles)

…cuando Lucía despertó encontró una carta junto a la mesa de noche. Comenzó a leer.

Hay días que me doy asco, lo confieso, tengo una adicción. No puedo remediarlo, unos tienen el tabaco y otros tienen el alcohol; en mi caso mi droga es ir de flor en flor. Quizás es mi religón, mi disciplina; quizás tú no me entiendas, creo que ni yo me entiendo. Practico sexo por deporte y tengo ojo clínico en encontrar a mujeres desesperadas. Llámame rufián, llámame malnacido, llámame como quieras; yo traigo la medicina para las penas, ¿Qué hay de malo? Todos ganamos en este juego. Nunca engañé a nadie, más ninguna de ellas se pudo resistir. No busco amor, no busco sexo, busco el juego de tus besos cuando siento que tus labios se mueren por mis huesos.

Tu humilde servidor, el coleccionista de corazones.

66. Recuerdos sellados (Pablo Núñez)

Mi padre me regaló una pluma en mi catorce cumpleaños. Me sorprendió, porque yo nunca había mostrado interés por ninguna. A mí lo que me entusiasmaba era jugar a las canicas. Tenía un saquito lleno. Las que más me gustaban las guardaba en una caja para no perderlas en una mala partida.
Cuando cogí aquella pluma dorada, hizo que la estrenase. Me dictó una carta llena de amor. Al terminarla, la repasó con los ojos entornados. Me pregunto qué observaría, pues no sabía leer. Quizá si la letra estaba a la altura de las circunstancias. Luego la metió en un sobre celeste y me entregó una moneda para que comprase un sello y la echara al buzón. Desde entonces, aquello se fue repitiendo una y otra vez. Nunca cambiaba nada. De tanto escucharlas, aprendí de memoria cada una de las palabras y las iba plasmando en el papel antes de que salieran de su boca. Hasta el día de su muerte me dictó doscientas ochenta veces las mismas frases dedicadas a mi madre, que llevaba doce años bajo tierra.
Lo echo de menos y, cuando quiero recordarlo, abro mi caja de canicas y miro mi colección de doscientos ochenta sellos.

65. Los autobuses de Mery Weii

Mery Weii, coleccionaba autobuses de juguete, pero no le valía cualquiera. Tenían que ser rojos y de dos pisos, como los autobuses turísticos de Londres o cualquier otra ciudad.

Se imaginaba que se montaba en ellos y bailaba entre la multitud de pasajeros que había, que la dedicaban toda su atención y no se bajaban hasta que no terminaba.

Cuanto más desgastados estaban, más la gustaban, así podía realizar más viajes bailando.

Los coleccionaba cuando me mudé de ciudad, hace ya veinte años. Ahora ocupan casi cuatro baldas de una habitación.

Pero ya no es capaz de subirse a la cabina y bailar como lo hacía antes.

64. La coleccionista de arenas

Lucía coleccionaba arenas. Arenas blancas de playas lejanas, arenas negras de tierras volcánicas, arenas claras y más oscuras. Las colocaba en frascos de cristal de diferentes tamaños y colores que repartía en una estantería situada en la entrada de su casa. Algunas las había recogido ella, pero la mayoría eran regalos de sus amigos. En lo alto de la estantería estaban dispuestas unas caracolas enormes, de esas que si acercas el oído puedes oír el mar.
Los días de buen tiempo, cuando los rayos del sol calentaban un poco, salía por la mañana a la terraza de su casa con un frasco y una caracola. Tomaba asiento en su butaca y repartía la arena en una bandeja que posaba sobre sus rodillas. Entonces con una mano aguantaba la caracola cerca de su oído, con la otra removía la arena y se dejaba acariciar por el sol. A la hora de comer se acercaba su madre a recogerlo todo y Lucía la seguía con la ayuda de su bastón blanco.

63. Coleccionamos aplausos cada noche… (Gemma Llauradó)

A pesar de coleccionar aplausos casa noche, y por mucha fuerza de voluntad que tengamos en nuestro trabajo, todos podemos caer en algún momento, cuando olvidamos nuestro objetivo o tenemos un momento de debilidad por las circunstancias que vivimos, y en el que hacemos lo contrario de lo que pretendemos por la presión a la que estamos sometidos. Sin embargo, somos en general fuertes, luchadores e incrementamos en los peores momentos la fuerza habitual en nuestro trabajo y nuestra voluntad de seguir adelante, por nosotros, por vosotros, por todos.

Y aunque parezca contradictorio, aceptamos que podemos fallar y tener algún momento de debilidad. Eso sí, sin excedernos en ser autoindulgentes. Sin machacarnos a nosotros mismos si padecemos una caída, e intentando que estas no acontezcan sin más. Tenemos fuerza de voluntad, capacidad para el trabajo duro y comprometido y sobrada calidad humana para perseguir un objetivo concreto a pesar de la existencia de obstáculos, dificultades y distractores. Por todo ello, seguiremos luchando cada día ante la pandemia. ¡Somos sanitarios!

62. Carpe diem (Susana Revuelta)

De toda la vida cuando alguien iba a morir vislumbraba esperanzado una luz al final del túnel o se relajaba viendo pasar su existencia en imágenes. A los elegidos, una estrella celestial los conducía hacia el sueño eterno. Pero cuando se ponían remolones iba la de la guadaña a por ellos.

Esto lo sabía bien Ernesto. Atesoraba un buen puñado de finales, unos más de andar por casa, otros más épicos. Fue siempre un gran apasionado del cine, del malo y del bueno; a él lo que le interesaba realmente era ver cómo los personajes afrontaban el postrero momento.

Pensaba por ello que, cuando le llegase su hora, estaría preparado para encarar lo que pudiera tocarle. Para el dolor o para una muerte reposada en el hospital, rodeado de sus familiares. Pero lo que nunca imaginó es que el día de su boda, por insistir en afeitarse en plan profesional, a navaja, se seccionaría la yugular. Y que mientras se desangraba en el suelo del baño, le daría la risa floja imaginando a sus amigotes aburridos fuera de la iglesia con un saco enorme de arroz y la cara que se les estaría poniendo.

61. Acopio

Don Antonio compró a un viajante dos palabras en desuso, cordojo y merculino, que ya nadie pudo volver usar. Siguió con rarezas como gangilón, tenería o morillero y otras poco utilizadas, tipo evanescente, ínfula o légamo, y así hasta las más frecuentes y necesarias. Cuando el maestro compró la palabra pan, en el mercado la sustituyeron por hogaza, panecillo, chusco, barra, trenza, zapata, chapata y pistolín, que también las adquirió para su colección, por lo que los panaderos y sus clientes tuvieron que comunicarse por señas. Poseído por una obsesión enfermiza, siguió acumulando palabras de todos los idiomas y archivándolas por riguroso orden alfabético.

Un día, los habitantes del pueblo llamaron a su casa y, por señas, le pidieron la devolución de, al menos, las palabras necesarias para su subsistencia. Don Antonio, con una mirada altiva y una sonrisa burlona, respondió una retahíla incomprensible para todos: a, abad, abajo, abalanzar, abalorio, abanderado, abandonar, abanico, abaratar…,  hasta que sus paisanos abandonaron la plaza, cuando aún no había llegado a la letra B.

Don Antonio murió arruinado y rodeado por miles de papeles y palabras, que hoy disfrutan, en silencio, los visitantes de la impresionante colección del Museo de Lenguas Muertas.

59. Inolvidable (Aurora Rapún Mombiela)

Se endereza en la silla, se sujeta las rodillas con las manos esposadas y comienza, orgulloso, a relatar su historia.

Empezó como lo hacen las cosas importantes, poco a poco y por casualidad. 

Tendría unos 7 años cuando rescató del cubo de la basura una caja de cartón muy pequeña que su madre había desechado. La decoró y guardó allí el diente que se le había caído esa mañana. Prefería conservarlo él mismo, no se fiaba del Ratoncito Pérez. Algo tan valioso no podía caer en manos de cualquiera.

Empezó a almacenar las uñas que se cortaba. También añadió algunas canas que logró rescatar del cepillo de su abuela. Era algo tan especial.

Su afán por los rastros humanos se fue haciendo cada vez más grande. La cajita dio paso a la lata de aluminio y esta a una nevera y a un congelador, y a otro, y a otro más. 

La dificultad para obtener nuevas piezas, les otorgaba valor y él hacía todo lo necesario por conseguirlas.

Ahora que por fin se había hecho pública su colección, se alegraba de que lo hubieran descubierto. 

Observaba, emocionado, las caras de estupefacción, las miradas desorbitadas, las exclamaciones.

Ya podía morir tranquilo.

58. QUERER SABER (Belén Sáenz)

No quiso sentarse, no aceptó un café. Mi suegra entregó a Júnior la colección de cochecitos que David había dejado atrás cuando nos casamos, le dio un beso en la coronilla y se fue sin contestarle por qué iba toda vestida de negro. Los había de carreras, de policía. Incluso furgonetas de reparto. Metálicos, con ruedas de goma y las ventanillas transparentes. Nada de conejitos bomberos ni locomotoras de plástico chillón. «Son de mayores, mamá», y le acerqué a la boca el sándwich de nocilla para que diera un mordisco. Recorté una puerta en la caja de cartón y le propuse que los aparcara todos dentro, ordenados por colores, pero él prefirió formar un zigzag imperfecto. «Un choque». «Brrrrrmmmmm», y me fui a ponerme el collarín. Pero él seguía y seguía, persiguiéndome la mirada. Los dedos índice y corazón de mi hijo simularon dos personitas que subían al descapotable rojo, se lanzaban contra la fila en un impacto brutal mientras emitía un chirrido de frenos incontrolados, planeaban por el aire y terminaban desplomadas en la moqueta. ¿Cuándo vuelve papá? Y sin decir palabra, le levanté del suelo agarrándole del brazo y le di un par de azotes en el culo.

57. El falso coleccionista (Iñaki Ferreras)

Había demasiada gente en la subasta. Todos pujaban por las obras más populares y costosas.

Se sentó con desgana en la única silla libre y observó la “representación” durante un buen rato. Le entraron ganas de ser el mejor pujador para shockear un poco a todos los presentes. Pero decidió no hacerlo y esperar a que salieran los cuadros más económicos. Fue entonces cuando comenzó a levantar la mano ensortijada con anillos de oro y diamantes y a pujar por ellos. Esa vez, se llevó tres.

A la semana siguiente, volvió a la subasta luciendo un caro traje de Armani y repitió la misma operación. Y cuando volvió a pujar por los óleos más baratos, incluso hubo alguna voz que se dirigió hacia él sorprendida.

  • ¿Por qué usted siempre puja por las obras más económicas..?
  • Las colecciono para ayudar a los artistas que más lo necesitan.

Comenzó la jornada laboral en la galería. Tenía veinte mensajes de potenciales compradores de las obras que, durante meses, había conseguido a buen precio en las subastas. Ahora, las vendía diez veces más caras. Se frotó las manos y se dispuso a responderles…

 

 

56. El guerrero en sus hazañas

Le gustaba llevarse una piedra cada vez que hacía cumbre, y ya eran muchas. La caja pesaba más que los malos pensamientos .

Pero a veces las aventuras tienen un fin, porque el tiempo es como una mala víbora que no perdona si pisas cerca, y siempre lo hacemos.

Era conocido por su meticulosidad y entusiasmo ante un nuevo reto, ir con él era un plus, pero en otras cosas era un poco desastre; dicen que eso es cosa de genios, pero no siempre, yo tengo solo una cualidad y no es la apreciada. En fin, que no le puso a cada uno de sus recuerdos pétreos la etiqueta correspondiente porque sus presentes no hacían hueco al futuro impredecible.

Ahora quería simplemente cogerlas, y una a una recordar cada momento sublime, pero era imposible.

Decidió machacarlas todas, juntarlas con cola y un chorro de orujo, para luego tumbarse y ponerse sobre el pecho su tesoro en una amalgama.

Era imposible beberse tantas emociones juntas y pudo haberlo evitado, pero dejó que su corazón latiera hasta el límite en un sinfín de placeres entremezclados que le hicieron llorar de alegría hasta descansar como un vikingo esperando a las valquirias.

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