Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

98. Katina (Toribios)

Katina lo recordaría toda su vida con aquel impoluto terno azul marino. Había vuelto hacía poco a la ciudad de su infancia, tras veinte años, un hijo y un matrimonio fracasado. A veces los pies piensan por nosotros, así que la habían llevado al paseo aquel del primer beso, tras los setos que bordeaban el parque. Y lo vio. Más que a él a su traje azul, que lucía sonriendo, como si llevase todo este tiempo esperándola. Recordó de golpe aquella tarde, a sus diecisiete, en el oscuro palco del Teatro Principal, viendo « La mujer indomable ». De ahí, de Liz Taylor haciendo de Catalina, le venía el nombre. Para él sería siempre ya Katina. Y ahora, después de tanto tiempo, lo tenía delante con el mismo traje aquel de los domingos. Durante el instante que él la sonrió pasaron por su mente las imágenes de un futuro feliz a su lado. Risas, recuerdos, días de sol, los amigos de entonces. Luego, se encendieron las luces y se impuso la realidad, dio media vuelta y le dejó atrás con su jersey astroso y su litrona. 

97. The Bluest Blues (Manuel Menéndez)

Me gustaría volver a contemplar el mar. Recordar aquel azul radiante que marcó nuestras vidas antes de oscurecerse y volverse negro.

El día en que nos conocimos te dije que tus ojos eran dos pinceladas a mitad de camino entre el color del cielo y el de las olas. Nos reímos, nos besamos, me enamoré. ¿Te enamoraste tú también? Creía que sí cuando te pedí matrimonio, poniendo en tu dedo aquel anillo de aguamarina. No tenía la menor duda cuando recorriste el pasillo de la iglesia, radiante con tu vestido turquesa. Pero pronto llegaron los recelos. Las ojeras de mis noches de insomnio fueron cambiando la tonalidad. Luego vinieron las marcas púrpuras que empezaron a cubrir tu piel, fruto también de mi amor, aunque no lo creyeras. Tu mirada se llenó de sombras y con ella también mi cabeza. Cuando los hombres de azul marino derribaron nuestra puerta era tarde.  Me resultó curioso observar el contraste entre el azul grisáceo de tu cuerpo y el más pálido del pijama de los sanitarios que intentaron en vano reanimarte.

Asumo que tengo que pagar por mis pecados. Pero ojalá no tuviera que hacerlo llevando un mono naranja el resto de mi vida.

96. Arrebato azul Calamanda Nevado

Apoyé la cabeza en el hombro de la chaqueta azul de mi hermano y sentí una clavícula frágil  que  emitía un ruido hueco. Le resbaló  por la boca algo de saliva,  aparté la cara por temor a  mancharme y me  alejé de su cuerpo sonriéndole tristemente.  Luego, mirándolo de cerca, me pareció  solitario, mal conservado y apático.  No le dije palabra, y aunque no me  apeteciera pedírselo, estábamos solos en casa,    lo invité a merendar. Mientras   tomábamos café,  queso azul y algo de fruta lo  miré cómo si lo viese por primera vez. Comía ávidamente, casi sin detener los alimentos en la boca, un temor absurdo, un presentimiento,  me quitó vigor; nunca antes,  observándolo, fui consciente  que una gran vena muy azul le surcaba el lado izquierdo del rostro y se le agarraba al cuello, dándole un aire como de sufrimiento y consumir sangre. Alguna vez, siendo   jóvenes, a pesar de tomar el sol le encontré,  después de beberse  unos cuantos vinos tintos, las mejillas descoloridas y las ojeras muy azules.  Siempre fue difícil de conducir  y  procuré evitar  los comentarios y los  encuentros.

-Menudo inocente estás hecho- le escuché de pronto-, ¡a ti te tengo que espabilar yo!-

-¿Entrenándome?-

94. DIALOGO ENTRE DOS AMIGAS (J.A. Iglesias)

—¿Como estás hoy?…Pareces mas animada.

—Es Navidad, ahora al menos, no habrá diferencia entre mis hijos.

—»Tus hijos», ¡hay tus hijos!

— ¿Que quieres decir?…Somos eternas amigas, siempre has influido en mi, dándome equilibrio y estabilidad. Por favor háblame con franqueza.

—Lo haré. Me acogiste cuando nací, seguimos creciendo juntas. Yo sigo igual, pequeña, solitaria, con mis vestidos casi monocromático. Tú en cambio, tan bella, tu mirada de cambiantes azules, piel rosada o morena, vestida de múltiples arcoíris, llena de riqueza y salud.

Luego pariste,» Kaines y Abeles», entre todos te convirtieron en lo que ahora eres. Ellos son la causa de tus males, de ese cáncer que te consume.

—Cambiaran, no todos son así.

—El amor de madre no te deja ver. Se enriquecen sin perjuicio, les da igual tú y los demás. Los incautos te defienden sin convicción excusándose de no poder hacer nada.

—¿Como los conoces tanto?

—Los observo desde mi posición.

—¿Fueron a verte?

—Alguna vez. Perdona, pero prefiero no tenerlos cerca.

—Querida,¿seguirás conmigo hasta el final?

—Buena amiga, te acompañare hasta el final de tus días.

—Pero Luna, cuando ocurra, ¿que será de mis hijos?

—Querida Tierra, me temo que ellos morirán contigo

93. EL GRAN AZUL (Javier Puchades)

Desde pequeño, Índigo se vio atraído por el mar, pese a vivir en el interior. Tal vez fuese por sus lecturas infantiles: «La isla del tesoro», «Veinte mil leguas de viaje submarino» o por las películas de piratas. O también pudo ser, por contemplar aquel inmenso manto añil al mirar las fotografías que guardaba en un álbum.

Convenció a su madre para tomar la primera comunión con un traje de marinero de un azul intenso. Nunca olvidó su doce cumpleaños. Ese verano le habían prometido que irían de vacaciones a la playa. Pero justo, a principios de julio, murió su padre. Con el tiempo, se buscó una novia de nombre Celeste, porque le recordaba el mar. Luego, las circunstancias de la vida le impidieron cumplir su sueño.

En cuando se jubiló, se apuntó a un viaje que iba a un hotel de la costa. Al llegar, nada más bajarse del autobús, se dirigió a la playa atraído por el rumor de las olas. Quedó obnubilado ante aquellas aguas turquesa, que le llamaban. Fue tal la fascinación que comenzó a meterse mar adentro. La emoción le hizo olvidar que no sabía nadar.

92. ¿Por qué?

El paso de cebra estaba allí, como siempre. Lo inusual, si acaso, era la mañana absolutamente despejada, tan gélida como nítida.

Germán había salido del garaje con más prisas de las habituales, por culpa de una camisa ilocalizable y de su manía de ajustar el tiempo.

Yo solía cruzar por allí con los cascos puestos, persistiendo en la tradición de llegar al trabajo cabreado por las noticias, pero aquella mañana los había olvidado en casa. Distraído, iba pensando cómo le diría a Pedraza que el programa de gestión nuevo era una puñetera mierda, cuando un helicóptero volando bajo me hizo mirar a la derecha, justo cuando iba a pisar las primeras franjas blancas.

A la vez, en el móvil de Germán, sonó el tono de llamada del Ministerio del Tiempo. No pensaba cogerlo; nunca lo hacía conduciendo. Apenas volvió un instante la mirada, para ver quién era.

Al momento, oí su voz, cuando consiguió bajarse del coche después del impacto. “¡¿Qué he hecho?!”, repetía una y otra vez.

Deseé con desesperación oír el despertador, pero no: era real. Después sobrevino la certeza de no poder hacer otra cosa, inerte, que ver aquel intenso cielo azul de diciembre.

91. Terciopelo azul (towanda)

Si viera, madre, las mordeduras que me hicieron los zapatos… Tuvo usted tino cuando dijo que eran pequeños, pero me encapriché y no podía dejarlos allí. Qué bien sientan con el vestido azul, el ajustado de terciopelo, que me cosió cuando vino del pueblo. Hasta contorsionismo hago para subirme la cremallera. Cuando termino, tengo las mejillas tan sonrosadas que ni colorete me pongo. Apenas, un poco de rouge en los labios. Con discreción siempre. Como a usted le gusta.

Hace unos meses, al salir del hospital, me encontré con Pepita, la hija del Antón. Ahora se llama Carla y es rubia. Me ofreció trabajo, pero, tranquila, solo por las noches para  poder continuar  mis estudios de peluquera. Pagan bien, madre. Muy bien. Así que no necesito que vuelva a enviarme dinero. En cuanto ahorre un poco, lo dejo, corro a buscarla y me la traigo conmigo para montar  la peluquería. La extraño cada día. Tanto.

He dejado crecer mi pelo. Se va a alegrar cuando vea lo bonito y brillante que lo tengo.

Aunque se lo prometí, todavía sigo fumando. No se disguste. Me da seguridad para afrontar este cambio.

Sabe, madre, estoy feliz… Ayer me confundieron con una chica.

 

90. Vertido de esperanza (Salvador Esteve)

El gris era ahora el color incurable de sus aguas. El coral había sido sustituido por plástico, la sal por pesticidas. La mayoría de la fauna marina había sido esquilmada. Ella era la reina, la última de su especie. El cetáceo surcaba los mares en soledad, sin rumbo. Pero había llegado su hora, la Naturaleza le susurró su destino.

 

Con la fuerza de su linaje, con el coraje y el orgullo que le inculcaron sus ancestros, emerge de las profundidades levantando un descomunal géiser, sería el último. A poca distancia, el barco ballenero otea el horizonte en busca de la ballena azul, la más preciada. Sus tridentes de muerte están dispuestos para ser disparados.

Despacio, pero sin vacilar, se dirige hacia los arpones reclamando la eternidad, anhelando su acero, hasta que estos penetran en sus entrañas. El color regenerador de su piel se diluye sobre las negras aguas. Poco a poco, el azul se va extendiendo por los océanos.

89. PRUEBAS DE AMOR

Martita sufría tanto por amor que decidió suicidarse de mentiras rodeando su cuello con la lazada de raso azul del vestido de los domingos. Por fortuna no murió del todo, solo le quedó una marca añil en el cuello que enseñaba a todas sus amigas y volvió a su rutina de suspiros y melancolía. Mientras, Miguelito, compartía gominolas y besos torpes con la cursi de Rosita que, aunque presumía de príncipe azul, no fue capaz ni de morirse un poco por él.

88. Sinsentidos

La noche ha caído sobre nosotros igual que lo ha hecho al despiste durante el día. Estamos tumbados en el barro como en los brazos de una amante incompetente que no sabe por donde la esperamos.

A mi lado derecho, a “El Sidras”, le sale de la bota el pulgar necrosado del que da buena cuenta una golosa rata sin que él sienta nada mientras se enfrasca en percibir los rasgos de su novia en una foto de la que se sabe cada mínimo detalle.

No tardará en venirle, desde algún lado, un buen golpe al roedor por ese “tú comes, yo también” en el que estamos hermanados.

A mi izquierda está “El Químico”, mi mejor amigo desde que llegamos a este mundo donde nada es lo que parece y el absurdo es la divinidad.

Más que rabia es enfado lo que siento con él. No se puede sacar la cabeza para otear y que te la revienten tontamente.

Parte de sus sesos están todavía en mi chaqueta. Esos mismos en los que seguro está la respuesta a lo que ahora no paro de dar vueltas: ¿Por qué mi madre me mandaba a comprar azulete para blanquear la ropa?

87. Ritos ancestrales

En la casa azul vivían las costureras; así las llamaba nuestra madre. La planta baja aguantaba otros dos pisos y un tejado abuhardillado. A dos manzanas de la nuestra, teníamos que pasar por ella para llegar al colegio de San Millán. Algunas mañanas, sin venir a cuento, rodeábamos por la Avenida, pero tardábamos el doble. A veces había hombres esperando a que les abrieran, o alguna mujer con medias de encaje asomada al umbral, como si quisiera atraer a la clientela. Si preguntábamos sobre quiénes esperaban en la puerta, nos decían que, con seguridad, necesitarían un arreglo. Y si nuestra curiosidad se cernía sobre las chicas de la entrada, jamás obteníamos respuesta. Nos seducía el lustre metálico del azul de Prusia con el que estaba pintada la fachada, el contraste marmóreo de alféizares y dinteles, el misterioso hilo que augurábamos tras las ventanas. Un día, recién cumplidos los catorce, mi padre afirmó que ya era un hombre, y me separó de mis hermanos. Caminamos juntos hasta la casa azul. Él con el traje de las grandes ocasiones, yo con la camisa de los domingos y pantalones cortos, convencido de que había llegado el momento de cambiar de indumentaria.

86. De lo que son y fueron

Dormían en camas separadas desde que el médico se lo recomendó a Manuel. María, en parte, lo agradecía, él siempre tenía calor y ella usaba calcetines. Una mesita de noche hacía de trampolín entre ambos mundos nocturnos. A veces, la providencia se ponía de acuerdo y los hacía coincidir en el momento de apagar la luz y así rozar sus manos. Disculpa, fue sin querer. No te preocupes, yo también tengo sueño. Descansa. Cuando eso sucedía les costaba invocar a Morfeo, aunque vueltos de espalda lo disimularan. A sus mentes venía el mismo recuerdo. Los viajes en tren de Manuel a la mina, María en el andén que lo despedía y él que ansiaba el regreso; momento en el que aún no se habrían tocado que ya se estarían besando. Por aquel entonces la cama era única, pequeña y caliente. Dame la pastilla María… ¿Te encuentras mal? No, la otra, la azul. Ambos descienden a quejidos de las camas y las juntan para, por una noche, ser de nuevo María y Manuel.

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