Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

128. ¡Brujería!

Mi familia desciende de una casta navarra perseguida durante siglos, acusada de satanismo y brujería. Cuando mi hermana melliza y yo cumplimos los diez años, nuestra madre nos confesó que los agote poseemos un don especial que ambos estábamos a punto de descubrir.

Yo tardé en ser consciente de mi don. Sin embargo, mi hermana lo fue del suyo al soplar las velas de la tarta. En lugar de llamas amarillas sobre cada vela, bailaban dígitos numéricos cual flamencas. Y al apagarlas, las gitanas se desvanecían en el aire.

Mi hermana era, lo que la ciencia moderna llama, una niña sinestésica. Es decir, tenía una percepción cruzada de sentidos, donde el valor numérico marcaba la intensidad del color amarillo. A ojos de mi hermana, las llamas amarillas de las velas mutaban en sietes. “¡Ese don le servirá para indicar la madurez de los plátanos!» me burlaba yo. Pronto la invitaron a participar en estudios sobre la sinestesia. Tuvo suerte, siglos antes la hubieran quemado en la hoguera.

Yo descubrí mi don acercándose nuestro decimoprimer aniversario. Orinando me hallaba cuando mi hermana irrumpió en el baño y, señalando mis aguas menores, gritó «¡99!» Así descubrí mi don.

127. De amarillo sol de verano

Todo comenzó en la arena de la playa, tumbada en la toalla atusaba su pelo…
—¿Cómo explicarte el placer de atusarte?
El bucle se repetía una y otra vez.
—Aunque suenen a infinitos mis besos.
Las caricias traspasaban la piel sudorosa, y los dos estallaban en risas y más risas, pues la novedad les excitaba mucho, y sin poder evitarlo volvieron a reír… y por fin conocieron el éxtasis de su amor, sí, amor, en este paisito amarillo de sol, verde y rojo pasión, y azul cielo de verano.
—Yo te entrego mi yo más yo, mi piel y mi cordura…, puesto que sus almas la habían perdido — me ha costado mucho llegar hasta aquí compañero.
Y toda una vida virgen por delante.
—Prometiéndonos aquí, este paisito amarillo de sol.
En este que es el final del día y del verano.

126. Furtivos

El verano agoniza, ebrio del ámbar de los primeros días del otoño. Brochazos secos de amarillo marchito emborronan los campos de mies. La quietud del paraje retumba en los alcorques de los árboles; un hilillo de agua indeciso se desliza silencioso por un arroyo escondido y coquetea con los guijarros. El beso vespertino de la naturaleza es dulce, sereno aunque un cielo azafranado en el ocaso amenaza con perder las formas al día siguiente. Los ciervos con sus crías se atreven a cruzar los senderos del bosque cercano en busca de alimento. Cornejas, jabalíes, tejones y ratoncillos recurren al menú diario, hierbas, alguna raíz… Solo una manada de lobos parece haber tenido suerte y en un claro, sobre un mullido de hierba seca, hacen corro. Despedazan a dentelladas los cuerpos entrelazados de los amantes. Se reparten el festín no sin trifulcas. A un lado, algunos jirones del vestido de ella, a otro, las piernas del pantalón de hombre. Los cánidos desechan con hastío los huesos y las partes duras, pero no se librarán de ingerir el plomo de dos balas.

125. ¿Sonreía?

Mi color preferido siempre fue el amarillo. Lo elegí antes que mi hermano, aunque mamá y él me acusaron de ser un copión. Estaban juntos a todas horas, intercambiaban sonrisas. A mí eso me daba igual. Se enfadaron cuando me compré una gorra amarilla. También el día en que traje a casa aquel canario. Papá me obligó a devolvérselo a Carlitos. Nadie entendió que intentara pintar las paredes del cuarto con mi color favorito. No estaban quedando bonitas, pero es que no me dejaron terminar. Me castigaron a no salir. Fue entonces cuando quise dejar claro que el amarillo era mío. Por eso empecé a dedicar largos ratos a contemplar el sol en la terraza.

Durante un tiempo, sentí a mamá más cerca que nunca, sobretodo en el hospital. Pero no llegué a saber si sonreía. Cuando me concentro, eso sí, aún puedo ver el amarillo. Sólo dentro de mi cabeza.

124. Escribir mientras los astros

Te sigo por la calle y el sonido de los pasos reproducen un ritmo repetido. Sales de la tienda, con un objeto dentro de una bolsa, y te metes en el portal de tu casa , cuando ya encienden las farolas. Tras las cortinas, tu silueta escribe delante de una pantalla y esta pone un brillo lunar a tu cara; yo enciendo un cigarrillo para que veas bien -de una vez por todas- la mía.

 Quizás me mandes subir, abrir la puerta en silencio, tomar la pistola de la bolsa y apuntarte a la cabeza. Después, gozoso de cumplir tu método de escritor maniático, te arrimarás a la cocina para prepararme  café, y dirás que el tiempo está cambiando. Supongo que tus palabras, papá, son como estrellas milenarias cuyas luces no existen: se resumen en la punta de mi cigarrillo, un aerolito que espanta el vacío sideral de la calle. Ahora que estás muerto, en la conjunción de las farolas y las estelas de las ventanas,  intuyo una verdad que ilumina a los otros en medio de un sol que deslumbra, y me siento igual que cuando entraba en la órbita de tus ficciones, como un satélite, siempre detrás de ti sin alcanzarte.

123. Amarillo

Hay pocas cosas que perduren, que no cambien.

Creo que apenas una:

El oro.

El oro es amarillo, no cambia, no envejece, perdura inalterable. Tambien tiene un gran valor y lo ha tenido siempre.

Imagino que de eso viene lo de “corazón de oro”.

Los corazones de oro al estar dentro del pecho son invisibles, por eso no podemos saber, al conocer a las personas si (con suerte) nos hemos topado con un corazón de oro.

Pero, a veces, la vida es muy agradecida y encontramos gente portadora de latidos de oro.

No importa su cara, su altura, su color; solo con el tiempo los conocemos por como han estado en los malos momentos.

El amarillo del sol y de esos corazones hacen que todo fluya.

Tu pecho tiene un brillo amarillo, yo he conseguido verlo.

Si, tu eres un corazón de oro.

122. Un bicho raro

Era totalmente diferente a nosotros. Su forma de pensar chocaba de manera frontal con todas nuestras tradiciones. Se empeñó en acabar con el orden establecido. Cada vez tenía más seguidores y empezaba a convertirse en un verdadero problema. Yo fui el primero en darme cuenta. Por eso le denuncié. La despiadada maquinaria se puso en marcha y fue implacable. Salí totalmente abatido del juicio en el que se le condenó a muerte. No era eso lo que yo quería.

 

Como denunciante, la ley me obligaba a estar frente a él durante su ejecución. Llegó el día señalado y me quedé mirándole fijamente a los ojos intentando pedirle perdón. Le inclinaron la cabeza y el hacha del verdugo seccionó, de un certero tajo, su cuello. Atónito contemplé cómo brotaba a borbotones sangre… ¡amarilla! De pronto, al verla, todo sentimiento de culpa se esfumó.

121. Crescendo

Se levantó al amanecer con una sensación larvada, apenas perceptible, pero algo más intensa que la del día anterior.
Mientras tomaba un racimo de uvas tempranas, salió a buscar las flores. Tenía que escogerlas con cuidado. Ya en su estudio, dispuso catorce de ellas en un jarrón de barro, partido en su ecuador por dos tonos distintos del mismo color ocre. Tardó bastante en conseguir un desaliño estudiado.
Debía aprovechar la jornada. El final de agosto empezaba a robar horas de luz al día.
Pintó en la soledad, poniendo, como siempre, el máximo de su destreza y empeño. Bastó un pedazo de queso para olvidar el hambre, pero no pudo ignorar el zumbido que aumentaba a un lado de su cabeza.
Trabajó sin pausa durante toda la tarde. El calor secaba los óleos en la paleta y sus modelos desfallecían como viejas bailarinas marchitas.
Los últimos rayos de sol pusieron fin a su jornada.
Mientras los pinceles iban cediendo a la trementina el color de los girasoles, desprendiéndose de la luz mediterránea hasta quedar listos para la próxima sesión de pintura, en la oreja del artista fue creciendo la sospecha de no estar con la persona adecuada.

120. Envidias (Pablo Cavero)

Intentaba dormir la siesta a la sombra del árbol cuando aquella enorme manzana cayó sobre su cabeza. Isaac refunfuñó sobre su mala suerte, ese gafe reiterativo que le perseguía en su vida. Esa mañana la tostada untada con esa mantequilla salada, la que le hacía salivar, se le cayó y su delicia amarilla besó el suelo. Le apenaba desperdiciar ese manjar, así que pensó, lo que no mata engorda.

De hoy no pasa, se dijo, y se puso manos a la obra a desarrollar la idea de que si algo puede salir mal, ocurrirá. O por qué la tostada siempre cae por el lado de la mantequilla. Llenó hojas de argumentos. Allí plasmó psicología pesimista y negativa del mal fario. Serían las famosas leyes de Newton.

Años más tarde un tal Murphy estudió a fondo y desarrolló las leyes sobre la gravitación universal. Él también adoraba las tostadas tan amarillas. Era un envidioso de los postulados tan divertidos de Isaac y como los suyos le parecían muy aburridos, aprovechó sus conocimientos para viajar en el tiempo e intercambiar los papeles.

119. Amar(i-llo) (Mónica Rei)

Al principio lo nuestro fue primario  y  miel. Y yo, que era mimosa y primavera, me  dejé llevar. Entonces éramos  felices, alegres como el  champán, promesa de un amor permanente…

Entonces, sin saber cómo ni cuándo,  él se volvió  resina y gutagamba, asfixiándome a cada paso con su humo. Sonaba  una  alarma pero yo, deslumbrada por sus ojos de ámbar, sus abrazos de titanio y el oro de su piel, no la escuché.

Con el tiempo todo a su alrededor se volvió  limón y jengibre y después  sucio, orina y tigre. Mi mundo se convirtió en un paisaje de  paja, un mundo oxigenado  de rostros  verdosos y miradas de cera.

Y todo fue ruina y óxido y la amenaza de un  Sahara permanente.

Hasta que hoy he decidido agarrar el pincel por el mango, ser primitiva y  fulminante. Como un tigre viejo en un desierto de arena. Azufre y cal.

118. Sin bolsas (Blanca Oteiza)

Paraste el coche frente a un vasto campo de girasoles y me declaraste tu amor diciendo que era más grande que todas las pipas que había ante nuestros ojos. Fueron meses de limonada, de paseos bajo el sol y baños entre patitos de goma. Fueron meses de risas, viajes y riñas.
Debí comer muchas bolsas de pipas durante ese tiempo, porque el otro día me dijiste que ya no me querías.
Para olvidarme de ti, he decidido cambiar de aires y volar a Londres. Ahí la lluvia me recibe y bajo el paraguas me refugio de las miradas que parece me observan, hasta que entro al museo. Tu imagen se ha quedado afuera, diluida en los charcos de la calle, aunque frente a Los Girasoles de Van Gogh, no he podido evitar recordarte.

117. Estío

Estío

Recuerdo el calor. Las gotas de sudor que resbalaban lentamente por mi cuello y el sonido estridente de las chicharras mezclado con el susurro del viento que mecía las espigas de trigo. Aún me parece sentir el aire sofocante de aquella tarde de julio bajo el sol de Castilla. Y el brillo de su tez morena. Y su sonrisa. Y la forma en que el ardor me poseyó, mi anhelo sobrepasó a mi razón y convertí nuestro juego casi infantil en su pesadilla, su alegría en miedo, mi vida en un infierno.

Hoy he vuelto al pueblo. Soy un hombre libre, mi deuda con la sociedad está saldada. Poca gente me reconoce, han pasado muchos años. Yo tampoco soy el mismo. Mi espíritu está quebrado, soy un anciano prematuro que perdió su juventud en un día de bochorno similar al de hoy. Paseo, arrastrando los pies, por los caminos polvorientos y solitarios. Decido que he cometido un error regresando aquí. Vuelvo sobre mis pasos cuando la veo. Tan joven, tan inocente, con una piel tan dorada… Lleva unos auriculares y una expresión de felicidad en su rostro. Y yo me encamino sonriendo hacia ella, sintiéndome otra vez joven y vivo.

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