Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

BLANCO Y NEGRO

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en BLANCO Y NEGRO

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán relatos que desarrollen el concepto BLANCO Y NEGRO. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE DICIEMBRE

Relatos

22. EL SOL DE ARTURO (Mercedes Marín del Valle)

Pasaban los días y los meses, y su pequeña crecía sin pronunciar, un «mamá» o un «papá»; vocablos que tan sencillos parecían en boca de otros bebés.
Los médicos coincidieron en que no había nada anómalo en ella. Escuchaba y ejecutaba perfectamente los mensajes y se desenvolvía correctamente en su, lógicamente, restringido entorno. Sin embargo, por prevención, recomendaron llevarla a clase de lenguaje de signos, lo que no convenció mucho a sus padres, que pensaban que aprender así, no ayudaría. Entristecidos, pero no vencidos, devoraron con avidez, libros y artículos intentando encontrar una explicación al retraso verbal manifiesto en su pequeño tesoro.
Una mañana yendo a terapia, su padre le hablaba para entretenerla y para, de paso, minimizar su estrés, provocado por el inabarcable tráfico del diario.
La niña soltó una carcajada infantil cuando, parados delante del semáforo, el hombre canturreó:
—Verde, verde…que se ponga verde.
—Amarillo, amarillo —gritó ella, pronunciando correctamente todas las sílabas.
Incrédulo y emocionado, buscó con sus ojos qué milagro había desatado por fin su lengüita atrapada.
En el vehículo de al lado, un gran sol era agitado con fuerza por un niño al que enseguida reconoció. Era Arturo, el amiguito de terapia de su hija.

21. Un día de playa

“Chiringuito” en la arena.
Tarde calurosa con un 90 por ciento de humedad.
Cubro la cabeza con una pamela. Gafas de sol y un litro de agua sobre la mesa.
Desde mi atalaya observo a unos niños, embadurnados de crema protectora, que juegan con la arena y personas mayores paseando al borde de las olas.
Estoy tan relajada que, dormito en la silla de plástico y el tiempo transcurre con mi mente en blanco.
Lo que no me agrada es la música. A punto estoy de protestar, pero quién soy yo para quejarme, razono, cuando hay veraneantes moviéndose al ritmo de las notas.
Me meto en el agua y, aliviada, seco mis huesos al sol y vuelvo a sentarme. Mis pies acarician la arena. ¡Esto es felicidad!
En la mesa de al lado, una joven pareja se dispone a zampar un plato de patatas, huevos fritos y ensalada. Mojan los tubérculos en la yema y todo se cubre de un rabioso amarillo semilíquido.
Mis papilas gustativas se alertan. Pido a la camarera el mismo menú pero… con pan. ¿Cómo pueden estos ingleses comer tan sabroso manjar sin empapar la hogaza en la amarillenta yema del huevo?

20. BUENOS DÍAS

El amanecer es un momento ingrato, especialmente si te van a fusilar junto a un tipo que ha sido tu adversario durante tantos años y que justo en este momento postrero resulta ser también, junto a mí, un enemigo de las nuevas costumbres.
Ya se arma el pelotón.
-¡En la cara no!
-¡No te hagas el refinado, que de nada te servirá en tu paraíso!
Nos harán héroes y mártires al mismo tiempo, a nosotros que no hace mucho nos habríamos enredado en discusiones encendidas hasta despellejarnos vivos y luego nos habríamos emborrachado hasta el desmayo.
-Buenos días, desgraciado.
-Buenos días, cabrón. ¿Has visto qué color tiene el cielo? Parece el amarillento de las llamas del infierno. Es como el atardecer, el final de todo.
Ya no quedan ideales desde que llegaron estos tipos que lo resuelven todo con paseíllos y fosas a la salida del sol, ese momento ingrato en el que, cegado por la luz amarilla del amanecer, a nadie le apetece ser fusilado.

19. CÍRCULOS CONCÉNTRICOS (Paloma Hidalgo)

¿Sabes cómo se llama ese color asalmonado que tiñe las nubes al atardecer? Me importa una mierda, respondí con sequedad. Tras el divorcio de mis padres, mi madre continuó siendo ella, tan exigente, tan cariñosa, tan ella; sin embargo él cambió. Cuando estábamos juntos intentaba transformase en el padre perfecto que nunca había sido. Me resultaba ridículo, pero en vez de decirle que era innecesario, que yo prefería al de verdad, al imperfecto, disfrutaba humillándole, castigándole por considerarle responsable de todo. Se llama amarillo de Nápoles, añadió sin mirarme. Hoy he vuelto a pensar en él. Mi hija, que también cree que su padre es el culpable de nuestra separación, me ha contado al salir de su clase de pintura que el amarillo de Nápoles se usa en las puestas de sol, y yo, tras mirar al cielo, precioso, le he pedido perdón, aunque sé que ya es demasiado tarde.

18. Supersticiones (Miguel Á. Molina)

El matador cruza los dedos, acaricia el burladero, y sale a la plaza apretando un trébol de cuatro hojas. Al comenzar el paseíllo tropieza, entra al coso con el pie izquierdo, y todo cambia. Se coloca a puerta gayola y visualiza el espejo roto del hotel. Jamás ha sido supersticioso, pero desconfía al recordar la sal derramada esta mañana. Adelanta el capote, cita al toro, y mientras encadena verónicas se ve andando bajo una escalera. Se luce con unas chicuelinas, pero le viene a la cabeza el gato negro que anoche se le cruzó en sueños. Dibuja unas gaoneras y rememora el paraguas que ayer abrió bajo techo. En un quite por revoleras, un descuido le hace trastabillar. Justo antes de que el pitón arrase su femoral, el color amarillo del reverso de su capote tapará su rostro.

17. Alas amarillas (Carmen Cano)

Aquella tarde Poquelin desoyó los consejos del dueño, se vistió de amarillo y voló por los aires sin red. El trapecio era el número estrella y el público lo adoraba. En un salto vertiginoso se precipitó al vacío y se estampó como pájaro desplumado. Antes de que los espectadores gritaran, Monsieur Pompoff dio la orden de emergencia.

El domador hizo restallar el látigo con furia, las siamesas chinas pasearon su cuerpecito saludando a la audiencia -mientras una sonreía, la otra enjugaba sus lágrimas en un pañuelo-, el malabarista distrajo a los niños con diez bolas de colores, la mujer barbuda amamantó al bebé y los payasos se llevaron el cuerpo entre jocosos aspavientos. En las gradas el público ovacionó de pie aquel derroche circense.

Las funciones siguientes fueron un fracaso. Sin trapecista apenas se vendieron entradas, pero Monsieur Pompoff era un hombre de recursos y acabó anunciando al Ange Nouveau del trapecio. Enfundado en un maillot amarillo y con un antifaz, sus movimientos eran arriesgados y titubeantes. Pronto cayó sobre la pista y el plan de emergencia volvió a enfervorecer al público.

Los payasos siguen con su ronda nocturna entablando amistad con los borrachos solitarios de las tabernas.

16. Amarillo tirando a rosa

Los recuerdos de infancia de Julia son de color amarillo. Amarillo como los orines que manchaban las sábanas del catre de su habitación de sirvienta. Amarillo como el miedo  lavando de noche en el pilón o como la humedad insomne sobre la que se acostaba después. Amarillo claro como las tapas de aquel libro que escondía en la cuadra lleno de versos de un tal Hernández. Como las hojas caídas de los álamos que rodeaban la tapia del cementerio en otoño, donde estaban los huesos de su madre, que amarilleaban bajo tierra. Amarillo ocre como el heno mojado y oloroso que se apilaba en el prado. O los cercos de sudor en la camisa blanca de su padre, que empezó a mirarla con ojos de lobo igual de amarillos cada vez que volvía de visita.

Amarillo radiante, cálido y blando como el ramillete de achicorias que  Antón le regaló un día a la salida de misa. Y amarillo vergüenza de no merecer. Amarillo deshonra de virgen profanada. Pero amarillo pálido tirando a rosa de alegría infantil intentando no ahogarse del todo en el mar agridulce de limón que dejan tras de sí las guerras no ganadas.

15. Verbena amarilla (Manoli VF)

―Ay, filliña― habla Aurora― nunca se sabe cuando el cuerpiño despierta a estas cosas. Fíjate, ahora que me hablas de tu meniña, me vienen a las mientes los tiempos de mi Andresiño, cuando siendo un raparigo de doce años le dejé salir con su padre a la verbena del pueblo. Parece que lo estoy viendo, pobriño, que aún no acabara de salir, y ya estaba de vuelta escondiéndose bajo mis sayas. La cariña toda amarilla, que parecía que hubiese visto no sé qué cosa,  temblando y  con la voz atorada, como si tuviese un cacho de pan en medio de la garganta. Yo venga a preguntarle y él haciéndome señas de que esperase, que me esperase  a que primero se le fuese el ahogamiento y después el llanto. ¡Ay, filliña, que aquello parecía el desbordamiento del Ebro! hasta que se limpió los mocos en mis sayas y achicó el agua no me lo dijo:

―Que la he visto.

―¿A quién, meniño?

―A  la Carmela, madre,  a mi Carmela, que me había prometido un baile y estaba abrazada a Pepe.

14. ESTÍMULOS (Ángel Saiz Mora)

Los días decisivos no se distinguen del resto, tampoco aquella mañana de sábado en la que cumplí trece años. Mamá, aficionada a Agata Christie, había dejado la primera nota sobre la mesilla de noche. Anunciaba un regalo que debía rastrear.
Las siguientes pistas me condujeron hasta la nevera. Descubrí que el misterio era un libro, oculto bajo unos limones. Decepcionado, maldije esa fijación materna para que leyese. En la portada había un pirata sin pierna y con muleta junto a un muchacho de mi edad. Las primeras páginas daban cuenta de la visita a una posada de un marino con la cara marcada por un sable. No pude parar hasta bien entrada la noche. Otras muchas lecturas siguieron a “La isla del Tesoro”.
Hoy soy yo quien siembro de notas amarillas adhesivas la casa de mi madre, una terapia de frases cortas que le recuerda su edad, el día de la semana o el nombre de los nietos.
Es una cruel ironía ver desorientada a quien con tanto acierto supo dirigirme. Su memoria falla, pero aún puede leer el comienzo de mis novelas, que siempre es el mismo: “A la mujer que me enseñó a amar las historias”.

13. CONQUISTADORES DEL SOL

Atravesaron en hilera la playa gualda, sorteando pequeñas explosiones de azufre que escupían magma dorado, y llegaron hasta las dunas azafranadas desde donde les observábamos ocultos. Vestían trajes áureos que repelían el vapor candente de los rayos solares y, contra la radiación, escafandras de un ambarino transparente.

Explicaron, con gestos, que venía desde otro planeta, pero la mayoría no les creímos pues no eran tan diferentes a nosotros. Nos observaban desde rostros macilentos provistos de mirada oriental, si sonreían resaltaba la belleza pajiza de su dentadura y se acentuaba el rictus armónico de sus labios cobrizos, algunos lucían melenas rubias, aunque también los había rapados.

Comprendimos quiénes eran demasiado tarde, cuando desenfundaron sus armas por sorpresa y comenzaron a disparar con saña sobre ancianos, mujeres y niños. No cabía duda, eran terrícolas.

12. Una bala perdida (Javier Igarreta)

Mientras escribía en aquel café vienés, intentando de una vez por todas matar los fantasmas del pasado, Jennifer recibió un disparo procedente del dorado atardecer que se colaba por una vidriera “art decó”. La bala atravesó su cráneo, invadiendo la región donde dormían sus recuerdos. Y encontró, a su paso, la borrosa y odiada imagen de su padre junto al secreto deseo, formulado en su lejana infancia soplando sobre las cipselas del diente de león. La bala perdida salió horrorizada y, pasando por alto la lógica balística, se dirigió hacia un rancho de Montana, alcanzando en pleno rostro a aquel viejo granjero que, incapaz de soportar por más tiempo la mirada acusadora, acababa de disparar a bocajarro sobre el amarillento retrato de su hija desaparecida. La luz cegadora del sol de Yelowstone iluminó aquel escenario de sangre y cristales rotos.

11. La ciudad de los doblones de oro

Ambarina abrió su cuaderno, disponiendo en fila sus lápices en tono amarillo. Su profesora le pidió realizar un dibujo representando un bosque con muchas flores, pero pintando únicamente las amarillas, pues el verano estaba asomándose tras los visillos de la primavera y con su llegada también lo harían las vacaciones estivales.
Comenzó su tarea trazando flamboyanes amarillos, árboles de guayacán coronados también de idéntico color, acacias mimosas y limoneros, conjuntando el horizonte con la alegría de sus cabellos dorados. Después fue creando una alfombra áurea tapizada de jazmines y nenúfares pajizos, orcanetas, girasoles y campanillas del mismo tono. Reservando un lugar especial donde colocar ramos de rosas con su semblante tan rubio como las trenzas que le peinaba su mamá. Luego dibujó a su hermanito Jalde, aún más blondo que lo era ella.

Un golpe de viento empujó la ventana, sacudiendo los postigos y atrapando su cuaderno, que salió volando por los aires. La niña no dejaba de llorar, entonces Jalde levantó sus manitas y haciendo de mago, tomó sus pinturas arrojándolas contra la pared, hasta que sus gotas se mezclaron y ensimismados descubrieron «La ciudad de los doblones de oro» con su inconfundible sonido al amanecer: cling, cling, cling…

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