Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

QUIJOTERÍAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en QUIJOTERÍAS

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 Comenzamos nuestro 15º AÑO de concurso. Este año hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores, y el tercero serán QUIJOTERÍAS Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 DE MAYO

Relatos

72. La musa (Josep Maria Arnau)

Ella siguió su camino. Él se sintió huérfano; las lágrimas resbalaron por sus mejillas y cayeron sobre la hoja en blanco. El papel las aceptó generoso y su huella quedó marcada: una mancha. Solo una tenue mancha, sí, pero él quiso guardar la hoja con aquel instante atrapado. Dejó de escribir por mucho tiempo.  Pensaba que nunca volvería a hacerlo, hasta que una mañana despertó con ese recuerdo en su cabeza. Se levantó de la cama y buscó la hoja que había mantenido a buen recaudo. El papel ya había adquirido una tonalidad amarillenta, la mancha seguía allí. Su presencia era más manifiesta y sus bordes caprichosos dibujaban una silueta. Se fijó bien: del papel parecía emerger un dinosaurio. Casi sin pensarlo, se puso a escribir. Fueron siete palabras.

71. Artificiero (Manuel Pozo Gómez)

Un año, siete meses y trece días. Acaba de cumplir quinientos noventa y dos días en el frente en los que ha transitado por cunetas llenas de cadáveres, desactivado decenas de bombas y ahorrado muchas vidas. Cuando hoy detecta el cable que cruza el sendero por el que avanza su compañía, la carta que recibió el día anterior y que guarda en el bolsillo superior del uniforme le pesa más que todos los muertos que ha visto. Está escrita a mano, en papel de arroz de un suave color morado, con una caligrafía de trazos redondeados y firuletes ornamentales que ocultan su crudeza. Hace un gesto para que se detengan los hombres que caminan tras él. La carta está arrugada y manchada con el barro de sus manos. Se tumba bocabajo y aprieta su corazón contra ella y contra el suelo, respira hondo, recorre el cable con la yema de sus dedos en una caricia infinita, detecta la mina que pende de él, saca unas tenazas de la pequeña bolsa de herramientas que lleva colgada en el costado y pinza con ellas el cable. Sabe que si lo corta, morirá.

70. ME FALTAS TÚ (Ana María Abad)

Ahora que ya no estás, busco a diario todo tipo de pequeñas tareas que me mantengan ocupada, desde limpiar el polvo al interior de los libros hasta pegar una y otra vez esa patita de tu caballo de cristal favorito que se empeña en seguir desprendiéndose del pobre animal, cabizbajo y opaco desde que faltas. Todo para no tener que sentarme en mi sillón y enfrentarme al tuyo, que languidece deshabitado entre las sombras del atardecer.

Ahora que ya no estás, envuelvo mi cuerpo desamparado en una manta de recuerdos. Nuestros paseos por el parque cogidos de la mano, compartiendo paraguas, cuando me robabas un beso con la excusa de enjugar de mi rostro las gotas de lluvia. Nuestras noches de lectura junto al fuego mientras el gato, tras el ventanal, jugaba al escondite con la luna. Nuestros momentos tiernos, los apasionados, los cómplices. Las palabras y los silencios, las sonrisas, los roces, las miradas.

Siempre supe que no era perfecta, aunque tú lo refutases entre risas, pero ahora que ya no estás me siento, además, incompleta. Nunca pensé que el amor eterno pudiera pesar como una losa en tu ausencia.

69. Retrato

Observas la foto que, desde tu boda, ocupa ese espacio eterno en la cómoda del salón. Tenías una cara tersa, joven, alegre, pero el tiempo y la vida la han raspado. Ahora se asemeja más al marco de madera reseca, desportillada y macilenta. Aun así, sonríes. Es mejor estar viva, a pesar de que te falte un trozo de tu propio marco. Es mejor estar sola, aunque tengas que estirar la pensión mes tras mes. Es mejor ser tú misma: es mejor. Te incorporas, desmontas el deslucido cartón trasero, sacas la foto y la abandonas en el fondo del último cajón. Pones en su lugar la que te hiciste antes de que empezases la quimio. Ajustas de nuevo las pestañas posteriores, algo oxidadas, y colocas el marco en la posición de siempre, sobre las huellas que se adivinan entre el polvo. Tienes que limpiar un poco, piensas mientras te alejas para verla en la distancia: esa sí, esa sí que eres tú, tan igual, tan distinta, tan tú. Te quitas el pañuelo y lo pasas sobre la cómoda. Te guiñas un ojo. Estáis perfectas.

68. DESHUMANOIDES

“Sabremos cada vez menos qué es un ser humano”

Las intermitencias de la muerte” de José Saramago

La sociedad se hiperespecializó y se llenó de la tecnología más sofisticada.

Los pueblos habían desaparecido en su totalidad, salvo algunos que pasaron a ser parques temáticos y las ciudades supervivientes se dividieron en sectores. El barrio de las “Barbies y Kents”, con sus tiendas megasupercarísimas, oficinas de lujo, chalets de revista…. En la otra cara de la moneda, al sur de la ciudad, frente a la opulencia del norte, vivía gente con defectos físicos (los mentales no eran visibles con facilidad), obesos, cojos, calvos, gafotas…, todos ellos con dificultades económicas.

Había una zona de transición donde se mezclaban, a veces solo para prestar servicios. Y una guardia controladora de que los guetos se mantuvieran impolutos. Proliferaron los engaños y los espías volvieron a triunfar.

Ella, recién operada, tuerta de pecho, mutilada, no quería salir del barrio norte dónde estaba integrada. Pero era conocido que en los hospitales había pseudomédicos que iban buscando personas con taras y fue delatada.

Nunca había imaginado que vivir entre gente “imperfecta” pudiera convertirla en un verdadero ser humano.

 

67. MEMORIAS

Los días se llenaron de paciencia y locura. El atronador ruido de la lluvia sobre el tejado de metal me desesperaba y el calor en aquella atmósfera irrespirable me asfixiaba. La razón fue desapareciendo a la par que subía la fiebre y las tripas se negaban a retener nada. Mi cuerpo huía de aquel infierno por el retrete.

Este es el recuerdo, a golpe de pesadilla, de un mes en el trópico.

Del momento en el que el embajador me comunicó mi repatriación urgente apenas guardo la sutil imagen de su rostro totalmente envejecido. Y tengo la certeza que ese fue el instante en el que rugió la idea: «esas arrugas son como los surcos de un antiguo disco de pizarra».

Y la pesadilla se repetía.

Y la fiebre continuaba.

Ya en España abandoné el Hospital Universitario sin haberme librado de la confusión mental. Algún cabrón del ministerio forzó el alta. Acepté la situación con la elegancia pulida en decenas de recepciones oficiales.

Luego, la vida.

Hoy puedo sincerarme. En la delegación guardo el brazo mecánico, la aguja de diamante y el amplificador. También tengo 50 rostros humanos disecados con cuidado y archivados convenientemente con las transcripciones de sus vidas.

66. Belleza perdida (Elena Bethencourt)

El coleccionista busca la belleza de las cosas imperfectas. Por eso, en su arcón de los recuerdos guarda un portarretratos con una esquina rota, una taza de té con una pequeña grieta, musgo seco que se aventuró a nacer sobre una piedra, una flor de cerezo inmortalizada en un libro, una foto de familia con un rasguño y los bordes color sepia. Busca la belleza, sí, pero no la encuentra.

Luego contempla a su mujer mientras duerme a su lado: las arrugas que aran surcos en su piel como el campesino en la tierra; la flacidez de sus músculos; las manchas en las manos; los hilos blancos de la melena… Sabe que la ama, o quizás no, pero un día la quiso, cuando era bella. Aún así, no se da por vencido, busca la belleza, pero no la encuentra.

Abre el arcón donde guarda el mechón de aquella estudiante de ojos llenos de estrellas, el anillo de la profesora de piano, el delantal de la panadera, collares,  escapularios, medias… También los trozos de periódico con la noticia y las fotos de sus dueñas. Se estremece. Vibra. Suspira.  «En fin, nada es perfecto», murmura, «ni la belleza».

65. Cambio radical (Patricia Collazo)

—Hemos dicho un padre perfecto. Y ya ves que no lo es… —repite mamá ante el escaparate.

Lleva rato intentando convencerme de que el de camiseta blanca de la esquina tiene cara de bueno, que se ve que sabe cocinar pizza y además es bastante guapo.

Pero yo me he encaprichado con otra madre. Una con ojos grandes y sonrisa cálida.

—Me prometiste que podría elegir…

—Sí, cariño. Pero buscamos un padre. Mamá ya tienes…

—¿No se puede tener dos mamás?

Mi madre, la primera, la que cuando papá nos abandonó me ha prometido comprarme uno nuevo, dulce y atento, que juegue conmigo y la enamore para siempre, duda.

La otra, la que será pronto mi segunda madre, le sonríe a través del cristal. Mi primera madre se sonroja. Se mira la punta de los zapatos, como hace siempre que la pillo haciendo algo inadecuado, me aprieta la mano y entramos a la tienda.

64. El libro nuevo

Pese a ser el último día de mayo, al atardecer todavía refresca. Ha ido hasta el cajón de los calcetines y ha elegido un par de esos de tejido sintético que te dan en los vuelos intercontinentales. Se ha sentado en la butaca que mira a poniente y se ha acercado la que queda enfrente para estirar las piernas y poner los pies en ella. La infusión con miel está en ese punto de temperatura que tanto le gusta, cuando apenas deja de quemar. Se dispone a empezar un nuevo libro, una novela que eligió al azar, sin referencias ni conocer al autor. Se cala las gafas y lee la contraportada: “Una historia que cambiará la vida del lector”. Ni siquiera lo abre, porque por ahora no le apetece que nada le cambie la vida, así que deja la gafas junto a la taza en la mesita de al lado, va hasta las estanterías e inserta el libro entre los pendientes de leer. Por si un día necesita que algo le cambie la vida.

63. ROSCO Y SOLETILLA (Belén Sáenz)

A Rosco le gusta amasar pan, pero para una vez que se lo permitió padre y se supo en el pueblo… Ahora la gente pasa de largo sin comprar en nuestra tahona, así que por las tardes se sienta en la puerta a hacer pelotillas con los mocos y ni nos molestamos en reprenderle. Rosco, en verdad, se llama Simón; el mote le viene porque a madre le vinieron los dolores de parto mientras tamizaba harina para hacer rosquillas de limón. Dicen que, en la cuna, era como una hogaza prieta, densa, y que olía a trigo soleado. Que no se sabe en qué momento después se le desmigajó el cerebro. Dicen, dicen muchas cosas. Pero quédate mejor con lo que yo te cuento. Porque, cuando yo iba a nacer, nuestra madre se quebró como una corteza reseca, y salí tan delgaducha que él me ponía a dormir en su palma de miga tierna. Junto al latido de su corazón, grande como un bizcocho leudado en exceso. Nos hemos criado como seres perfectos colmados de desperfectos, pero nos duelen las entrañas de tanto querernos. Rosco es mi hermano grande, y yo le he prometido que siempre seré su hermana mayor.

62. El recuerdo de la dama carmesí (Jesús Navarro Lahera)

Dicen que la vieron salir de su casa y dejar la puerta abierta. Comentan que se adentró descalza en el desierto, vestida con un chubasquero rojo y un paraguas del mismo color entre las manos. Algunos afirman que lloraba, y que la oyeron hablar de aquellos días lejanos de cálidos abrazos en que la lluvia golpeaba el cristal de su ventana. Otros sostienen que había perdido la cabeza, pero se equivocan. Solo yo sé que partió en busca del único hombre en el mundo al que había amado. Ese era su verdadero anhelo: reunirse de nuevo conmigo. Aunque solo pudo encontrar al sol, que hizo que su cuerpo ardiera junto al mío y quemó las huellas de sus pies sobre la arena.

61. A prueba de todo

De jóvenes bromeábamos diciendo que no existía nada capaz de despeinar a nuestro amigo Nono —tal era la sensación que transmitía su siempre impecable tupé—, cuando no inventábamos cosas similares sobre el resto de su persona. Porque Nono era sabio como el rey Salomón en poder de su anillo, valiente como el hijo de Simbad con su cinturón mágico, fuerte como el dios Thor empuñando su martillo Mjölnir, apuesto como todos ellos juntos. Nono atesoraba tantas virtudes en su ser que se nos antojaba poco menos que invulnerable.

 

No es extraño, pues, que su prematuro final supusiera un enorme varapalo para nosotros. En parte por privarnos en adelante de su grata y querida presencia. Pero sobre todo porque socavó los mayores fundamentos que hasta ese momento teníamos acerca de la existencia. Resultaba desolador contemplar su figura tumbada en la cabina del tanatorio. La enfermedad había hecho estragos en su fisonomía: afilado su nariz de corte griego, deformado sus antes delicadas manos, aflojado su enérgico mentón, borrado la eterna sonrisa de su boca. Nada, en fin, quedaba en él de aquel estado de fábula que siempre mostrara en vida, si no era ese fantástico peinado pompadour, sin una sola greña.

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