Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

SERENDIPIA

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en SERENDIPIA

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LA SERENDIPIA. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 DE NOVIEMBRE

Relatos

110. Tumbas de papel (Mel)

Un  atardecer más barro las hojas secas que se acumulan en la entrada. Hoy tampoco ha venido nadie. Los árboles pronto estarán desnudos y tiritarán de  frío, el mismo que sacude mi interior, y el de ellos, que cada crepúsculo se revuelven en sus tumbas sabiéndose un poco más olvidados. Observo el montón de hojas de otoño, sonrío, su belleza persiste pese a la muerte y me parece un crimen echarlas a la basura. Hago una maravillosa tontería, introduzco un puñado, marrones y ocres, dentro de los «Cien años de soledad», y creo escuchar un eco burlón que repite «mal día,  mal día». Después, emocionado,  elijo una amarilla y se la entrego al rubio principito, y aquel, juguetón, me regala un rayo de luz de su estrella.  Juraría que unos labios me besan al depositar una hoja rojiza entre Romeo y Julieta, y con una arrugada y blanquecina, es Hamlet quien me susurra «cerrar, o no cerrar». Es entonces cuando descubro que el viento también ha traído una hoja verde y, como Escarlata O’Hara, me digo eso de «ya lo pensaré mañana».

109. ¡Ni muerta haría yo eso, ni muerta! (montesinadas)

La de cosas que me he perdido en  vida. Me arrepiento cada minuto de mi muerte de todo lo que no llegué a hacer con veinte o con cuarenta. Tantos miedos, tantos qué dirán, qué pensarán de mí, de mi familia.

“Yo ni muerta”,  decía cuando se supo que la Loli se había marchado con su novio a la capital. Los dos solos, trabajando juntos, acostándose juntos. Mírala ahora, tapando bocas por el pueblo con  billetes de los grandes y un marido que la mima. “Ni muerta”, le dije y nunca llegué a acostarme  con el único hombre que verdaderamente amé. O cuando me negué a divorciarme por temor a mi padre y al castigo divino. Ni muerta, se me ocurrió reprocharle algo al cerdo de mi marido cuando cada viernes se perdía en la casa de putas.

Perdí grandes oportunidades de ser la mujer que hubiera querido ser y ahora que  imaginaba cumplir mis deseos en la otra vida va la imbécil de mi nuera y convence a mi hijo para que me incinere.

Solo me queda la esperanza de que alguien, alguna vez, me frote tres veces para salir de aquí e intentarlo de nuevo.

108. MIS RECUERDOS

Apenas tenía 10 años cuando mi madre y mis tías me llevaron por primera vez a la misa de difuntos,  que como cada año se celebraba en el cementerio del pueblo para conmemorar el día y orar por todas aquellas personas que ya no pertenecían a este mundo. Creo que fue la única vez que pisaba un cementerio, hasta ayer que tuve que volver.

Recuerdo un frio estremecedor que recorría mi espalda. Enfrente de mí y a la derecha del cura que oficiaba la misa, estaba ella. Una mujer hermosa, blanca y con una sonrisa. Yo notaba su dulzura cada vez que la miraba. Pregunte a mi madre quien era, su respuesta fue “Silencio” cuando termine la misa hablamos.

¡Qué largo me pareció aquel rito que helaba mi cuerpo!

Al término pregunte a mi madre y mis tías quien era aquella señora tan elegante y tan dulce. Nadie la había visto. Pero ella ya formaba parte de mi vida, y estuvo presente en todos mis grandes acontecimientos, cuando el accidente ella me sostuvo, en la operación ella me cogió la mano… Ayer volví a ese cementerio,  y allí se despidió de mí.

107. NADIE SE LIBRA

Casi nunca resulta necesario solicitar un diagnóstico. Con el transcurso del tiempo los síntomas se agravan; el deterioro se hace cada vez más visible. Llega un momento en que ninguna terapia consigue mejoría por muy mínima que esta sea.

Siempre cabe la posibilidad de probar otras alternativas, incluso viajar al extranjero, confiando en que un cambio de aires proporcione algún tipo de solución. Inútil también en los momentos finales.

Muchos expertos recomiendan hablar de ello pero, cuando la amistad ha muerto, no hay conversación que pueda devolverla a la vida. Para comprobarlo no hace falta ningún certificado oficial; se evidencia, sin lugar a dudas, al escuchar el eterno, indiscreto y omnipresente epitafio: “pero vosotros que erais tan amigos, ¿qué os ha pasado?”.

106. «Mi Querido Epitafio»

Alguna vez me asalta la idea de planificar mi óbito.
Imagino mis restos en una caja sencilla mientras se quema en la pira, como en el mismísimo infierno.
Imagino, luego, cómo mis seres queridos siembran mis cenizas en un lugar de la Tierra que visitarán cuando deseen encontrarse conmigo. Yo acudiré siempre a cada cita.
Mi epitafio no quedará cincelado en mármol, ni piedra alguna. Sin embargo será susurrado por el viento, cantado por los mirlos, arrullado por las ramas de los árboles, respirado por la tierra, vertido por las aguas a los ríos, crepitado en cada fuego y amado por cada ser que conozca mi lugar.
Dirán: «Aquí permanece, viva, Isabel»

105. Bien Muerto

Hoy amanecí pensando en el día en que me toque morir. ¿Qué sentirán cuando regresen del cementerio? ¿Cómo me recordarán al cabo de unos años? ¿Sucederá como la muerte de mi padre, y de mi hermano, y de mi madre? Al cabo de los años somos sólo recuerdos.

Yo prefiero que me recuerden por los ratos que los hice felices. Al final, es la suma de esos pequeños momentos lo que llamamos felicidad. Qué pensamientos más extraños. Pero voy a estar serio en mi ataúd.

¿Me llorarán, o en el fondo pensarán que por fin salieron de mí? ¿Cómo los voy a ver desde ese cajón frío y acolchado. ¿Les podré hablar? ¿Les podré sonreir? ¿Cómo les podré decir lo que siento por estar bien muerto?

De hecho siempre me he imaginado cómo es estar muerto. ¿Cómo ves al mundo, desde arriba? ¿Desde abajo? ¿Con sonidos? ¿A colores, o en blanco y negro? ¿Y los olores, desaparecen? Las sensaciones son sólo para los vivos, ¿no?

Mami, mami, aquí dice “estarás siempre con nosotros”, porqué está su nombre en esa piedra? Vamos, mi niña, dejemos al abuelo descansar en paz. (… un beso, sólo un beso de despedida por favor… ¡aaayyy!)

104. El «pegou» de la discordia.

Verlos deambular por calles y plazas, con ese andar cansino y algo mustio, resultaba desalentador. Se reunían todos los días, en comandita, ante la casa consistorial, aunque sus esfuerzos resultaban estériles. Lo habían intentado por vía administrativa, proceso burocrático al que, al parecer, no tenían derecho porque, según les dijeron, ya no eran personas físicas. Tampoco podían constituirse como entidad jurídica.
Los plazos de exposición pública del nuevo Plan General de Ordenación Urbana corrían imparables. Como los días avanzaban, decidieron en asamblea recurrir a métodos más… expeditivos. De ahí su presencia diaria ante el consistorio, cada uno portando sus lápidas, cual documento de identidad. Algunos, incluso, conservaban legible en sus más que ajadas coronas aquello de «Tus familiares no te olvidan».
El conflicto subió de tono cuando un finado, renombrado sindicalista en vida, realizó una pintada, a modo de epitafio, en la fachada del ayuntamiento: «Cavaste tu propia tumba».
Razones para la protesta había. El P.G.O.U. municipal proyectaba desmantelar el camposanto para destinar aquellos terrenos a un polígono industrial que, como defendía el alcalde, sería la única tabla de salvación del pueblo, argumento poco convincente para aquellos difuntos que, desde 1920 y hasta hoy, allí descansaban sus restos en paz.

103. BUSCANDO (Concha García Ros)

Tienes mala cara, esa vida nocturna que llevas no te hace ningún bien. No me hace ningún bien. La piel más blanca, las ojeras profundas, el sueño rondándome seductor.

Está cansado de verme así, de que  desaparezca todas las noches. No sabe que a pesar de mis pocas fuerzas soy capaz de hundir con ansia la pala, que enloquecida excavo hasta topar con la madera, que aguanto el insomnio en la estrechez y la oscuridad. Hasta que amanece y regreso, derrotada, incapaz de encontrar mi epitafio.

102. POLVO ERES

El deán de la catedral tuvo que acatar las órdenes que legitimaban la última voluntad del conde, quien ya sentía cercana la muerte: adornar con su fortuna y su orgullo una capilla próxima al altar, donde iba a ser enterrado.

Con esa aflicción que le provocaba contemplar la eterna vanidad de los hombres, el canónigo asistió cada día a aquella obra, que empezó a compararse con cualquiera de las siete maravillas del mundo antiguo. El noble, como donante de una reforma tan suntuosa, había hecho grabar con letras grandes y profundas su nombre sobre su mortaja, una lápida de granito que destacaba en el suelo de la capilla. Y exigió que nunca fuese removida de aquel lugar. Así quería ser recordado por los siglos de los siglos.

Cumplido su tiempo, cuando el conde ocupó la sepultura, el deán ordenó cerrar la verja de la capilla, pero permitió un único acceso que pasaba por encima de la tumba. La constancia de la fe hizo el resto. Durante años, miles y miles de peregrinos y fieles, y de turistas más adelante, fueron desgastando con las huellas de su devoción y de sus pies aquel nombre, hoy ya convertido en polvo. En nada.

 

101. Turno de noche (Juancho)

Un rumor de muertos recorre el cementerio; más allá de la medianoche; cuando el guarda, sentado en la garita de entrada, empieza a dar las primeras cabezadas. De un manto de calígine fluyen verbos y pronombres, adverbios y conjunciones, adjetivos de todos los colores. Espectros todos en tenue movimiento. Charlas de corrala. Verborrea de patio de vecino. Cháchara entre tumbas:
—No pido más, quiero ser un buen recuerdo alguna vez.
—Tú estás en el paraíso y yo también.
—Anduve borracho muchos años, después morí.
—RIP, RIP, ¡Hurra!
—Les dije que estaba enfermo.
—Ya me parecía a mí que ese médico no valía mucho.
—Aquí yace Molière, rey de los actores, ahora hace de muerto y lo hace bastante bien.
—La verdad, no me parece nada del otro mundo.
—Siempre decía que los pies le estaban matando, pero nadie le creía.
—Disculpe que no me levante señora.
—No sé qué hago aquí.
—¡Dejadme en paz!
—…
Con los primeros rayos de sol un soplo recupera los lamentos, los envuelve y, como gotas de rocío, uno a uno los reintegra a la impávida quietud del mármol. Canta el gallo y se abren los ojos del vigía. Otra noche tranquila. Resucita un día nuevo.

100. El juego (Anna Lopez / Relatos de Arena)

Aquí fuera está el mundo y, tarde o temprano, tendrás que volver. Aquí están tus amigos y tu familia. No deberías estar separado de tu familia. Sé que estás enfadado, que ya no quieres ser mi amigo y por eso no me haces caso, pero mamá está muy triste y yo no puedo hacer  nada para consolarla.

Venimos a verte todos los domingos, te traemos cosas, y tú… tú no haces nada, no dices nada, ni siquiera juegas con el trompo que te regalé, aquel que tanto te gustaba. Y mamá llora.

Si regresas, ella sonreirá de nuevo y ya no me mirará desde sus ojos nublados de duda. Le he dicho mil veces que solo jugábamos, que tú quisiste probar primero, pero… creo que ya no me quiere. Siempre fuiste su preferido, su niñito, su pequeño. Por eso, hoy he venido solo; conozco el camino y no me dan miedo los muertos. Mira, he traído la pistola de papá, como aquel día. Por favor, vuelve a casa. Mamá se va a poner muy contenta.

Y yo… yo voy a ser su amado hijo.

99. LA DISCRECIÓN DE SERGIO (Ignacio J. Borraz)

A Sergio, soltero sin compromiso conocido, a los treinta y cinco años y con una buena carrera iniciada en la industria electrónica, nadie le entendió cuando quiso hacerse vigilante del cementerio del pueblo. Amigos y conocidos le disculparon esa excentricidad después de media vida de comportamiento sin estridencias y aceptaron sus breves explicaciones acerca de un trabajo más tranquilo y alejado de presiones.

Tuvieron que pasar casi treinta y cinco años más para que, tras su muerte, los más cercanos pudieran atar cabos fruto del lugar fortuito en que lo encontraron: lívido y acurrucado, con una rosa escapándose de sus dedos entreabiertos, junto a la tumba de Julia Soler.

Cobraron entonces sentido los recuerdos puestos en común: los años sentados juntos en el colegio, la misma carrera universitaria emprendida, cómo Sergio siempre tenía palabras bonitas para ella y, el motivo que despejó todas las dudas, aquella decisión excéntrica tomada pocas semanas después de la muerte de Julia en el accidente de coche.

Despidieron a Sergio con tristeza y silencios lacrimosos, en un nicho contiguo al de ella, y buscaron un epitafio que describiera ese amor que ocultó a todos hasta su mismo final: “Siempre al lado de Julia”.

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