Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

SERENDIPIA

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en SERENDIPIA

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LA SERENDIPIA. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 DE NOVIEMBRE

Relatos

95. EL CHICO DE LA BICI…

La bicicleta era su pasión, por eso cada día su ilusión era salir de la escuela lo antes posible y poder pedalear sobre su bici. Poco le importaban los días fríos de invierno, ni los calurosos de verano para perderse por caminillos entre frondosos eucaliptos, aunque hubiese algunos tramos de tener que cambiar los papeles y fuese él quien tuviera que cargar a cuestas con ella.
Aquel día fue la lluvia la que le sorprendió al salir de clase. Y fue en un cruce de caminos donde nunca pasaba nadie, otro ciclista cruzaba con el mismo pensamiento, esconder la cabeza bajo la capucha del capote para evitar que el aguacero le diese de lleno en la cara. Sin percatarse uno del otro los dos rodaron por en el suelo quedando el chico inconsciente. Fueron horas angustiosas hasta oírle preguntar por su bici.
Su afición por la bicicleta creció con los años, llego a ser conocido en el pueblo por ganar alguna carrera ciclista.
Aprovechaba cualquier situación para subir a ella. Cuando faltaba el chocolate de los regalos en la tienda, pedaleaba treinta kilómetros de ida y vuelta, para que nadie quedase sin el preciado chocolate y su premio.

94. En el centro comercial

Aquel desarrapadillo se sentó en mis rodillas y mientras el fotógrafo disparaba el flash, comentó con desparpajo:

— Hola. Me he portado bien. Estudio y hago los deberes, obedezco a mis papás y quiero mucho a mi hermanita Violeta.

— Muy bien, campeón, ¿cómo te llamas?

— Carlos Martínez. Calle Santander 13, puerta 5.

— ¿Has entregado tu carta al paje?

— No he escrito ninguna; no necesito nada.

Esas palabras me sorprendieron. Dirigí entonces la vista hacia su madre, una mujer ojerosa que al cuidado de un viejo carrito de bebé y con un abrigo que también parecía prestado, nos contemplaba sonriendo.

— ¿Y eso? ¿Por qué no quieres nada, Carlos? Entonces, ¿para qué has venido?

— Soy pequeño, pero no soy tonto, Melchor o como te llames. Sé que el día de Reyes tendré algunos juguetes usados que mi padre habrá sacado de algún sitio. Por eso solo quiero pedirte que a él le consigas una bicicleta. Ayer le robaron la suya y necesita una para ir a trabajar. Júrame que lo harás. Sé que puedes aunque no seas ni rey, ni mago. Júramelo, anda. Tienes cara de buena persona, Melchor o como te llames.

93. LA GRULLA Y LA LUNA (CARLES QUÍLEZ)

Una bandada de grullas sobrevoló el puerto de Vigo. Mamadou se apeó de su bicicleta y contempló los pájaros hasta que desaparecieron por septentrión. Una vez, se dijo, él también había cruzado el mar y dejado su tierra en pos del lejano Norte; y lo había hecho impulsado por un sueño: deseaba pilotar uno de aquellos coches del París-Dakar que pasaban a toda velocidad por su poblado cuando era un niño.

Mamadou sintió que, al igual que el seco viento Harmatan sacudía las llanuras, transportando consigo el polvo del desierto, la visión de aquellas aves agitó su espíritu y le trajo el recuerdo del cuento de la grulla y la luna.

En el cuento, una grulla encaprichada de la luna volaba tras ella una noche entera, hasta que, sedienta y exhausta, comprendía que jamás la alcanzaría. Entonces, alzaba la cabeza y se maravillaba al descubrir un lago de aguas plateadas del que bebió y bebió hasta saciar su sed.

“No todos lo sueños se cumplen –reflexionó Mamadou, mientras ataba la bicicleta a un amarre y se resignaba a conducir ésta en lugar de su anhelado coche–, pero los que no sueñan jamás encontrarán el lago de aguas plateadas”.

92. La bicicleta de la señora Carmen. (Asunción Buendía)

En cuanto supo que tenía nueva vecina, doña Carmen llamó a mi puerta para presentarse. Era una mujer preciosa, a sus ochenta años largos conservaba un distinguido porte y me sorprendió comprobar cómo congeniamos de inmediato.

Tanto que decidimos adoptarnos. Al fin y al cabo a mí me faltaba una abuela, ya que no había conocido a la mía materna y ella decía no tener hijos y añoraba la compañía de algún nieto.

Sin embargo, mi madre no entendía esta complicidad.

Mi madre era  adusta y desconfiada, quizá porque perdió a la suya cuando era muy niña en traumáticas circunstancias.

Una tarde Carmen me regaló uno de sus mayores y mejor conservados tesoros: su bicicleta. Una reliquia de los años 40, pero tan limpia y dispuesta, como si nunca hubiera dejado de usarse.

Como no me cabía en casa me convenció para que la guardara mi madre. Aunque precisamente ella aborrecía, sin saber exactamente por qué, las bicicletas. Carmen insistió: “Tú dile que venga, que esta le va a gustar”.

Cuando la vio, dudó unos segundos pero pasó su  mano por el lomo metálico, acariciándolo,  como si ya conociera ese tacto. Luego miró a Carmen y temblando dijo: “¿eres tú?”

 

 

91. MIGRACIÓN (Reve Llyn)

Salimos del pueblo antes de que amaneciera dejando atrás una escuela a la que hacía años no asistíamos. Ni el calor ni la fatiga frenaban su pedalada cuando el sol más castigaba en lo alto de La Meseta. Si acaso algo lo hacía, eran mis recién crecidas tetas clavadas en su espalda. No hay motor más fuerte que la esperanza.

 

Cuando llegamos hasta el cruce con la carretera nacional, bajo la sombra de un roble, nos comimos el pan y el queso, nos bebimos la piel. En las penumbras de las casas, los que todavía no nos echaban de menos, dormían el cocido a la fresca.


No sabíamos entonces que aquel era, sin comillas, el viaje de nuestra vida. En el cabían aún todos los veranos posibles.

90. Dos cuerpos, un solo corazón. (Izaskun Albéniz)

Lo encontró entre la multitud que recorría frenética las aceras de la gran ciudad. Como un faro en mitad de la tempestad. Con un aroma diferente y un nuevo peinado, pero con esa expresión simpática e indefensa de su mirada ligeramente extraviada. Aparcó su vieja bicicleta y se acercó despacio. Le selló los labios con la punta de sus dedos y cerró los ojos. Le había buscado durante tanto tiempo…

Tomó su mano y lo guió por el laberinto de calles hasta su apartamento, donde comprobó con ternura la certeza del acervo popular. «Hay cosas que nunca se olvidan», dicen. Como andar en bicicleta o nadar. «Como el recuerdo de su piel», pensó ella mientras derramaba su nostalgia sobre aquel cuerpo al ritmo desbocado de su corazón. Se sumergió en sus pupilas verdes y en un instante, el pentagrama gris de sus días se inundó de sostenidos soleados. Se arqueó ebria de placer y abrió los ojos de par en par mientras aullaba su nombre.

—Marcos—dijo él minutos después —. Mi nombre es Marcos.
—Lo sé, Javier— le respondió ella.

Y deslizó suavemente sus dedos por la abultada cicatriz que recorría su pecho.

89. «Abril y Raimundo»

El señor Raimundo se ha quedado sin esposa.
La señora Abril apagó ya su candelita.

Cuando Raimundo vuelve a casa después de un largo día, el aroma de flores se mezcla con el de la cena recién servida y el silencio es modelado por las teclas de marfil.
La señora Abril es divertida; llena su vida con un montón de ideas que se quedan flotando en la atmósfera que crea para los dos.
El señor Raimundo disfruta cuando, pizpireta, le cuenta sus sueños diarios.
El de hoy es el más atrevido de cuantos ha tenido: ¡Abril se ha enamorado de una bicicleta de pareja!
Al señor Raimundo no se le quita de la cabeza hasta que decide pasar por la tienda de Don Bernardo.
La alegría de Abril y el guiso de primavera reciben a Raimundo como cada día, sin embargo la señora Abril se ha quedado muda, como su piano. Todos sus sueños de hoy se han volatilizado ante la materialización de su idea más loca.

Van a pasar el resto de sus vidas recorriendo los caminos trazados en los mapas, donde señalarán sus lugares preferidos hasta que, viejecitos, no consigan mantener el equilibrio sobre su bonito tándem.

88. SÍ, TODOS.

Cansado de monotonías, de sinsentidos, de pelmas y especies similares, decidió poner en perfecto estado de revista a su vieja BH de montaña. Era de cabalgadura un tanto pesada y pasada de moda, pero no hay mejor útil que el que a cada cual le resulta el mejor útil.

No había fijado fecha, pero en un prometedor amanecer, decidió dejar atrás todo y huir hacia adelante. Comenzó a pedalear sin rumbo fijo, subió montes, visitó aldeas, bajó valles, atravesó fronteras, cruzó pueblos y ciudades alternando veredas, carreteras, sendas y caminos.

Oyó otros idiomas, se enamoró de paisajes, de mujeres y hasta de bicicletas.

Escuchó su silencio, soportó pendientes, sufrió desdenes femeninos y maldijo las averías de su cabalgadura.

Exhausto pero gozoso, se detuvo ante unos monumentales arcos de piedra vetusta. ¡Era el Coliseo!

Y recordó que… todos los caminos llegan

 

IsidroMoreno

87. UNA ESPINA CLAVADA

He tenido una vida larga y fructífera. Crecí con todo lo que se puede desear al alcance de mi mano, y la mayoría de las veces ni siquiera tuve necesidad de pedirlo.
Mi belleza ha sido la protagonista de las más ardientes fantasías. Me han vestido de perlas, me han escrito bellos poemas de amor y reconocidos artistas han erigido soberbias estatuas en mi honor.
Surcar los océanos, tocar las estrellas o dormir arrullada por el canto de las caracolas son sólo ejemplos de las aventuras fabulosas que he vivido en primera persona y que muchos ni siquiera se han atrevido a soñar.
Sin embargo, y a pesar de mi legendaria existencia, siempre me ha costado aceptar que las sirenas no podamos montar en bicicleta.

86. EL TENOR

El día en que aprendimos a volar, mi padre nos compró en el mercado un hombrecillo tenor, con su traje negro, camisa, sombrero y hasta pajarita.
–¡Qué preciosidad!– trinó mi hermana al verlo.
Le preparamos una jaula estupenda con escaleras, columpio y hasta una bicicleta estática para que se mantuviese en forma y lo instalamos en una esquina del nido, junto al ventanuco. Cada mañana, mi madre le llenaba una escudilla de alpiste y otras dos con miel y claras de huevo. Pero el hombrecillo tenor se pasaba las horas sentado tristemente en el columpio, mirando a través de los barrotes.
–¿Por qué estará así? –pregunté decepcionado al cabo de cuatro días–. ¿Por qué no hace nada?
–No lo entiendo –gruñó mi padre rascándose el ala con su pico–. Me dijeron que cuando están en libertad estos bichos cantan de maravilla.

85. Cuestión de acentos (Mel)

A Miguel le decían ma-ri-cón, con las tres sílabas bien separaditas y marcando el acento de palabra aguda. Su delito: no jugar al balón y pasar el recreo con las chicas. Él les ignoraba pero pronto llegaron zancadillas, empujones y zarandeos. Con la primera aguadilla en los lavabos hasta los Reyes Magos se asustaron y le trajeron una bici.

Aprendió a saltar mochilas rellenas de clavos, a zigzaguear esquivando pedradas y a derrapar en cualquier terreno, todos cuesta arriba aunque fuesen llanos, como aquella cantinela de “soplapollas” que le cantaban cada vez que le aflojaban el pitorro y se le desinflaban ruedas y autoestima.

Cuando le robaron el sillín y al estribillo de “córrete unos centímetros”  perfeccionó eso de pedalear de pie y escalar lágrimas. Al final del instituto ya dominaba toda la orografía y esprintó dejándolos atrás.

Ahora todos se jactan de conocer al campeón y cuentan que eran compañeros del colegio. Si alguna vez se han sentido hipócritas o sobre-estúpidos nunca lo dirán. Desconocen que en la intimidad él se hace llamar simple y llanamente Míguel, con acento en la í.

84. Un profeta en trance (Juanjo Montoliu)

Al final de la calle se agrupaba un puñado de personas. Giraban alrededor de un punto, entraban y salían, llevándose las manos a la cabeza. Entonces, uno de ellos, el de más aplomo, salió del corro y llamó por teléfono. Mientras lo hacía, los curiosos llegamos a ese centro, ocupado por el cuerpo inmóvil del tío Paco.

El viejo estaba tumbado de lado, en posición fetal, y su barriga desproporcionada caía sobre la acera, como aceite recién derramado, en una postura de lo más extraña. La suya habitual, la que recordábamos, era sentado, con el cigarrillo en la comisura de los labios, una bici entre las piernas y el ceño fruncido de apretar tuercas. Una pose enérgica, bien diferente a la que exhibía en ese momento.

Del tío Paco hacía demasiado tiempo que no sabíamos nada. Parecía que se lo hubiera tragado la propia tienda de bicicletas, al bajar la persiana por última vez. Por eso verlo allí, tendido sin fuerzas, sin la estela de humo saliendo de su boca, era como ver un profeta en trance, anunciando una catástrofe: el final de una época en que los niños volábamos libres sobre dos ruedas, el epitafio de nuestra infancia.

 

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