Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

WABI SABI

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en el tema que te proponemos

Bienvenid@s a ENTC 2024 Este año, la inspiración llega a través de conceptos curiosos de otras lenguas del mundo. El tema de esta cuarta propuesta es el concepto japonés del WABI SABI. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE JUNIO

Relatos

111. RECUERDOS QUE NO LO SON (David Moreno)

Si Lucas pudiera recordar sonreiría de satisfacción con sus amiguetes de guiñote repasando cada partida ganada en el último torneo del pueblo, lloraría por la emoción de escuchar cómo su nieto le llamaba abuelo por primera vez, se enojaría por la final que perdió su equipo de fútbol en la segunda parte de la prórroga por un penalti mal señalizado, le recorrería un escalofrío por todo el cuerpo al sentir de nuevo los besos que su mujer le daba durante la luna de miel, viviría como si fuera ayer el miedo que proyectaba el vuelo cercano de los aviones de los nacionales en la Guerra Civil y recordaría también la habitación 102 del hotel de carretera donde una mujer menuda, llorosa y harapienta le llevó, bien entrada la madrugada, con tan sólo cuatro años para dejarlo allí con el hombre y la mujer que harían de padres.

Pero Lucas, postrado en una silla de ruedas y con un hilo de baba cayéndosele por la comisura labial, ya no recuerda ni siquiera su nombre.

110 La posada de los sueños rotos

Henry paró el motor de su Ford. “No debí tomarme la última”, pensó. Le prometió al pequeño Alexander que llegaría a su partido a primera hora de la mañana, pero se sentía muy mareado; debía detenerse. Rosemary lo iba a matar.

Jamás se había fijado en aquel hotel, pese a haber recorrido esa carretera decenas de veces. Era un edificio desvencijado, casi siniestro, pero le serviría para echar una cabezada. Entró tambaleándose.

–Buenas noches. No he reservado, pero ¿tendría una habitación libre?

–No se preocupe  –contestó el viejo recepcionista–, aquí nadie reserva.

Henry miró con extrañeza a aquel hombre, mortalmente pálido, mientras le entregaba las llaves de la 214.

–El desayuno se sirve a las nueve  –prosiguió–. ¿Desayunará en la habitación?

–No. Partiré antes.

–¿Adónde va, caballero? –preguntó aquel hombre.

Henry dudó.

–Pues… no lo recuerdo.

–Se lo subiré a su dormitorio –dijo el recepcionista, dando por acabada la conversación.

 

A pocos kilómetros de allí, unos chavales jugaban a béisbol mientras una mujer lloraba desconsolada. La foto de un Ford destrozado copaba la página de sucesos del periódico local. Un borracho se había salido de la carretera. El accidente había ocurrido aquella misma noche. A las 02:14h.

109. Renovarse o morir

Raimundo maldijo su estampa, tras haber revisado por enésima vez la contabilidad del mes. Las cuentas no cuadraban, ni cuadrarían, por mucho que intentara aguantar el tirón. Desde que abrieron la autovía, los negocios de la carretera general que pasaba por mitad de la sierra iban cuesta abajo y sin frenos. Aquella zona se había quedado completamente muerta. Ni los camioneros paraban ya a pernoctar en su pequeño hotel.
Había llegado el momento de coger el toro por los cuernos. Avisó a un electricista para que le instalara un llamativo alumbrado de bombillas de colores alrededor de la fachada, y se fue a buscar a las guarrillas de los pueblos colindantes, seguro de que aceptarían gustosas una buena oferta de empleo. Era un hombre emprendedor, y sabía que debía reinventarse. Cuando la noche del estreno escuchó el ruido del tractor del viejo Antonio aparcando en la puerta, pensó que aún existía la posibilidad de reflotar el negocio.

108. Luces de Neón

Necesitaba aire, un cúmulo de nubarrones envolvía mi entorno, me senté al volante y me dejé llevar por una carretera larga sin rumbo fijo, caía sobre mí un cielo estrellado extendiendo un velo plateado sobre la cúpula de unos árboles que  me parecían gigantes.

Unas luces de neón parpadeantes llamaron mi atención y atrajeron mi curiosidad, me desvié y detuve el coche. Un lugar singular!!!.

En el silencio, me llegaban los ruidos de las historias de vida corta que quedarían atrapadas en los muros de las habitaciones desnudas, sin nombre propio, despidiendo olor a lúgubre, a cuerpos mojados, soledad, clandestinidad y anonimato.

¿Qué precio habría que pagar, me pregunté?, quizás un beso, un jadeo, una palabra sedienta de deseo, soledad, no sabría nunca la  respuesta….

Me perdí en las imágenes que se cruzaban ante mis ojos y no me dí cuenta de que el tiempo había volado, la vida matinal comenzaba con prisas a despertarse, la silueta de aquel hotel de carretera se fue desvaneciendo al alejarme , apenas pude ver por el retrovisor miles de sueños que al caer y chocar contra el suelo quedaban hechos añicos y corrí muy deprisa.

107. El infierno

Desde hace horas, anda desorientado. El GPS del demonio tiene la culpa. Siguiendo sus indicaciones, se ha perdido. Ya no reconoce la carretera secundaria que le ha de conducir al lugar de la entrega y, para colmo, se ha quedado sin batería en su móvil y el depósito de gasolina ha entrado en reserva. Necesita ayuda. Por eso se le iluminan los ojos cuando divisa, a lo lejos, un oasis en el desierto de asfalto donde se encuentra. Es un motel. Parará.

Cuando detiene el coche, la voz que lo ha guiado hacia la nada parece reírse de él. «Final del trayecto», le indica. «Hijo de puta», le replica él.

El establecimiento es dantesco, con sus ventanas rotas, su inmundicia. Alrededor se desperdigan cuervos muertos, el esqueleto de coches oxidados. Se diría que el lugar está abandonado de la mano de Dios. Pero la necesidad obliga a seguir adelante, y accede con tiento al motel. En el vestíbulo, lo recibe un aire glaciar, un hedor asfixiante. Desconcertado, se atreve a dar varios pasos, cuando la puerta, a su espalda, se cierra con violencia. Aterrado, trata de huir, golpeando la salida, berreando, mientras un suelo ardiente lo va engullendo lentaaaa menteee.

105. El gran hombre

Eleonora Winkel contempló por última vez el cuerpo sin vida de su adorable esposo, el senador Borendar, ciudadano ejemplar de la Comunidad y gran benefactor implicado activamente en un buen número de causas sociales.

Se sirvió un trago largo de vodka con naranja natural y pensó en cual debería ser el siguiente paso que diese…qué hacer, dónde ir…

El padre de sus tres hijos, Henriette, Lucy y Mosses, presentaba una sonrisita extraña, como de sorpresa…tal vez relacionada con los cuatro agujeros de bala calibre 22 que ahora lucía sobre su traje de 2.500 dólares.

Los chicos sabrán arreglárselas, pensó en voz alta frente al espejo….Se atusó el pelo, volvió a maquillarse y dejó una nota junto al cadáver de su marido.

 

“ Nunca pude reconocer al miserable que me drogó y violó a mis 19 años…hasta ayer, cuando tuviste la brillante y cínica idea de alojarnos de incógnito en el  mismo hotel donde cometiste tu crimen…y entonces lo vi todo, tan claro, tan absolutamente negro….tan aterrador como el hecho de haber convivido 40 años con quien tanto daño me hizo.”

 

Luego tras replanteárselo y avisar al sheriff,  quemó el papel y salió de aquel lugar, sin maletas, sin bolso, libre… a pesar de todo

104. No aguantó siquiera el primer invierno (Lola Pacheco)

Ocupaba la 104 desde un domingo. Su rostro imberbe le recordaba a diario que no era el hijo que su padre quiso tener. A falta de hermanos, heredó el negocio familiar, y a falta de medios, no pudo rechazarlo.

Escogió aquel hotel por estar rodeado de latifundios. Pasaba la mañana intentando vender plaguicidas a sudorosos capataces que le escrutaban preguntándose qué sabría del campo un hombre con manos de leche.

Ella llegó al día siguiente para alojarse en la 203. Siempre supo que no era lo que sus padres esperaban, pero lo comprobó en su espalda el día que les dijo que quería ser actriz.

Eligió aquel hotel porque estaba cerca de varios locales en los que sus imitaciones de folclóricas encajaban bien. Salía pasada la medianoche y no volvía hasta el alba, deshecha, con las fuerzas justas para desmaquillarse y recoger su alma bajo su verdadera piel.

Podría haber sido en la 104, pero fue en la 203 donde el azar quiso que murieran los dos. “Causas naturales”, indicó el forense mientras le cerraba los párpados todavía sombreados de azul. Después, casi evitando mirarle, cubrió la incómoda virilidad del único cuerpo inerte que yacía en aquella habitación.

103. 22

La cortina está rasgada y los cristales de la ventana hace tiempo que no se limpian. Lo mismo ocurre con el resto de la habitación. Hay  suciedad acumulada en todos los rincones y hasta las sábanas de la cama no parecen estar muy limpias. Decido acostarme vestido, sólo será una noche. Tengo que intentar dormir y seguro que el cansancio me vencerá y no pensaré en toda esta mugre que me rodea.

De eso hace 22 días.

22 días que llevo sin salir de la habitación 22, con el cansancio no vi el número, de este hotelucho de mala muerte. 22 días sin comer. 22 días bebiendo las escasas gotas que caen del grifo del lavabo. 22 días sin que nadie se haya preocupado por venir a llamar a esta maldita puerta. Puse el cartel de “ no molesten”. 22 días acurrucado en un rincón, muerto de miedo. 22 días sin medicación. Dejé la maleta en el coche. 22 días, 22 días, 22 di, 22, 2…

102. El elegido (Mel)

Uno no elige de quien se enamora. Solo sucede. Tocas el cielo o te mueres por dentro, o las dos cosas a la vez. No era ni guapa, ni alta, ni tenía nada de especial, solo aquella mirada de niña que nunca fue princesa. Y ese roce, eterno, cuando sus dedos se pausaban en mi mano al tenderle, cada atardecer, la llave de la habitación. Siempre la misma. Ni la más bonita, ni la menos fea. Solo era la que estaba encima de recepción. Por si acaso.

No eran nadie para ella, solo trabajo y trocitos de tiempo en un hotel de las afueras. A ellos no les regalaba su mirada azul, como cuando se giraba y me sonreía al entrar en el ascensor. Cada día elegía a un hombre distinto. Y yo, cada día, me enamoraba. Hasta ayer. Hasta que escuché gritos pidiendo auxilio y subí a zancadas. El disparo en mis oídos, el muerto a mis pies y la pistola en mis manos.

Uno tampoco elige a quien odiar. A quien sí se elige es a los amigos, a los cómplices, a las víctimas; o a los tres a la vez.

101. Motel

Sabía que la volvería a encontrar en el antiguo motel de madera que preside la Peña. Conforme me acercaba, sus recuerdos se mezclaban con las palabras y las promesas dichas. Al salir del coche y mirar hacia el motel, el viento ululaba con la voz de ella. ¿Era posible volverla a ver? Lo sabría si apartaba el miedo y me refugiaba en el interior de aquel lugar dónde estuvimos por última vez.

Atravieso la puerta muerta que da acceso a la recepción polvorienta del motel. A su izquierda, las escaleras que suben a las habitaciones de encuentros casuales, me advierten de que no siga. Pero nada impide que llegue al primer piso y la vea cruzar hacia nuestra habitación. La habitación que tantas veces compartimos y que, en una noche de tormenta, su marido también descubrió.

Corro hacia su aroma y esencia. Cruzo la puerta de nuestra habitación y la veo desnuda en la cama, esperándome. Cierro la puerta y la oscuridad funde mis recuerdos, su imagen y mi deseo de encontrarla. Al tacto de sus huesos con mi cuerpo, miro hacia el espejo que me devuelve las lágrimas que no derramé aquella noche en que falleció. Una vez más.

100. Psicosis, claro

—¿El recepcionista, te has fijado?

Laura no le presta atención, agobiada por la avería del coche, por pasar la noche en ese hotel de carretera, en esa habitación con restos de uñas y pelos en el rosa chillón de la alfombra, bajo la luz insuficiente de una lámpara amenazante como una araña hambrienta colgando de su hilo.

—Clavadito a Anthony Perkins. ¡Qué bombón! —continúa Juana soñadora—. Le pega mucho a este sitio horrible. Imagínate aquí sola…

Una nueva ráfaga de lluvia apedrea la ventanas mientras la luz pierde potencia, como si la araña del techo agotara sus fuerzas.

—Es tétrico. ¡Ji, ji! —Juana no calla ni retocándose el rímel—. Primero inspeccionaremos la ducha antes de quedarnos a oscuras y tener que avisar a… ¡Anthony! ¡Anthony, cariño! ¡Ja, ja, ja!

Derrotada, Laura se sienta palpándose las sienes, cabizbaja. Descubre un reguero de manchas surcando la moqueta. Son goterones secos. Avanzan hasta el baño y mueren a los pies de Juana que descorre la cortina de la ducha y grita. Un trueno sofoca su alarido. Se ha ido la luz. En la oscuridad su rostro huyendo del baño es una luna pálida y asustada que murmura trémula:

—Anthony.

 

99. No Molestar

Era tarde. Irene se sentía demasiado cansada para seguir conduciendo.

Aquél hotel en medio de la nada no era el Hilton, pero no estaba la cosa para lujos. El antro parecía decente, sin sustancia pero aseado, como el recepcionista. Pidió una habitación y una botella de agua. El hombre, además, resultó ser diligente; ni siquiera le reclamó una identificación. Subió a la habitación, se desvistió, se metió en la cama y apagó la luz.

Esa noche tocaba sueño erótico. Pero algo no encajaba. Demasiado convincente, demasiados besos carnosos en el cuello, de esos de chupetón. Encendió la luz y vio al  tipo que yacía junto a ella. Era tan real como el chasquido de la bofetada que le soltó.

– ¡Degenerado! ¿Qué hace?

– Oiga, es mi habitación, he pagado la tarifa Noche con Sexo.

Irene se vistió lanzando sapos por la boca y salió de allí, seguida por los sapos.

– Es una forma de cita a ciegas. – le aclaró el recepcionista – Gratis para las damas, son los caballeros quienes pagan la estancia.

Pidió otra habitación, y esta vez dejó muy claro que, salvo que fuera el mismísimo Brad Pitt, no quería ver a nadie en sus sueños.

 

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