Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

SERENDIPIA

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en SERENDIPIA

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LA SERENDIPIA. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 DE NOVIEMBRE

Relatos

32. LAS BICICLETAS DE MI VIDA (Yolanda Nava)

Confieso que hubo muchas. Aunque ninguna tan especial como la primera.

Apareció junto a mis zapatos un seis de enero de un año en el que -por fin- los reyes recibieron mi carta. Fue un flechazo. Supe que ella me conduciría por aquellos caminos que nunca habría afrontado solo y no me defraudó. Además era paciente. Expuesta a los rigores del verano o al hielo de diciembre, esperaba a que terminasen mis partidos de fútbol o mis interminables cazas de ranas y soportaba con estoicismo mis embates subiendo pendientes o atravesando barrizales. Pero el tiempo avanzó y ella no supo adaptarse a los cambios que provocó en mí. Una pátina de soledad la hizo invisible colgada en un rincón al fondo del garaje.

Después llegó una flamante mountain bike con velocidades que conectó con mi parte más aventurera. Hubo más. La de carrera, que transformó las abúlicas mañanas dominicales y soportó los últimos coletazos de mi juventud conduciéndome a la conquista de mí mismo, por carreteras secundarias.

Todas fueron especiales y todas guardo en mi memoria mientras pedaleo en esta que, varada en medio de la sala, suma nostalgia y resta calorías.

 

31. LOLITA (Jesús Alfonso Redondo Lavín)

Qué romerías aquellas de mí niñez en los prados circundantes de la Iglesia. Y qué divertidas canciones. Recuerdo una: “Mi papaíto ha comprado una veloz camioneta que según dice ha costado cuatrocientas mil pesetas…”

Pero la canción del verano, de aquel verano, fue “Lolita” del “Dúo Dinámico”. Aquella música despertó mí adolescencia. Platón entró como un huracán en mis meninges.

Lolita, la Lolita real, vivía en un caserío vecino. De amanecer a atardecer me acercaba varias veces a su casa en la bicicleta. Miraba a hurtadillas desde detrás de los bardales y la veía ora acarreando baldes de leche, ora metiendo hierba en la cuadra con el bieldo al hombro. Qué blanca, qué fuerte y qué sonriente era. Y así, en aquellas continuas idas y venidas secretas, sin soltar el soniquete a ritmo de pedal  “loólita loólita mi amor..”, iba yo entrando en celo.

Una tarde mientras mi tío ordeñaba me soltó:

Mucho vas tú con la bicicleta al caserón de Hontañón. Qué pasa, ¿es que te hace tilín la Lolita?

Mierda, mi secreto descubierto. Qué vergüenza. Mi interés por Lolita terminó fulminado. Desde aquel momento me dediqué con afán a tratar de subir pedaleando la imposible cuesta de Puente-Arce.

 

30. Un hallazgo sorprendente

Trabajada de guía turístico y había quedado con un grupo en la Cueva de la Bicicleta, cuyo mayor atractivo es la gran galería del lago, llena de pinturas rupestres. Les enseñé pinturas de  caballos, bisontes, cazadores y, lo más sorprendente, de una bicicleta.

 

Uno de los turistas no quiso bajar y me contó su historia: «Años atrás entré con mi hijo en esa cueva dejando las bicicletas en un paso angosto, hasta que escuchamos unos extraños sonidos, como un canto ancestral, y salimos corriendo. Más tarde mi  hijo entró a recogerlas y nunca volvió. Ahora, al reconocer este paraje, que tenía olvidado, parece como si reviviera todo el dolor de aquel día». La última noticia que he tenido de aquel turista es que había comprado un casco y un farol para comprobar por sí mismo que la pintura de la bicicleta era real.

 

Yo he seguido con mis visitas, sigo estremeciéndome con los sonidos de la cueva, y los turistas no dejan de asombrarse cuando, al llegar a la gran galería, les enseño entre bisontes y cazadores, la pintura de la bicicleta y junto a ella, otras que aparecieron recientemente con la imagen de un casco y un farol.

29. La única etapa del 39 (Ton Pedraz)

Clavé la mirada sobre mi contrincante. Un alférez vigoréxico, elegido por el comandante del campo de prisioneros para derrotarme, quien ya se pavoneaba sobre la línea pintada con cal, auspiciando una victoria prematura, convencido de que el ciclismo consistía en lucir el maillot ante las señoritas de Rota.

Aquello no iba a ser como la ascensión al Tourmalet, o el pavés de los carrefour por El infierno del norte, pero con la bicicleta que me habían proporcionado no apuntaba a tarea fácil, incluso para mí. Mover el hierro de un cartero, sería como ascender a Los Lagos con pájara y lastrado por un ancla.

Tanteé los frenos de varilla, y alejé la dinamo de la cubierta agrietada, mientras ojeaba cómo el oficial se acoplaba sobre el manillar de competición de su Orbea.

Con el turuta dispuesto para tocar a degüello tensé mi pierna izquierda, la más poderosa, sobre lo que quedaba de pedal, en busca de una salida precisa.

Dos hileras macabras de cuerpos famélicos y ojos desahuciados, escoltas del recorrido a cien vueltas por el recinto, gritaron sin contención: Berrendero, Berrendero…

Entonces, sentí que mi apellido en boca de los prisioneros republicanos, más que a victoria tronaba a libertad.

 

28. PLUS DE PENOSIDAD

Era un joven alto, moreno, de profunda mirada verde y  seductor porte, que alegraba la vida de cuantas personas respondían a su llamada. Cada mañana, elevado en su bicicleta, se dejaba ver por las poblaciones de aquella sosegada comarca, confiando en que alguna insatisfecha ama de casa, despojada de marido en esas horas, contratara sus servicios.Se recreaba en su quehacer, exhibiendo un potente aparato que complacía a señoras y señoritas, sin declinar atenciones a ciertos hombres.

Aquella encendida mañana, dejó su bicicleta a la sombra de las arquivoltas biseladas de la iglesia, abriendo la puerta sin desearlo.El párroco, brotando de la nada, le invitó a entrar en su casa, adherida a la Sacristía, para aliviar su calor.Ya en la cocina, el religioso le mostró insinuante un dilatado instrumento en claro desuso. Con el semblante matizado de rojo, el joven lo observó entre sus manos con cierta aversión, pues jamás había visto algo tan pringoso y envejecido.Finalmente, decidió realizar aquella impúdica labor. Y es que el oficio de afilador contempla un plus de penosidad.

27. LA FRONTERA (Reyes Alejano)

Cuando el aire comenzaba a ser respirable en Tokombere,  me sentaba a la puerta de mi cabaña a ver el sol caer rápido detrás de la sabana. Mostafa formaba parte de mi paisaje, cruzando cada atardecer por delante de la puerta. Su silueta esbelta, llena de dignidad y de belleza, iba siempre unida a una bicicleta destartalada y vieja. Pensaba que yo no sabía que él, como muchos otros funcionarios que ya ni recordaban cuando el gobierno les pagó por última vez, se desplazaba diariamente a la frontera de Nigeria. Allí compraba de contrabando unos cuantos litros de gasolina, que transportaba en pesados bidones adosados a los lados de su vehículo. Siempre al anochecer para no ser visto por la policía fronteriza. Una noche sin luna no vi volver a Mostafa. Ya se desvaneció de mi paisaje cada atardecer. Él y otros.

 

26. El editor sobre ruedas

Llegué a la editorial y entré en mi despacho. Sobre la mesa encontré una llave tan pequeña como la escueta nota que le acompañaba: “Guárdala, te ayudará a mejorar tu vida”. Mi mano jugueteaba con la llave mientras mi cabeza daba vueltas a aquellas palabras. Encendí el ordenador y encontré un e-mail con remitente desconocido: “Editor, tu vida tiene elementos tóxicos que debes eliminar”, y adjuntaba una fotografía de mi familia, junto a mi vehículo. Un escalofrío me atravesó de norte a sur y cuando escuché el timbre del teléfono casi salté de la silla. “Sigue las instrucciones y todo irá sobre ruedas. Acude a…”. A duras penas conseguí garabatear la dirección que me indicó la desconocida voz. Llegué jadeando al punto de encuentro. “Menos coche, más ejercicio… menos colesterol…”, dijo un encapuchado; otro desconocido me pidió la llave y abrió el candado de… ¡una bicicleta! Ambos se desprendieron de sus disfraces y… “¡¡¡¡Feliz cumpleaños!!!”, corearon mi hijo y mi mujer mientras yo intentaba recuperarme de un ataque de ansiedad.

25. Un puñado de nueces (Blanca Oteiza)

Vicente tiene en su pueblo un huerto con frutales. Cada mañana le veo llegar montado en su bicicleta. Cuando entra en mi taller nunca le falta una sonrisa. Últimamente el negocio no va bien, el dinero escasea y los ahorros hace tiempo se gastaron.
Esa noche, mientras en la cercana catedral suena la media noche, Vicente sube a una camioneta acompañado de miedo e incertidumbre. Es tiempo revuelto, en el aire se respira intranquilidad y cualquier mirada te enemista con el vecino. El viento trae palabras que no sabes quién pronuncia. Con las luces del alba puede verse en la farola frente a su portal la bicicleta de reparto descansando.
Hoy no tendré postre: ni manzana, ni higos, ni uva. Me extraña que el cartero no me haya visitado; en los años de oficio ni un día ha dejado de pasar frente a mi puerta. Algunas veces me trae carta, otras tan sólo un saludo, aunque en cada visita me entrega un paquete con pequeños frutos de su huerta. Ahora es tiempo de nueces.
Vicente deja de respirar con los primeros rayos de sol rodeado del canto de los pájaros. Entre tierra removida abraza el cielo que le espera.

24. Frontera

Lo aupó hasta el manillar y al crío le pareció un juego. Se cosían al canal, siempre que el camino les dejaba paso para avanzar veloces, al lado del agua, con los bolsillos llenos de aire y el estómago vacío del todo. Quisieron abandonar las tristezas prendidas en los rosales y enterraron la estrella de tela amarilla en el jardín de la casa, ahora ocupada por aquellos y esos otros. Disfrazados de neblina, cabalgaron de madrugada en la bicicleta que, uno de los perseguidos tuvo que dejar atrás con el resto de los enseres. Cercano a la linde de aquella tierra de barbarie, el hombre sintió que le apretaban el nudo de las entrañas. Pedaleó con fuerza, hasta que un pedrusco traicionero se les atravesó en el trayecto. Dieron una vuelta de campana y el padre cayó de bruces. No muy lejos se divisiban las luces, carcomidas por la bruma, de un vehículo militar. El hombre serpenteó malherido hasta el niño, que arrellanado en un montículo de hierba, lloraba. Le señaló con mano temblorosa unos árboles. En un susurro le dijo que corriera, sin mirar atrás, que detrás del tupido bosque estaban los claros.

 

23. EL HOMBRE QUE SUSURRABA A LAS BICICLETAS (Salvador Esteve)

Su padre le inculcó el amor a las bicicletas, su mecánica; su madre, el amor a las personas, sus engranajes emocionales.  Pasados los años, anciano ya, sigue trabajando en su pequeño taller.  Las bicicletas se amontonan destrozadas por la guerra, él les devuelve la vida.  Las minas antipersona le han especializado en adaptarlas para niños que, en su ansia por descubrir nuevos territorios de juego, perdieron brazos, piernas y esperanzas.

El cuerpo de Arun no estaba mutilado, pero su mente saltó por los aires junto a su hermana y su mejor amigo.  Ha dejado de reír, hablar, vivir.  Su madre pide ayuda.  El viejo mecánico sabe que poco puede pagarle; frecuentemente solo cobra una sonrisa de gratitud y siempre devuelve el cambio.

Trabajó toda la noche.  Encontraron su cuerpo sin vida junto a una bicicleta de vivo color, de sólida alma y una cesta para los libros; parecía feliz.

El séquito que acompañaba al féretro pasó cerca del hogar del pequeño.  Este se acercó a la bicicleta.  En la barra del cuadro leyó: “Pedalea hacia tus sueños, vívelos”.  Las lágrimas, al fin, fluyeron libres.

Cuando llegó a la comitiva el timbre de su bicicleta se unió al de otros muchos.

22. LA RECOMPENSA (Edita N.T.)

Nunca aprendí a montar en bicicleta. No sé si no quise o no pude. Medio siglo después, todavía recuerdo aquella de mi infancia con dos ruedines, la que el abuelo había regalado a su único nieto varón. Las hermanas del afortunado ni podíamos tocarla.

Poco duró en casa. Que nuestro niño se despeñara intentando rescatarla fue un desgraciado accidente. Sólo el vecino, algo mayor que yo, pobre y contrahecho, sabía cómo la dichosa bici llegó al fondo del precipicio.

 Pasados los años, le agradecí su complicidad casándome con él.

21. ORO NEGRO (Mª Belén Mateos Galán)

Me costaba caminar por ese plomizo asfalto. Pasé largo tiempo de aquel caluroso verano ayudando a cimentar los 15 kilómetros que separaban nuestra villa de la más cercana. Por unanimidad se votó la prolongación de la carretera; el pueblo quería ser bendecido por un tráfico de vehículos que dejaran a su paso algún beneficio para sus negocios.

Un Pavimento pegajoso, oscuro, tintado de líneas blancas, vestido con señales, adornado con protecciones metálicas. Una sustancia adherente, viscosa… oro negro lo llamaron. Todo un lujo para los neumáticos que rodaran por ellos.

Nunca creí que llegara a odiar esa creación de mis manos, nunca pensé que un simple día de lluvia pudiera provocarme tal sufrimiento. Dicen que encontraron su bicicleta en la cuneta, que patinó en el firme y su cabeza fue a parar a la protección lateral fragmentando su casco en mil pedazos, que el material con que nos abastecieron era defectuoso, que los tramos recreativos quedaron sin construir y que se abriría un expediente al respecto.

Han pasado cinco años y a mi hoy… aún me cuesta caminar por ese maldito asfalto.

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