Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

ANIMALES

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en ANIMALES

Bienvenid@s a ENTC 2025 Comenzamos nuestro 15º AÑO de concurso. Este año hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores, y el 5º de este año serán LOS ANIMALES. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 de AGOSTO

Relatos

94. Collage

Platero y yo estuvimos esperando a Godot hasta que el capitán Alatriste nos comunicó que había sido encerrado en la casa de los espíritus. Allí pasará cien años de soledad, tras ser hallado culpable de matar a un ruiseñor.

Afligidos y siguiendo lo que el viento se llevó, abandonamos la ciudad y los perros buscando un mundo feliz. Atravesamos el jardín de los cerezos y, llegados a la encrucijada, escogimos el camino de Swann, embellecido, aquellos días, por las flores del mal.

Tras varias jornadas vagando por la montaña mágica, nuestras almas muertas necesitaban descanso. Fue Zalacaín el aventurero, al que encontramos entre la niebla, quien nos recomendó la Casa de muñecas, emblemática posada regentada por Madame Bovary.

Nos duchamos rápido y entramos al abarrotado comedor presidido por el retrato de Dorian Gray. Tomamos asiento junto a los dublineses, encargados de zunchar los pilares de la tierra, y compartimos cinco horas con Mario en una sobremesa amena.

Al atardecer, el ruido y la furia provocada por el tambor de hojalata que aporreaba, inmisericorde, el señor de las moscas, casi nos impide escuchar aquel sonido triste. «Por quién doblan las campanas», preguntó el principito. «Por el difunto Matías Pascal», contestó Frankenstein.

93. El libro del cementerio (Gabriel Bevilaqua)

Vivir en un piso veinte tiene sus cosas. En una ocasión, por ejemplo, una nube se coló por la ventana de mi dormitorio y se detuvo junto a mi cama. Atónito, sin cerrar el libro que estaba leyendo, limpié mis lentes y, al volver a colocármelos, descubrí que un ángel, escalerilla mediante, se había bajado de la nube. Con una sonrisa de oreja a oreja, me preguntó de qué iba el libro. Le comenté que se trataba de la historia de un chico que vive en un cementerio. Al instante me arrebató el libro de las manos y se puso a hojear las primeras páginas. «¡Huy, asesinos y fantasmas!», dijo, y me suplicó que se lo prestara, que a más tardar el jueves por la noche me lo devolvía. Le tomé la palabra y, acto seguido, lo ayudé a mover la nube hasta la ventana. Luego la abordó rápidamente, recogió la escalerilla y se marchó tan pronto como el aire se dignó a soplar. Desde entonces han pasado tres semanas y, aunque ya empezó a pegar el frío, continúo dejando, jueves o no jueves, la ventana abierta.

Necesidad vana que tiene uno de creer.

92. El túnel, por Javier Ximens

En la cárcel de la Isla Rikers, Nueva York, a modo de tortura psicológica —eso se cree el alcaide, que ha clausurado la biblioteca—, todos los lunes entregan a los reclusos las hojas de una novela rosa, una hoja a cada uno, salteadas y con la numeración amputada. Durante las horas de paseo, en los comedores e incluso mediante susurros nocturnos entre celdas, los presos hablan entre ellos, se cruzan información, indagan el tiempo cronológico, establecen la aparición de los personajes, aúnan los escenarios comunes y secuencian los conflictos. En los recuentos se colocan en el orden de la trama que van desentrañando.

Lo que desconoce el alcaide es que para los penados es como estar cavando un túnel pues todos los finales que construyen les llevan a la libertad.

91. El fantástico realismo de Washington Jaramillo

Las exequias iban a comenzar y aún no había encontrado Jaramillo su sombrero de honrar. Desquiciado por el contratiempo, el cantante rebuscaba por toda la casa sin mucho acierto. De pronto abrió la puerta de una sala imponente. Aquellos poblados anaqueles llamaron su atención, poco acostumbrado a ver tanto libro junto, pero más sorprendente le pareció que a bastantes volúmenes de esa solemne estantería les faltara alguna hoja.

Sofocado por la búsqueda vana, pasó a un estrecho retrete donde quiso aliviarse del nerviosismo previo al concierto, y allí encontró, pinchadas en un gancho, centenas de páginas impresas, arrancadas sin piedad de libros cuyos autores eran bien célebres. No encontrando otra manera de asear sus sentaderas, Jaramillo intuyó lo que el difunto hacía con esas hojas, y eligió una cualquiera, una interminable descripción que, tras ser leída sin interés, fue más útil en otros menesteres lejos de los ojos. Mientras mancillaba aquellos párrafos, sonrió pensando en el difunto.

Tolerante por naturaleza con las extravagancias ajenas, siguió buscando su sombrero, que descansaba sobre un sillón junto a una ventana. Ya podía comenzar el recital póstumo para su admirado Gabo.

90. Cicatrices

Con las bolsas de  la compra, Claudia sube al autobús de vuelta a casa. A esa hora del día el cielo arde entre  las lindes del ocaso y el sol se desvanece cansado,  al igual que sus párpados.

Siempre ha vivido en el mismo sitio, rodeada de la misma gente sin más destino que la ventana por la que pueden mirar su reflejo. Pero en el fondo, Claudia, siempre ha  tenido la necesidad de sentir  de forma diferente, de crear un lugar más allá de las paredes que contienen su mundo.

Abre la puerta y entra en casa. El olor a tabaco y prepotencia le hace un nudo en la garganta y  le provoca unas ganas inmensas de vomitar. Deja las bolsas sobre la encimera  y prepara algo de cena caliente. Claudia vive con sus cuatro hermanos y una madre que ha olvidado la vida entre el humo y la desidia.

Una vez quiso aprender a volar, pero el tiempo ha ocultado su juventud entre los pliegues de su piel. Solo por las noches, cuando todo está en silencio sigue soñando, viajando entre las páginas, donde las palabras caen dejando una marca indeleble en el lugar en el que estallan.

89. El primero (Esther Cuesta)

Piensa que  tuvo una buena  infancia, a  pesar de que la comida no sobraba, el dinero andaba justo y la ropa usada pasaba de los mayores a los pequeños con mayor o menor acierto, casi siempre con muy poco. Pero lo que si abundaba  en aquel  entonces, era el amor de sus padres  quienes,  guardaban, de vez en cuando,  unas pocas monedas para comprarles una chocolatina u otra pequeña sorpresa. Una noche de Junio, no lo olvidará jamás, dejaron  un objeto en la mesilla mientras dormían. Resultó ser  ¡un tebeo! , objeto maravilloso que se convirtió en su mayor posesión, negándose durante un tiempo a compartirlo con sus hermanos. Cuando el dinero no fue tanto problema pero el amor entre sus padres comenzó a diluirse, fue entre sus páginas donde encontró la salvación y el futuro.

A éste le siguieron muchos, que hoy guarda casi olvidados en el altillo, después fueron los libros los que ocuparon su lugar. Ni unos ni otros pudieron oír que es su nombre el que se anuncia como ganador. En el estrado ante el micrófono, la emoción  sólo le permite  decir, “gracias Tebeo, fuiste el primero”.

88. QUERIDA LAURA (Arantza Portabales Santomé)

Aquí te dejo diez consejos que espero que te sean muy útiles:
1. Huye de la teletienda y de las pipas. Son terriblemente adictivas.
2. Estudia mucho. Puede que consigas acostarte con algún futbolista, pero créeme, las posibilidades de casarte con uno son casi nulas.
3. La abuela no es una bruja. Si alguna vez lo dije fue por culpa de la medicación.
4. Desmaquíllate todas las noches. No imaginas a qué velocidad solidifica el rimmel.
5. Probablemente papá pronto tendrá novia y es normal. Sé amable con ella.
6. Lo del centro británico no es negociable. Me da igual que ningún presidente del gobierno sepa hablar inglés.
7. Lee mucho. Este libro en el que has encontrado esta carta era mi favorito. Si no he calculado mal lo leerás en un par de años.
8. Mi foto favorita es la de tu tercer cumpleaños. Yo te agarraba por detrás y soplábamos las dos. Dile a papá que la coloque en un marco (diga lo que diga la señora del punto número cinco)
9. Haz una vida sana, cepíllate los dientes y hazte una mamografía al año.
10. Te he dejado más cartas y una magnífica biblioteca. Busca princesa, busca.

87. En el último libro ( Jerónimo Hernández de Castro )

La mayoría de los miembros de la familia sufre una variedad benigna del síndrome de Diógenes. Nada preocupante. Ni siquiera los más longevos desarrollan el más mínimo comportamiento antisocial, pero todos son incapaces de desprenderse de cualquier papel de pequeño tamaño: cromo, billete de metro, estampa, tique de la compra, fotografía de carnet…, almacenados en cualquier rincón hasta que alguien cercano, bienintencionado o impaciente, acaba por tirarlos a la basura para desazón del afectado.

Su madre no era una excepción. De ella adquirió el hábito y la preferencia por usar el libro de la mesilla como reducto protegido de los afanes de orden de su padre que, resignado después de tantos intentos fallidos, sonreía burlón por el rimero multicolor de bordes de papel, que afloraban del canto de la novela hasta hacerla de un grosor inverosímil.

Han pasado nueve meses desde que ella murió. Padre e hijo se han propuesto terminar su lectura inacabada pero, cada poco, se detienen a disfrutar un pequeño tesoro que encuentran; sin ninguna prisa por alcanzar el marcapáginas.

85. Ajuste de líneas (María José Escudero)

No había luna aquella noche y, hostigado por los sueños que le impedían dormir, salió dispuesto a corregir el curso de una historia.

Cargó su tahalí con agua de lluvia y brisa del norte porque se dirigía, inexorablemente, hacia una llanura reseca y hostil donde todas las armas le serían de provecho.

Apenas había explorado unos renglones cuando, recostado en el camino, halló al cabrero. Su mirada era ya un río marrón detenido y, para cubrir tanta destemplanza, le prestó abrigo.

En la penumbra de otra línea, el niño, que no deseaba ser descubierto, vigilaba expectante.  Por temor a herirlo,  el intruso cambió de página y se adentró en el misterioso desafío de las palabras en busca de algún párrafo de esperanza.

Pronto divisó al alguacil y se puso en guardia. Consideró, a fin de evitar maldades mayores, atacar de inmediato y borrarlo de un plumazo. Pero juzgó más proporcionado condenarlo a vivir eternamente entre paréntesis, y lo cercó sin piedad.

Neutralizado el enemigo,una vaga euforia le empujó hasta el punto final: sobre la almohada, rompiendo el silencio, el libro reposaba a la Intemperie. Lo abrazó, sintió el desamparo de los personajes sin nombre propio, y quiso despertar.

84. Encuentro a las doce (Esperanza Tirado)

Todos los sábados a las doce cuando iba a la biblioteca le dejaba un mensaje entre las páginas del libro que devolvía. A veces era un marcalibros hecho a mano, otras un poema en un post-it, o doblaba algunas páginas del libro.

Ella, parapetada tras el mostrador, le recomendaba las novedades literarias o le reservaba el primer lugar para leer las adquisiciones recientes.

 

El colmo de su atrevimiento, en contra de sus principios de jamás estropear un libro ni ajeno ni propio, era señalar a lápiz pasajes en algunos capítulos.

Esas veces, ella se tomaba las reglas de su profesión al pie de la letra y le sancionaba con varios días de denegación de préstamo.

 

El sábado siguiente, la mañana se le hacía eterna al no verle aparecer sonriendo por la puerta, ni vagabundear entre las estanterías del servicio de préstamo en busca de nuevas lecturas.

Ese día, él aprovechaba para hacer algo de ejercicio, recorriendo el circuito de tierra que bordeaba el parque anexo a la biblioteca.

 

Sus miradas y sonrisas se encontraban cuando, deteniendo su carrera a las doce en punto, él pasaba por delante de la cristalera de la biblioteca.

 

‘Hasta el sábado que viene’.

83. La Libreta

Sentada al borde del abismo miraba el ajado cuaderno donde guardaba los libros leídos, anotaba las sensaciones que le habían provocado y escribía las frases más sugerentes. Recordó que, entre sus páginas, había aprendido todo lo que sabía. Desde la infancia, cuando le regalaron su primer libro de imágenes, hasta ayer, había leído todo aquello que cayó en sus manos.

Esta mañana, sin saber por qué, levantó la vista al mundo para comprender que nada de lo que había experimentado en ellos, se correspondía con la realidad que le rodeaba. Su universo era otro, mágico, lírico, espléndido, pero no tenía con quién compartirlo: Soledad, fiel, silenciosa y triste compañera. Tantas veces lo había intentado y tantas había fracasado que deseó bajar el telón. Abrazó la libreta entre sus brazos a modo de despedida, apagó su mirada despacio, con abandono y se asió a los versos tantas veces recitados:

                        … «Puedo escribir los versos más tristes esta noche»*…                                  

          Añadió una última entrada en su cuaderno: «Aquí está la historia de mi vida» y con un firme trazo horizontal cerro la página; entonces suspiró, dio un paso al infinito vacío y todo se fundió en negro.

*Obviamente los versos son prestados

82. AMAPOLA – LEO GARCIA

Amapola que bailaste al compás de la brisa de primavera, refulgente bajo los rayos del sol, confundiéndose con sus reflejos sobre la hierba húmeda por el rocío de la mañana. No debí arrancarte pero lo hice, preso de tu belleza que me recordaba a ella, alma que perdí por no saber apreciar su amor. Así te secuestré ante la imposibilidad de tenerla a mi lado y te enterré para siempre en el olvido para no olvidarte y tenerla cerca.
Hoy la he visto, veinticinco años después. Se la veía feliz y aunque me dieron ganas de abordarla me reprimí, mitad por pudor, mitad por respeto. ¿Con qué derecho despierto en su corazón viejos sentimientos que seguramente servirían sólo para abrir heridas ya restañadas?
Y volví a mi casa cabizbajo y te busqué en un viejo baúl lleno de polvorientos momentos de mi vida. Si, estabas allí. Ya no brillabas con tu rojo anaranjado, tu color era el de la sangre derramada por viejas heridas, secas pero nunca cerradas. Allí… dormida toda una vida, entre las páginas de “20 Poemas de amor y una canción desesperada”.

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