Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

QUIJOTERÍAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en QUIJOTERÍAS

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 Comenzamos nuestro 15º AÑO de concurso. Este año hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores, y el tercero serán QUIJOTERÍAS Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 DE MAYO

Relatos

63. Fuego en el cuerpo

Hay incendios que pueden durar una vida entera. Cuando llega la hora siento la inquietud de los animales ante las llamas. Me deslizo por el pasillo y llego a tu habitación sin aliento. Nos buscamos en la penumbra, mis sentidos te eligen por aclamación. Forcejeamos con el pudor hasta ponerlo en vergüenza. El somier protesta, desconcertado tras una vida sin sobresaltos. Ignorando el golpeteo rítmico del cabecero contra la pared, nos emulsionamos hasta lograr una textura uniforme. Alcanzamos el punto de inflexión, el de ebullición, el de nieve y el de no retorno. Con las urgencias de la edad no tomamos precauciones. Intento un repliegue táctico, pero cortas mi retirada con una maniobra de piernas envolventes digna del mejor Bonaparte. Perdemos la cabeza y caemos por la madriguera del conejo blanco, donde un sombrerero aterrado nos advierte que tengamos cuidado con la cabeza. Antes de la pequeña muerte vemos una luz y, ante nosotros, pasan fugaces todos los polvos de nuestra vida. Me invade el deseo de quedarme, de esconderme del mundo contigo, pero vuelvo a mi habitación venciendo el desamparo de mis rodillas. En la residencia de ancianos «Nuevo Atardecer» las normas son muy estrictas.

62. El plan. Paloma Hidalgo

Salió de debajo de la mesa con cuidado, sin rozar las piernas de los mayores. Una vez en la cocina se subió a una silla y cogió un vaso, necesitaba beber. En el salón alguien lloraba de nuevo, podría ser la abuela. O la tía Águeda. Bebió deprisa. Al volver, se cruzó con su padre en el pasillo, satisfecho creyó que sus ojos hinchados ya no le veían porque él también estaba muriéndose ya. Echó a correr. Tenía que darse prisa en llegar a su escondite, y acabar de comerse los cigarrillos que aún le quedaban de los cinco paquetes que encontró en la mesilla de su madre. Quizá, como ella solo gastaba dos paquetes al día según su padre, para la hora de cenar ya estaría muerto. Y ya no importaría que ella no pudiera regresar.

61. Cópula canicular (Aurora Rapún Mombiela)

La primera gota de sudor cayó encima del labio superior y no resbaló ni se deshizo. Curioso. La segunda, sobre el pezón. Esa sí se resquebrajó. Las otras ya no pudo observarlas. Lástima. El bochorno era insoportable y tenía que apresurarse. Debía borrar las huellas y deshacerse de ella antes de que empezase a oler. Los calores no son buenos para nada.

Ni para deseos, ni rechazos. Ni para mártires, ni verdugos. Ni para los vivos, ni para los muertos.

60. AA

Tengo guardados en mi móvil, con dos aes delante, los contactos a los que quiero que avisen si sufro un accidente: mi padre y mi madre. Al abrir la agenda, veo las fotos que les hice y puse junto a sus números. La de él, con su mirada de siempre, tan poco fotogénica como tierna y sincera. La de ella, con una sonrisa forzada y los ojos muy abiertos, su típica expresión ante una cámara. Después la pillé desprevenida y le hice otra en la que se parece mucho más a ella. Sin embargo, me dijo que en esa no se reconocía, que le gustaba más la anterior, que no la cambiase.
Mi padre se fue una madrugada de hace siete años sin hacer ruido, lo habitual en él. Mi madre hace cinco y, aunque se tomaba tiempo para sus cosas, también lo hizo de repente. Desde ese día me acompaña un amargo sentimiento de orfandad. Pero se me pasa en cuanto me dejo atropellar por un coche. Los llaman y enseguida aparecen. Me incorporo entonces sin un rasguño, mientras me recuerdan que, la próxima vez, me asegure de que esté despejado, pues apenas tienen cobertura cuando hay muchas nubes.

59. Reescritura pandémica (Josep Maria Arnau)

—¿Hay alguien en casa? —repitió desde el interfono ubicado al lado de la puerta blindada.

Volvía tras meses de penurias. Había malgastado la herencia que le avanzó su padre y regresaba porque conocía el relato bíblico. El viejo poco le importaba, pero confiaba en el desenlace. Solo tenía que seguir el guion, ya estaba escrito lo que diría suplicando la misericordia paterna: “Pequé contra el cielo y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros”.

Para su sorpresa, la voz que respondió por el interfono fue la de su hermano mayor.

—Veo que has vuelto. Nuestro padre lo celebraría con una fiesta. Pero hace tiempo que están prohibidas y él está enfermo por culpa de gente como tú.

Entonces la puerta se abrió y aparecieron dos guardias de seguridad. No pudo escapar, fue detenido por no llevar mascarilla.

58. REGRESO (Juan Manuel Pérez Torres)

Yo quería verla otra vez. Y charlar con ella sin prisa, sin despertador, sin campanas que dan las horas, las medias y los cuartos y a veces tañen sin explicar el motivo. Verla y charlar, sin cortapisas, sin condiciones ni obligaciones. Estar con ella y prescindir de todo, incluso del recuerdo.
Cuando llegué fui tratado con naturalidad y cortesía, a pesar de que no me esperaban tan pronto. Expliqué cómo había comprendido que el transcurso del tiempo, como un río, había acentuado notablemente el lento discurrir de su ausencia y que, de forma paulatina, simultáneamente inundaba en aluvión el cauce de mi alma con el creciente anhelo del encuentro. Y que esta era la única forma de conseguir que mi marcha, en realidad fuera, para mí, su regreso.

57. Algo había cambiado

Tras una larga ausencia, se sentó a tomar un café en el bar de la plaza del pueblo. Parecía que no hubiera pasado el tiempo: el camarero era el de siempre y la clientela, con más canas y algunas ausencias, la habitual, el sol comenzaba a alumbrar tímidamente la fachada rosa de la casa de enfrente, las farolas aún permanecían encendidas dando un ambiente cálido a la plaza, solo roto por el ruido de algún coche o el ladrido de un perro, y las palomas revoloteaban alrededor de la fuente.

Terminado el café, dejó unas monedas en la mesa, cruzó la plaza entre los naranjos y las cuatro palmeras que delimitaban la zona ajardinada, y se acercó a la esquina, al puestecillo en que de niño compraba chucherías y, pasados los años, el único cigarrillo que la salud y su familia le permitían, y que se fumaba con el anciano quiosquero, mientras mantenía una intrascendente conversación sobre fútbol o el tiempo.

Al llegar a la esquina y ver el quiosco cerrado, notó el profundo silencio de la ausencia, y su desazón se convirtió en añoranza.

56. De vuelta al hogar

«Lo hemos tratado como un hijo más pero…» en esa parte desconecto y pienso en el padre Luis, su vara y su cara de rabia y odio cada vez que me ve de vuelta. Ya es mi quinta casa de acogida y se han portado muy bien conmigo, pero yo sólo quiero estar con mi madre y aguanto lo que haga falta para regresar junto a ella. Sor Inés, que siempre me busca buenas familias, les pide disculpas apenada mientras con disimulo me lanza dolorosas miradas de decepción. Aunque con el paso del tiempo es más bien  miedo lo que veo en sus ojos porque cada vez es más evidente nuestro parecido.

55. Delicias navideñas (María Rojas)

 

La Navidad que pasamos con Claudio fue fenomenal.
Amada asó una pavita que le quedó de rechupete.
Armando hizo el árbol de Navidad, el alto, el que casi llega al techo, el que no sacábamos desde el año en que mamá desapareció de un golpe de calor. Lo decoramos con pastelitos y frutas que nos fuimos comiendo día a día.
El veinticuatro, Claudio nos dio unos regalos increíbles. Bailamos reguetón y él nos cantó rancheras y blues.
Entramos en shock, qué swing, que voz tan espectacular. A las tres de la mañana nos fuimos a la cama. Todos contra Claudio y Claudio con todos.
A las dos de la tarde nos despertamos, pero el problema fue que Claudio no lo hizo. El tatuaje del alacrán de su pene estaba morado y con el aguijón para abajo.
Para que regresara, para no perderlo fue que decidimos meterlo en el arcón de los congelados del sótano, encima de mamá.

 

 

 

54. Precipitaciones (Juana Mª Igarreta)

Y, por fin, regresa la lluvia. En la calle florecen paraguas multicolores. A las ventanas, hasta ahora cerradas bajo el sol como ojos aquejados de ceguera, se asoman chicos y mayores. Con los brazos abiertos y las manos extendidas le dan la bienvenida entre suspiros de alivio y regocijo.

Angélica vuelve presurosa de la peluquería, cubriéndose la cabeza con la bolsa multiusos que siempre lleva cuidadosamente doblada en el bolso. Entra rauda en casa y libera sus manos de enseres varios; abre enérgicamente la ventana de la cocina y, sin medir sus fuerzas, se alza en el banquito con el que se ayuda para llegar a la última de las cuerdas, abalanzándose irremisiblemente sobre el tendedero.

Tomás, desde que fue señalado en la última junta vecinal, ya no fuma puros en el ascensor. Ahora espera y los enciende nada más salir del portal. El último humea tembloroso sobre su labio inferior cuando Angélica, la vecina del primero, aparece como caída del cielo y se lo arrebata de golpe.

53. Sefarad

Sacó de la maleta una llave herrumbrosa, la que debía dar entrada al caserón. Caminó durante horas por las callejuelas que se retorcían del dolor de antaño. Llegó tras perderse una y otra vez, al lugar que le dijera la abuela; de donde salieron espantados los que con tanto pesar tuvieron que huir en otro tiempo. Introdujo el hierro en la cerradura con mano temblorosa y la emoción contenida de siglos que traía en el zurrón se desparramó por el empedrado. Pero la llave bailó en el vacío sin sujetarse, ni encontrar apoyo. No abrió, tampoco cerraba. Salió entre tanto del edificio un hombre de mirada vetusta y recelosa. Masculló desganado que dejara la búsqueda, que allí siempre había vivido cristiano viejo. Los visillos de enfrente cuchicheaban. Las puertas a cal y canto más que nunca. Erró por la judería desierta. Cansada desanduvo sus pasos. Se dirigió al hotel, más tarde al aeropuerto. Dudó solo unos instantes antes de precipitar el óxido antiguo a una papelera boquiabierta, llena de desechos. En el mostrador pidió un billete de ida, sin vuelta. A las tierras del destierro, su casa.

52. PIEL DE GALLINA

La rolliza propietaria del asador de pollos no comprendía a los clientes que, resoplando y muy desmejorados, acudían a su comercio a recoger la sabrosa mercancía y se compadecían de la cocinera que manejaba aquellos espetones con el mismo salero con el que canturreaba una copla popular, como si junto al fuego no notara la infernal temperatura. Eso sí, de vez en cuando hacía una pausa, salía del local y se aventaba la ropa a pleno sol del mediodía ante el asombro de los turistas que huían del tórrido clima anunciado por las autoridades. Tal vez la escena formaba parte del reclamo publicitario, pero ella nunca se ponía a la sombra porque, decía, el contraste de calor y frío podía ser muy malo para los poros de su piel, de modo que pasaba de los 60ºC del interior a quince menos en medio de la plaza, donde la gente, entre incrédula y fascinada, siempre acababa aplaudiendo y comentando la tersura del cutis de la pollera.

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