Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

NEPAKARTOJAMA

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en el tema que te proponemos

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2024 Este año, la inspiración llega a través de conceptos curiosos de otras lenguas del mundo. El tema de esta última propuesta es el concepto lituano NEPAKARTOJAMA, o ese momento irrepetible. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
Esta convocatoria finalizará el próximo
31 de DICIEMBRE

Relatos

51. LOS OLVIDADOS

Josefa está convencida de que a su marido lo mató el frío. Todos los años, el muy canalla, se cuela por debajo de la puerta, se mete por las ventanas, traspasa las paredes de su casa de cartón y se queda dentro todo el invierno, poco puede hacer para combatirlo una triste estufa a la que apenas encienden.

Desde que se quedó sola, pasa las horas tejiendo ropa de abrigo para él. Cuando el tiempo comienza a refrescar la lleva al cementerio para que se la ponga. Todos los días lo visita, necesita asegurarse de que está bien protegido, aún siente escalofríos cada vez que recuerda su tos.

Aunque ha pasado media vida destemplada y la otra media aterida, ha sido necesario que llegara un terrible temporal que le congelase las manos para que alguien se acordara de ella.

La han llevado a un lugar con calefacción, pero su corazón no deja de tiritar.

50. A 37 grados bajo el edredón

Los informativos anunciaron una ola de frío polar, y no se equivocaron. Últimamente, las acertaban todas. Se colaba hasta los huesos. Por el día, lo normal, camisetas, suéteres, chaquetas… ¿Y la bufanda? Vale, la llevo. Beso, adiós, y cada uno a su trabajo. Pero cuando llegaba la noche, bajo los cojines desterrados al pie de la cama, de las mantas dobladas estratégicamente sobre el edredón, y de las sábanas de franela, los helados pies de ella, brrr, reptaban y se entremetían buscando el calor de los suyos, convenientemente calefactados en sus calcetines de lana con borreguitos -uy, qué rico-. A veces se le pasaba por la cabeza preguntarse cómo, después de tanto tiempo durmiendo juntos, continuaba haciéndolo. Pero, la verdad, ni se lo preguntaba, o mejor aún, nunca se preocupó por encontrar una respuesta satisfactoria al dicho fenómeno invernal. Mientras, se dejaba hacer, y no dejaba de asombrarse por el hecho cierto de que, si bien él se los ponía, la encargada de reponer los calcetines de la cajonera plástica de los chinos, era su mujer.

49. Corazón congelado (Rosy Val)

Resolvimos cambiárselo a todos los terrícolas que restaban. En su lugar les trasplantamos otro fabricado con rosas de Jericó, bayas de açai y algas del mar Rojo.

Pretendíamos que el nuevo comenzara a palpitar de forma rítmica, ya que el anterior latía frío, descomedido y desacompasado. Llevábamos tiempo observándolo. Ya no se partía ante un niño hambriento o una mujer desesperada. Tampoco se ablandaba delante de un indigente aterido ni de un perro desamparado en la calle. Mucho menos se encogía frente a la muerte de un bosque, la desaparición de alguna especie, la agonía de los mares o el deshielo de los casquetes polares. Aunque no nos extrañó especialmente, era de esperar que, tras tantos conflictos, injusticias, guerras, holocaustos y genocidios, el de venas, músculo y arterias, finalmente terminara perdiendo toda sensibilidad.

48. Miedo al olvido

Mi primer registro del miedo fue miedo al olvido. Tendría dos años. La tráfic de la guardería me dejó en la vereda y se fue.

Mi casa estaba al fondo de un jardín. Toqué la puerta y nadie atendió. Aterrorizada subí a la reja de la ventana protegiéndome de los lobos. No sabía que en la jungla urbana los hombres son los depredadores.

Mamá me encontró bañada en llanto y dijo “tu papá no quiere poner un timbre”. Hoy vivo en la misma casa, pusimos una reja en el jardín y cuando papá viene espera afuera hasta que le abra.

47. Objetivo cumplido (Blanca Oteiza)

Tras el cristal empañado se va instalando la noche. Fría, de principios del invierno. En la habitación se escucha el crepitar del fuego de la chimenea y los juegos sobre la alfombra. Intento concentrarme en la pantalla que tengo frente a mis ojos, aún me quedan unos minutos para terminar la jornada laboral. La palabra “mamá” suena varias veces reclamando mi presencia a su lado. Es más divertido jugar acompañado. Dejo el ordenador y me siento junto a él. Con la emoción agarra el muñeco de su personaje favorito y lo lanza quedando tendido junto a la puerta.
Y es entonces, cuando camina sus primeros pasos tambaleándose, pero decidido a alcanzar su objetivo.

46. Vuelta a la guerra fría (Javier Igarreta)

Hacía frío, mucho frío. Un frío glacial. Ni los más viejos del lugar recordaban rigores parecidos. Tampoco había constancia de registros comparables en la serie histórica. Lo que de verdad enfriaba la convivencia era la sensación térmica. Con sólo nombrarla se hacía difícil romper el hielo. Los saludos se convirtieron en un gélido protocolo en vías de extinción. Nadie podía pensar con frialdad ante la crudeza de la rasca. Pero aquel clima polar no pudo impedir que algo se resquebrajara en la frágil escarcha mental de Gonzalito. Tras salir de la escuela, se dirigió corriendo a la taberna y exclamó sudoroso: “Hace calor”. Y se quedó tan fresco. Un escalofrío se apoderó de los que echaban la partida. Dejando la jugada congelada, Demetrio, el padre de Gonzalito,  levantó la cabeza y, mirando fríamente al chaval, sentenció: “Este niño siempre tuvo la cabeza bastante calenturienta”. Fue toda una premonición. A la hora del noticiario, apareció en la pantalla el rostro radiante del hombre del tiempo. Empezó quitando hielo a la “terrible ola de frío”. Una vez caldeado el ambiente, trató de explicar la virulencia del fenómeno, achacándolo a la agresividad de un insidioso fake. Al parecer, procedente de Siberia.

45. 179091

Un día llegó el frío y se quedó para siempre. Desde entonces, la leña no ha vuelto a arder, salimos de la ducha castañeando los dientes y una sopa templada es una quimera. Pero no fue solo un frío como el que arrastra consigo el invierno, sino uno más profundo, omnipresente. Un frío que agrietó las almas. Nadie recuerda la última vez que vio un gesto cordial y cualquier mirada pone la piel de gallina. Las sonrisas hielan la sangre. Incluso las vestimentas hacen gala de una inflexible frialdad. Los colores cálidos se perdieron en el recuerdo; ahora nos confundimos todos, indistinguibles, en una niebla de azul y gris.
Una vez más espero de pie, inmóvil, después de una jornada de trabajo repleta de silencios y ojos agachados. Los fríos números del recuento se hacen eternos. Diecisiete, dieciocho, diecinueve… ¿Es el uno más frío que el siete? ¿El siete más que el nueve? ¿O lo es el cero, la encarnación del vacío infinito? Veinte, veintiuno… Me fallan las piernas y caigo de rodillas. Una patada furiosa es suficiente para recordarme que los números más fríos son aquellos que el odio te graba en la piel.

44. Algo inesperado (Gemma Llauradó)

Calla, no grites. Soy yo. ¿No me reconoces? ¿Por qué me miras como si no me conocieras? Acaso no me recuerdas. ¿Sabes quién soy? Soy tu hijo Gabriel… He regresado de Argentina. Mamá, ¿qué te pasa? ¿Por qué no me hablas? No, no grites. Mírame. Sigo siendo yo. Tú hijo. Estoy aquí mamá. ¿Qué te sucede?

Hubo un silencio ahogado, ligeramente prolongado mientras él la observaba desconcertado. Algo en su interior le decía que algo no iba bien.

De repente, unas lágrimas escurridizas se deslizaron por las mejillas de ella, unas palabras desordenadas se atropellaban unas tras otras bajo una voz asfixiada. No, por favor, mamá. Háblame despacio. No llores. Dime, ¿cómo puedo ayudarte? ¿Qué puedo hacer? No te entiendo mamá. Habla más despacio. Su mano tocó la suya, pero ella la retiró como si fuera a quemarse. Pero ¿qué te sucede? Mamá, soy yo…

Unos segundos más tarde entró Sara en el salón. Llevaba consigo dos tazas de té negro, el preferido de Gabriel. Viendo la escena, le habló a su hermano.

El médico le había diagnosticado Alzheimer y estos eran los comienzos de la enfermedad. Tenía días buenos, otros no tanto. Aquel era uno de esos días.

43. RESPIRA (Rosalía Guerrero Jordán)

El agua está fría pero mis piernas no lo saben. Solo cuanto me sumerjo en la piscina y ella me abraza siento las pequeñas agujas de hielo clavándose con furia.

Comienzo a bracear con desesperación, como si temiera ahogarme. Esos metros que tantas veces recorrí ahora se antojan infinitos. Alguien coloca mis piernas en horizontal, y el ritmo de mis brazos se vuelve constante. Un, dos, tres, respira; un, dos, tres, respira.

Con cada brazada la sal de mis lágrimas se diluye en el rectángulo azulado.

Recuerdo el estruendo de vidrio y metal; después, el silencio, tan parecido a la muerte; el llanto quedo silenciado por las sirenas; el despertar en el hospital y el dolor lacerante de saber que solo yo había sobrevivido.

Siento la torpeza de mis piernas, ahora convertidas en ruedas. Y el abrazo de la silla que nunca creí que pudiera necesitar.

Al salir a la calle noto el frío en mi cabello, todavía húmedo. También el sol que acaricia mi rostro.

Mientras pienso en todo lo que dejo atrás mis manos hacen girar las ruedas. Y entiendo que este es el principio de mi nueva vida.

42. VIVIR (María Jesús Briones Arreba)

Al grito de: -«La sopa está fría»; un golpe en la mesa; más improperios y una nueva bofetada con la sentencia de siempre:

-Buscaré calor en un trago
Retumba el portazo. Ana confunde sus lágrimas con la presión del agua sobre los platos que lava.
La niña despierta sollozando. Ana con besos suaves tranquiliza a su hija. Promete denunciar aquello que no debió tolerar desde el principio.

Hoy, siente el vacío de la ausencia en las noches solitarias. Le obsesiona la pulsera que los separa y desea arrancarla de la muñeca de su marido para seguir viviendo.

41. ALMAS ENCENDIDAS

La tarde se encontraba iluminada por una tenue luz que procedía del faro que protegía la isla.
Aquel día, frío y desangelado, apenas había gente en las calles del pueblo canadiense, aunque estaban acostumbrados a las gélidas temperaturas.
Solo se veía a un grupo de muchachos de alrededor de los 17 años que estaban haciendo botellón cerca de la plaza y charlando animadamente.
De repente la charla comenzó a avivarse y aumentó el tono de sus voces. Al parecer Albert había gastado una pesada broma a Frank, uno de los jóvenes más apocados del pueblo, que había protestado.
Las voces se convirtieron en gritos, y finalmente los dos se enzarzaron en una pelea.
Los muchachos acabaron en el suelo nevado, lanzándose improperios mientras se propinaban puñetazos y patadas.
La mala suerte quiso que Albert, tras el último empujón, acabara estrellándose sobre el bordillo de la acera.
Un golpe seco tiñó de sangre la nieve, y nada pudo hacerse para salvarle.
La marea roja, incesante, anunciaba lo que todos se negaban a creer, su atroz muerte debida a una discusión intranscendente, una rabia juvenil imparable y a un amor propio equivocado.

40. Trasplantado

Abrí con ansia el primer paquete de mis padres. Podía verse la mano de papá en el derroche de cinta adhesiva; la de mamá en la cuidada caligrafía de la dirección. Dentro había un poco de todo. La abuela me mandaba un sobre con dinero, mi hermana, algo de ropa y cintas de música, y el resto lo componían embutidos y conservas caseras, además de algunos enseres, diversas cosas que yo les había pedido y, por último, una “misteriosa” bolsa de tela. En una etiqueta adherida a esta, decía: «Semillas de trébol».

Había muchas. Decidí sembrar un puñado en las macetas del balcón, y regalé luego parte de ellas a doña Carmen, la casera, que me trataba como a un hijo, y a Juan, el panadero, que me regalaba un bollito cada mañana. Reservé también una buena cantidad que al día siguiente fui esparciendo por los parques y jardines que encontraba en mi ruta hasta el campus de la universidad. Allí sacudí en el césped las que quedaban. Añoraba lo indecible mi vida en el pueblo. Y más todavía a mi familia. Pero, si el clima y la suerte me eran propicios, pronto empezaría a echar raíces en la ciudad.

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