Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

NEPAKARTOJAMA

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en el tema que te proponemos

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2024 Este año, la inspiración llega a través de conceptos curiosos de otras lenguas del mundo. El tema de esta última propuesta es el concepto lituano NEPAKARTOJAMA, o ese momento irrepetible. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
Esta convocatoria finalizará el próximo
31 de DICIEMBRE

Relatos

65. La liebre y la tortuga

Los corredores calientan a mi alrededor, muchos de ellos llevan tatuado en su rostro un rictus de concentración y dolor, quizás por alguna lesión menor. Noto sus miradas de desconcierto, creo que soy el único que sonríe. El pistoletazo indica el inicio de la carrera y todos salen disparados. Los más rápidos me adelantan en tropel. Recibo algún que otro codazo, empujón y lindeza. Pero dónde vas imbécil. Vas a provocar un accidente. Esta no es una carrera para aficionados.

Yo pienso en la fábula y sigo sonriendo.

Cuando llego a la meta ya es de noche. Prácticamente se ha marchado todo el mundo, quedan los operarios que recogen las vallas y descuelgan los carteles. Vislumbro las siluetas de mis familiares y amigos, los alcanzo, sus gritos y vítores colorean el silencio. También está él, que con su voz solemne de neurocirujano se acerca a mí y con un cómo me alegro de haberme equivocado, nos fundimos en un abrazo y es entonces, exhausto, cuando siento la mayor felicidad de mi vida.

64. Melopea post-Covid

Dispuesta a recuperar el tiempo, bajo decidida en dirección al paseo marítimo. Mis pies, que han olvidado lo que era caminar con chanclas, casi me hacen caer; aunque con el tropezón han salido volando de mi bolsa de playa todas las pipas que no me comí en Semana Santa durante dos años, el ligue que no conocí por culpa de la mascarilla, y un montón de animales de mi malogrado viaje a Tanzania. Eso sí, dentro se han quedado mis ganas de fiesta, que las he sacado justo al llegar al chiringuito. Y mientras bebo sangría como si no hubiera un mañana, me muero de risa observando a la gente alucinar con esa cebra de rayas naranjas y azules paseando por la orilla. ¡A vivir, que son dos días!

63. DESEOS INALCANZABLES

No se cansa de repetirle a sus hijos cuando le dicen que está vieja, que ya es una abuelita: «Sí, pero una abuelita sin nietos. ¡A ver si espabiláis, cogéis una novia y me dais nietos!».
Pero nada, como quien oyera llover…
Y es que ya se ha visto a si misma mirando con envidia en los parques a los abuelos que pasean y juegan con sus nietecillos.
Ahora- piensa- cuando ya sus hijos son jóvenes que apenas necesitan sus cuidados, echa de menos a quien cuidar, a quién dedicarle todo el amor que aún lleva dentro.
Y es entonces cuando se observa pensando en alto, ¡cuánta alegría sentiría oyendo las risas y juegos de los niños! mientras los que pasan a su lado la miran desconcertados.
¡Seguro que hasta se olvidaría de sus incipientes achaques!

62. El mayor tesoro (Blanca Oteiza)

El sudor recorre mi rostro y me siento muy cansada. Por momentos creo que no seré capaz de seguir adelante cuando el dolor me parte en dos, pero me animan y me dicen que ya queda poco para la recompensa. Quiero creerles e intento pensar en el futuro más inmediato. Y es entonces cuando escucho su llanto.
La matrona me coloca encima al recién nacido fundiéndose ambos latidos en un solo corazón. Todo el sufrimiento previo desaparece. Mirando esa carita aún roja por el esfuerzo, una sonrisa asoma en mis labios y es entonces cuando comprendo que la felicidad es esto.

61. Anhelado reencuentro (Alberto BF)

Sagrario ha amanecido nerviosa. Toda una vida esperando este momento.

No se podía quejar de la manera en que le trató el destino, sería injusta si lo hiciera. Su difunto marido Ambrosio fue el mejor compañero que jamás pudo tener. Aparte de hacerle sentir mejor persona, le dio los tres regalos que colman su existencia: Virtudes, Alfonso y Andrés. Y esa bendición de nietos que le alegran cada fin de semana que vienen a verla.

Bien merecieron la pena aquellos años complicados, cuando llegaron a Madrid procedentes de su Ledanca natal. Pese a alguna penuria inicial, lograron formar una familia feliz.

Pero cada noche, desde niña, le despierta el salado sabor de las lágrimas. La imagen de su padre, despidiéndose de rodillas en un camión que se aleja, no se le borra de la mente. Todos los días, al amanecer, abre el cajón de la mesilla y acaricia su ajada foto.

Hoy, ocho décadas después, volverá a verle. Encontraron sus restos frente al molino, junto a los de otros mozos del pueblo. Su hermana Alicia, que ya ha llegado, dice que le ve más guapo que nunca.

“Acelera, Andrés, hoy conocerás al abuelo”, musita feliz acercando su foto al corazón.

60. La vida oscura

Nada me llenaba más de júbilo que los paseos con mi madre por el prado. En cuanto la veíamos recogerse el borde del vestido sabíamos que enseguida estaríamos todos riendo a carcajadas y trotando como locos hasta caer rendidos. Entonces, sentados en la hierba, se ponía muy seria para explicarnos que debíamos estar preparados por si las estrellas caían del cielo y era necesario correr para recuperarlas. Que una noche sin estrellas era muy negra.
Un día mi madre echó a correr y no volvió. Cuando le digo a mi padre que estoy seguro de que ha salido a recoger estrellas, se enfurece y dice que me deje de tonterías. Como si no supiera él, más que nadie, que desde entonces vivimos a ciegas.

59. ¡Alegría, alegría!

Hundir el dedo en el azucarero, sentarme en las rodillas del abuelo, marcar el gol de la victoria en el patio. Compartir pupitre con Carmencita y dibujarle un corazón de tiza. Pasear con papá bajo las luces navideñas de la calle Mayor, que me compre un cucurucho de castañas, pegar la nariz al escaparate de la juguetería y mirar el trenecito dando vueltas. Cerrar los ojos y desear muy fuerte haberme portado bien este año. Soplar la sopa para no quemarme. Comer rosquillas hasta que me duela la tripa. Ver a la abuela reírse con la boca llena de uvas. Que se derrame una copa y mamá diga: “¡Alegría, alegría!”.

Aprender a conducir el coche de papá, llevar a Carmen al cine, pedirle un beso. Acordarme de golpe del azucarero y sonreír como un bobo. Que Carmen me llame bobo y me bese de nuevo. Cerrar los ojos muy fuerte y desear que me diga que sí. Hacer planes juntos y confiar en que todo irá bien. Que todo vaya bien. Imaginar que el niño se parecerá a mí. Que se parezca a ella. Ver a la abuela reír y llorar a un tiempo, y a madre repitiendo: “¡Alegría, alegría!”

58. Do, Re, Mu

Redonda, cuando suena Mozart, se queda inmóvil para que el cencerro no le impida escucharlo. Corchea en cambio muestra una clara predilección por Beethoven. Desde que hay música en la granja las notas son mariposas que aletean entre las flores, moscardones que juegan con la manada, vencejos que sobrevuelan veloces el prado. Las vacas dan más leche que antes y el pasto crece más verde y lozano. Allegro, que prefiere a Brahms, tampoco escapa de sus efectos. Su labor como semental provoca asombro en la aldea y el número de reses se ha duplicado en poco tiempo con su altruista aportación.

Ana y Luis están exultantes con los resultados del experimento. Ellos mismos trabajan con mejor ánimo escuchando los clásicos allá donde se encuentren. Ana, que hace nada añoraba su pasado en la ciudad, ahora se ve viviendo feliz siempre en el campo. En cuanto a Luis, cualquiera diría que ha recobrado el vigor de antaño. Come y faena como un muchacho y se levanta al amanecer silbando las melodías. A veces, sobre todo con los crescendos, los ojos se le encienden de pasión. Deja entonces lo que esté haciendo y, sin decir ni mu, se adentra en los establos.

57. Ángeles sin alas. (Gemma Llauradó)

Cuando cae la noche Yolanda, Eva y Eugenia despiertan. Son ángeles en la oscuridad. Su turno comienza a las diez de la noche. Una guardia más, llevando a los pacientes algo de júbilo con sus gestos y miradas, paz con sus palabras, procurando el bienestar de todos ellos, con la atención al detalle y siempre rebozadas de empatía.

Trabajan incansablemente sin perder la sonrisa de sus labios oculta bajo la mascarilla, con la capacidad de aceptar el sufrimiento y el dolor sin que ello afecte a su desempeño profesional. Preparadas siempre para lo inesperado.

En mitad de la noche, toca tomarse un respiro, unos minutos para hablar entre ellas, tiempo para un relato corto, unas risas, un café, una taza de té humeante y aromático, una pausa para soñar despiertas… Pero de nuevo un timbre suena. Alguien necesita de su presencia. Así todas las veces que sean necesarias, trabajan en silencio y con un guiño benevolente en sus ojos.

De nuevo, todo comienza de nuevo, está amaneciendo. El trabajo sigue y concluye en un momento en el cual confluyen alegría y satisfacción por una labor bien hecha. Son mis ángeles sin alas. Mis enfermeras.

56. CUANDO TODOS DUERMEN

Cuando todos duermen, una oscura quietud lo inunda todo. A veces, escondido bajo el sauce, fumo un cigarrillo en el jardín. Observo la fachada, las exiguas luces en las ventanas, los estertores del humo escapando por la chimenea.
De haberla observado tanto, reconozco cada ladrillo, cada tablón, y me siento parte de ella y de su contenido. El momento es terriblemente sublime e íntimo y, cuando consigo entrar, me siento alguien mejor. Alguien afortunado.

Amparado en la negrura, palpo la paz en cada mueble, en los respaldos de los sillones y los marcos de las fotos. Subo las escaleras como un lento susurro y entro a las habitaciones, escudriñándolas sigiloso. Acaricio una cabecita rubia y despeinada que duerme entre peluches. En otra habitación, beso una frente tibia. Respiro su fragante sudor infantil. Por fin, entro al dormitorio de matrimonio, extremando el cuidado, casi flotando. Ella sigue tan hermosa como cuando nos conocimos hace años. Es un ángel inmóvil que quisiera acariciar.
A su lado duerme el hombre que debería haber sido yo. Me agrada permitirle vivir. Vivir mi vida. Entonces me derramo escaleras abajo y me dejo engullir por la noche, corriendo a aguardar el próximo momento de felicidad.

55. Cuando la calle era el mundo (María José Escudero)

En aquel tiempo, era conocido que en la casa de vecinos donde vivíamos, se rezaba el Ángelus en el primer piso, se cantaban coplas atrevidas en el segundo y en los techos inclinados del sobrado se recitaban, a escondidas, versos prohibidos. Mientras, ajenos a la Historia y sus historias, los niños ocupábamos la calle y un bullicio de canicas y peonzas, de muñecas y patines se mezclaba para celebrar la alegría de un día sin escuela. A menudo, algún jubilado de ceño fruncido nos alertaba de los peligros: “Se acerca un camión, chavales”. Y nos apartábamos entre empellones y risas imposibles de contener. Luego, cuando la amenaza desaparecía, al grito de “este rabo pide pan y este otro mazapán”, el juego continuaba. A veces, del balcón de la señora Hortensia se escapaban notas de piano y todo se detenía unos instantes. Incluso el colchonero, que vareaba la lana en la acera, permanecía ensimismado al escuchar tan magnética melodía. Hasta que las voces apuradas de las madres nos llamaban a comer y se rompía el hechizo.
En aquel tiempo, la calle era el mundo. Todavía ignorábamos que la felicidad sabe a pan con chocolate, que la vida toma carrerilla… y vuela.

54. De las de antes-Iñaki Ferreras

Era un cerebrito para las matemáticas, pero nunca se acordaba de su propio número de teléfono. Se había resistido a tener el aparatito porque no quería sucumbir al enganche de las nuevas tecnologías, pero la edad y el hecho de vivir sola se lo hicieron pensar dos veces y, finalmente, se decidió a dar el paso adelante. En pleno siglo XXII, las operadoras de telecomunicaciones obligaban, por ley, a sus usuarios efectuar un mínimo de llamadas mensuales.  De lo contrario, les daban de baja. Eran los tiempos en los que cuantas más llamadas se hacían, menos tarifaban estas compañías y, por tanto, más económico resultaba el servicio final. Pero al contrario que el resto de personas cuando disponen de un elemento nuevo en sus hogares, a ella el teléfono le resultaba, cuando menos, indiferente. No llamaba casi nunca a nadie; prefería encontrarse con los suyos en persona. Su tradicional hábito social llegaba a tal extremo que, incluso, una vez que se cayó y quedó paticorta, prefiriera bajar a la calle a trompicones y tomar esos cafés tête à tête tan reconfortantes.

Esa mañana, su operadora la llamó y la amenazó con cortarle el servicio, pero ella le dio un corte de mangas virtual y le lanzó una sonora carcajada: “¡Ni me acuerdo de mi número ni nunca me acordaré de él porque ya no lo quiero, diantres. Denme de baja si quieren! No quiero teléfonos ni diamantes. Mi felicidad es vivir como antes…Y colgó de golpe partiéndose de risa.

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