Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

49. A través del tiempo (Javier Igarreta)

Huérfano de madre, Toñín atesoraba una larga lista de trastadas. Todos culpaban a Lorenzo, su despreocupado progenitor, que sólo se sintió afectado cuando desapareció el Roskopf. Aquel reloj permanecía guardado como oro en paño. El abuelo lo había traído del frente, tras rescatarlo del pecho destrozado de un camarada.

Fue precisamente Toñín quien, quizás excesivamente alarmado, constató la falta del peluco, desechando a renglón seguido su culpabilidad. El incidente, por otra parte nunca aclarado, precipitó los acontecimientos, haciendo que finalmente Lorenzo aprovechara los buenos oficios de don Ramón, el cura del pueblo.

Ya en el internado, Toñín escuchó una tarde una propuesta de Inocencio, un muchacho al que todos evitaban. Tras un instintivo escalofrío aceptó su reto de “un viaje al fin de la noche”. Antes del amanecer descendieron hasta el inframundo del complejo asistencial. Una luz mortecina apenas si iluminaba el suelo mucilaginoso del laberíntico sótano, donde el murmullo de las cañerías hacía de contrapunto al cuchicheo de las ratas. Abducido por el crescendo de un insistente tic-tac, Toñín encontró acomodo en un recinto acerado, junto a los zombies que activaban frenéticamente el vaivén del tiempo. Tras el cristal craquelado del artefacto amanecían lejanas llamaradas bélicas.

48. Tiempo de interiorismo

Se descubrió por casualidad al investigar un fármaco contra el hipertiroidismo que la disolución del propilitiouracilo en cerveza provocaba el desarrollo del lóbulo frontal, permitiendo un cálculo instantáneo y exacto del tiempo. Los relojes se fueron haciendo innecesarios. Poco a poco se desguazaron para recuperar las piedras preciosas y los metales nobles. Los que no tenían tales materiales fueron directamente destruidos y solo unos pocos se usaron como elementos de decoración. Ahora la generación transmilenial beta se pregunta para qué se utilizaban esas cosas que adornan las vitrinas de sus abuelos.

47. CONTRA RELOJ (Nieves Torres)

Salió a la calle y le cegó la luz. Sus ojos tardaron aún unos segundos en acostumbrarse a la claridad del día y poder escudriñar el reloj: las siete y media. Caminó lo más rápido que le permitían los tacones. Tras la primera esquina, sacó unas deportivas de la mochila que liberaron sus dedos mortificados. El amanecer había convertido el cielo en un espectáculo de tonos rojos y anaranjados y soplaba una brisa fresca. Se cubrió los hombros y el generoso escote con una sudadera de punto y consultó de nuevo el reloj. Apuró el paso para llegar antes de las ocho y apagar el despertador, así ella podría dormir una hora más.

Ya en casa, aún tuvo tiempo para lavarse la cara retirando hasta el último rastro de maquillaje, despertar a los niños, tomar un café con ellos mientras desayunaban y dejarlos a la puerta del colegio, a las nueve menos cinco, como el padre responsable que era.

46. EL PRECIO DE TUS LÁGRIMAS (Mødes)

Nunca me dijo el porqué.
Pero cuando éramos niñas, mi hermana pasaba las noches llorando y rezando, hasta que el sueño la envolvía en una tundra de paz.
Por eso no me sorprendió que, con el paso del tiempo, se convirtiera en la plañidera más solicitada de toda la comarca, pues sólo ella tenía el don de convertir cualquier velatorio en un espectáculo emocionante y aterrador.
Si lloraba por un fallecido en circunstancias violentas, de sus ojos brotaba un viscoso torrente de sangre.
Al hacerlo por alguien ahogado en el mar, un firmamento de sal se deslizaba por sus mejillas.
Y si el finado era un bebé, sus lágrimas se transformaban en pompas de jabón que, al elevarse y estallar, olían a polvo de talco.
Pero hace unos días, consciente de haber perdido su magia, me comentó que dejaba el trabajo.
Y es que, desde que murió nuestro padre, sólo puede llorar de alegría.

45. A mi hermano in memoriam (María José Escudero)

Mi hermano era un niño frágil y reservado, una bendición según su tutor que lo tenía en gran estima y se empeñaba en que hiciera permanencias por las tardes. En casa agradecíamos mucho su interés por la educación del chaval y solíamos obsequiarle con alguna tarta que yo mismo elaboraba en la pastelería donde trabajaba los fines de semana para costear mis estudios y de la que, además, el susodicho era cliente habitual.

Mi hermano tenía nueve años y su ingenuo razonamiento no le permitía comprender ciertos castigos: “Ves lo que me haces hacer”, repetía el depravado tutor cada vez que lo asaltaba. Y un día, al regresar de clase, corrió a esconderse, y se quedó para siempre ovillado en la oscuridad. Lo abrazamos con inquietud, lo sonsacamos…y atamos cabos. Demudada, mamá acudió al colegio y el padre director le rogó discreción. Es decir, silencio. Pero yo conocía otro punto flaco del sujeto y cada domingo, dominado por una rabia feroz, incorporaba dosis discretas de veneno en sus dulces encargos. Y terminé la carrera en la cárcel.

Mi hermano nunca consiguió sanar su trauma, por eso, yo decidí romper el silencio y lo conté todo en mi primer libro.

44. De donde nadie vuelve

Dicen, y he de creerlo por la unanimidad de un pueblo, que el reloj del campanario se paró cuando mi hermana y yo nacimos.

Eso que tan solo podría ser un chascarrillo más, se convirtió en un estigma. Porque dicen, otra vez dicen, que desde ese momento comenzó la diáspora.

De tres bares solo queda la taberna de Juancho (que la mantiene por no achisparse solo).

Sandra y yo nos quedamos, como si tuviéramos que pagar una deuda. Y sin más jóvenes cercanos, cuando el deseo brotó inconmensurable, nos dedicamos a explorarnos. En las penumbras.

Al quedar embarazada, no hubo más remedio que salir del escondrijo y lidiar con lo que acaeciese.

Primero decidimos comunicárselo al cura (que solo venía los martes). Tal fue su ira al llamarnos “hijos de Satanás” que fue como una invocación.

Al nacer nuestra hija, gastamos nuestros ahorros en un relojero que, amparado en la oscuridad de la noche, puso en marcha las saetas.

Que hayan comenzado a regresar familias se considera obra y milagro de nuestra pequeña. Bendita casualidad.

El párroco anda mucho tiempo desaparecido. Dije que lo amenacé con matarlo (por su canalla seducción a una joven inocente) si se le ocurría volver.

 

43. Y vuelta a empezar

12. Cada día nos sentamos frente al reloj. Como si examinásemos su marcha.

1. Pero sucede al contrario. Arriba, en su atalaya, no cesa de vigilarnos colgado en la pared.

2. Mi marido lo considera imprescindible. Tanto como para cambiarlo por la cometa que incluí en la lista de boda llena de ilusión.

3. Según él, solo su maquinaria tan precisa es capaz de transformar el caos en orden.

4. Por eso, durante las mañanas del café, apuramos su aroma al “prestissimo” tempo de la aguja más fina, casi invisible.

5. Y, cuando regresamos al hogar, es la más larga quien marca el plazo de silencio que compartimos antes de ir a dormir.

6. Los fines de semana, la aguja corta se impone a las otras dos.

7. Es la cadencia más lenta. El movimiento “grave” que extiende su sombra entre él y yo.

8. Una curiosidad: grave significa tumba en inglés.

9. En esos días de asueto, se obstina en mostrarme las piezas que lo componen una y otra vez.

10. Y siempre se detiene en el muelle. “El alma del motor”, dice admirado.

11. Yo, sin embargo, prefiero la fuga. Qué magnífico nombre.

42. Ayer

La luz del atardecer de otoño iluminaba el viejo paraguas de madera, reclamo de la antigua sombrerería que ocupaba un local de la calle más comercial de la gran ciudad.

En la fachada, aparte de la imagen publicitaria, un reloj señalaba las horas con algunas notas de piano de Chopin, y un gran escaparate mostraba toda su artesanal oferta. En su interior, estanterías cargadas de sombreros, gorras, boinas y monteras, algún tocado de mujer, y un par de solideos y birretes; dos paragüeros en una esquina y una percha con cinturones de cuero en la otra; todo ello cubierto por una fina capa de polvo. En el centro, la mesa con la escribanía y cientos de papeles en un perfecto desorden y, sentado tras ella, el dueño del establecimiento tomando notas en su libro de cuentas bajo la luz mortecina de la lámpara con tres de las seis bombillas encendidas.

Me gustaba pararme y escuchar como el reloj desgranaba el ocaso en forma de Nocturno, hasta que un día, una tormenta descargó su furia en la ciudad y arrastró el paraguas. El reloj de cuco entonces se paró y el polvo se enseñoreó para siempre del pasado.

41. Volar a contracorriente

Entras en el quirófano segura de ti misma. Siempre has sabido lo que querías, sin importarte lo que pensasen los demás, y aunque dices que no vas a experimentar ningún dolor, te anestesian por protocolo. El cirujano te practica una incisión en el bajo vientre, donde está tu reloj biológico. Te reirías si lo pudieses ver. Cable rojo. Cable azul. Es igual que en las películas, salvo que él no duda al desactivarlo. Luego hurga en tu interior para encontrar el saquito de arroz. Comprueba que ya ha comenzado a hervir y corta el pedúnculo que lo une al útero. El resto de la operación se dedica a realizar un legrado a tu instinto maternal hasta que lo deja estéril.

Cuando te dan el alta abandonas Maternidad con la angustia de haber estado rodeada de cuerpos grotescos, deformes, monstruosos. Instintivamente te llevas las manos a tu vientre plano, duro, sin estrías, y sales del hospital respirando aliviada, como si despertases de un mal sueño. Allí, en la misma puerta, empieza a golpearte con furia el aire hostil de la sociedad, hinchado de reproches, pero tú solo sientes que te has librado de una pesada cadena. Que ahora ya puedes volar.

40. Relojes parados (Montesinadas)

Dos metros treinta es la distancia exacta que separa el suelo de los pies de los ahorcados que cuelgan de las farolas en la avenida. Por los escalones que llevan a la parte alta de la ciudad corren cataratas de sangre hacia el río donde flotan los cadáveres decapitados, cuyas cabezas, se alejan amontonadas en una barca conducida por un monstruo envuelto en una bandera.
La muerte marca su hora desde los tejados: se detiene, apunta, dispara y una víctima más sobre el asfalto con un pie atrapado en los radios de la rueda de su bicicleta que gira hasta ser aplastada por las botas de los gigantes del séquito del dictador que después, pisotean la bolsa de pan duro que la niña llevaba a su casa. Y crujen los mendrugos como crujen sus huesos.
De las alcantarillas centenares de peces disparados hacia el cielo gris y otra explosión que revienta el quiosco y las postales que compraban los turistas de una ciudad, que ya no existe, llueven en pedazos sobre el grupo de ancianos que apoyados en las vallas, alrededor del último socavón, esperan sin miedo su hora mientras observan la brutal obra de ese gran hijo de puta.

39. TRAMPA MORTAL

Abrió los ojos. A su alrededor tan sólo oscuridad, compacta y espesa, con cierto tufillo a rancio. Las superficies a su alcance lisas, tersas, madera quizás. El opresivo silencio punteado únicamente por un rítmico eco lejano.

De súbito, un chirrido metálico a su espalda, acercándose con mortífera rapidez, la impulsó a cubrirse la cabeza y arrojarse al suelo, un suelo que comenzó a deslizarse hacia delante a toda velocidad, como huyendo de una amenaza invisible. El enemigo era enorme, podía intuir su presencia a escasos centímetros, terrible, hambriento, dispuesto a devorarla sin piedad alguna. Y cuando ya se daba por perdida, un sonoro golpetazo abrió frente a ella el camino hacia la libertad.

Momentáneamente cegada por la luz exterior, no se veía capaz de esquivar al pájaro que se abalanzaba sobre ella… para levantar la cabeza y cantar: «cu-cu, cu-cu, cu-cu» con voz aguda y poco natural.

La mosca, con un suspiro aliviado, se apresuró a alzar el vuelo y alejarse de aquel maldito reloj de cuco.

38. La pasión de D. Ricardo

 

No estaba en la Iglesia. Jugaba con él, un ratón manejando al gran gato. Se equivocó cantando el salmo, estaba irritable, fulminó a un monaguillo con la mirada. Después de misa dobló cuidadosamente la casulla y se levantó la camisa. El cilicio había dejado una fea marca en la cintura. El mordisco del alambre en la carne le daba un aspecto torvo que, junto a la ceja izquierda levantada, intimidaba a los fieles. Rezó ante una imagen de San Agustín y se sintió reconfortado, limpio. En una de sus aldeas le dieron viandas de la matanza, pero hoy ayunaría. Sudó hielo esperando la hora, fumando un Ducados tras otro hasta que los santos se difuminaron en una niebla de ansiedad. Por fin escuchó el bullicio de la chiquillería y vio las rodillas rojas de mercromina, los tirabuzones de querubín, un diablo que olía a Nenuco. Se obligó a pensar en sangre, pus, mocos, miasmas que ocultaba su apariencia angelical. Se sintió fuerte, rebosante de fe y con vocación renovada . Después de la catequesis le despidió con frialdad, esta vez no caería en la tentación. Como le pasó con su hermano mayor.

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