Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

72. Microtratado sobre la felicidad en la literatura contemporánea o cómo escribir un microrrelato alegre y no morir en el intento

Me gustaría parafrasear a Neruda y poder escribir el microrrelato más feliz esta noche. Ser la antítesis de Tolstoi y escribir, por ejemplo, que todas las familias desdichadas se parecen unas a otras, mientras que las felices lo son cada una a su manera. Contradecir a Dylan y pensar, por un momento, que las buenas canciones de amor no salen de las rupturas, sino de los enamoramientos. Imitar a Hornby y preguntarme si nos sentimos bien porque contamos historias alegres o contamos historias alegres porque nos sentimos bien. Soñar que Un mundo feliz, de Huxley, no es una utopía. Despertarme un día y comprobar, con orgullo, que Paulo Coelho ha ganado el Nobel. Confiar en que siempre es posible un final alternativo, que en un universo paralelo Romeo y Julieta comieron perdices y sus familias brindaron jubilosas en la boda. Creer que yo también puedo escribir un microrrelato que rebose alegría, pero llevo toda la tarde intentándolo, cuando podría estar con mis hijos o tomando cañas, y solo he conseguido estas letras. Sin embargo, soy tan dichoso mientras escribo que todo lo demás –el divorcio, el trabajo, el desahucio, la pandemia– por un rato han dejado de importarme.

71. Pequeño amor (Mª Asunción Buendía)

Ella esperaba a que bajaran las cabras del monte, entonces cogía el cántaro y se lo ponía en la cadera al grito de ¡Madre voy por agua! Sabía que él siempre la veía pasar cuando iba a la fuente. Ese día fue distinto. No había nadie en el camino. Lo descubrió un poco más adelante  entre los chopos que rodeaban el caño grande, pero se había dejado la sonrisa y el anhelo. Ella empezó también a mudar el gesto. El cántaro lleno no le pesó tanto como las palabras que él dejó caer en un susurro demoledor. Dice mi madre que no podemos ser novios. Ella lo miró, la cara encendida, los ojos brillantes gritándole que ella jamás, jamás le había querido, de paso lo mandó a la mierda, a él,  a su madre y a toda su familia.

– Luego volví a casa llorando, no sé ni cómo sobrevivió el cántaro. Antes de llegar tu abuelo me lo cogió, me secó las lágrimas y me acompañó en silencio. Nunca más nos separamos. Fue uno de los días más felices de mi vida.

Marcelina sonrió 80 años después contando a su nieta el principio de su pequeño gran amor.

70. Encanto -Calamanda Nevado-

Venías a verme,  cada vez más entusiasmado, con  la bolsa de viaje en el hombro.   Tejían tus  manos calceta de caricias y tus labios preguntas; querías  saber hasta con qué mariposa había coincidido  en tu ausencia.  Las campanillas de ese interés  fueron mágicas,

 Me enamoré. Mis ojos cargados de sol  no dejaban ver mi personalidad derretida. Todo  parecía diez, quince, veinte, treinta cuarenta, cincuenta, cien veces mejor porque me querías. El color del crepúsculo,  delgados los gruesos cristales de mis gafas, brillante el eclipse,  ligero el luto por mi madre, fresca la sombra.  Anhelaba tu boca, tus botas para dejártelas brillando, planchar tu equipo de caza, su sombrero; propio de un disfraz o de guardarse en el armario. Me ofrecías alguna flor por el camino,  comíamos bellotas y castañas en otoño, y  resultabas interesante.

Poco a poco tus conversaciones  dejaron de serlo.  Obstinado, exigente, oscuro a pesar   de la luz del  porro iluminándote siempre  la boca, imponías  férreas normas que    cumplir de forma instantánea.

Un día, me sentí alegre y gigante. Busque trabajo y lo encontré. Le cogí gusto a ser dueña de mi vida y de la de mis hijos.  Nunca me dio tanto júbilo despegarme de  un imán.

68. AQUELLOS DÍAS AZULES (Toribios)

Abrir los ojos y encontrar las robustas vigas en el techo hace al corazón henchirse con la blandura de la leche cuando hierve.

En la cocina ya se afana la abuela ante la lumbre. Todo tiene para el niño esa luz especial de las primeras veces: las baldosas de rombos, el escaño, la radio en su templete, el vasar, la ventana que promete intemperie, y el borboteo de la olla en la chapa.

Qué festejo seguir por el zaguán la falda negra, salir a la huerta y llegar al cubil. Qué oscuro, pobre gocho. Y el hocico que emerge con gruñidos de gozo. Gochín, gochín, sobre el lomo espeso.

Y fuera las gallinas, con su mirar de papiro egipcio y sus patas de bailarina cautelosa.

Sultán golpea al niño con su rabo inquieto, mientras la abuela se dirige al pozo. Cuidado, niño, no te arrimes. Profunda oscuridad, y el golpe del caldero contra el espejo imaginado. Luego, el chapoteo alegre al emerger.

Hay que desayunar para salir al prado mientras haya aún rocío sobre la hierba. Y luego un presente interminable de emociones, de tábanos, de espigas, de balidos, de sol.

67. HAY CLASES (Belén Sáenz)

Matilde es de talla menuda y se mueve con pasitos de ratón, pero cuando está ausente el termómetro se desploma bajo cero. Un halo de luz cálida la rodea sin tocarla, simplemente por el honor de acompañarla. Matilde limpia, ordena y canta copla con su punto de sal. Tiene un hijo en la droga, un pecho en lugar de dos y un marido que lo intenta, pero que nunca ha sabido amarla. Ella me cuenta y yo cuento un firmamento de estrellas en su mirada. «Bueno, es lo que toca a la gente de mi clase», y se vuelve a sacudir las alfombrillas o tender las sábanas. No sé descifrarla. Me gustaría encontrar palabras que le sirviesen de consuelo más allá de la retahíla de lugares comunes. Que el dinero no hace la felicidad, que cada ser humano recibe su ración de bueno y malo en la vida. Pero ella insiste: «Es lo que toca a la gente de mi clase» y yo me desespero: «Bueno, Matilde, ¿qué es eso de las clases? ¿De verdad piensa que somos diferentes?» Entonces, generosa, me saca de mi error: «¿Qué clase es la mía? La clase de los que elegimos ser felices».

66. Reflexión

El muchacho alto trataba de fumar sin que las gotas de lluvia mojaran el cigarro. Estaban a cubierto en un portal con sus bicicletas y sus mochilas de reparto, intentando resguardarse del chaparrón, aunque ya estaban empapados.

Frente a ellos y bajo la lluvia, una pareja de jóvenes quinceañeros se despedía besándose antes de que ella entrara al portal. Cuando lo hizo, su cara de alegría y felicidad llamó su atención.

Interrumpiendo el silencio, el más bajo dijo:

  • ¿Sabes que la expresión ‘Ser la alegría de la huerta’ surgió de una zarzuela de 1900? Llevaba por título La alegría de la huerta y trataba de un par de jóvenes profundamente enamorados. Él se llamaba Alegrías y ella Carola. Estaba ambientada en la huerta murciana. El protagonista irradiaba tanto buen humor y se hizo tan inmensamente popular que ha llegado a utilizarse el título de esta zarzuela para referirse a aquella persona que se comporta de forma alegre y dicharachera de una manera natural.

El más alto, tiró la colilla apagada por el agua y le miró a los ojos. Sonrió y le contestó:

  • Si hubiese repartido comida bajo la lluvia y en bicicleta nunca habríamos oído esa expresión.

65. La liebre y la tortuga

Los corredores calientan a mi alrededor, muchos de ellos llevan tatuado en su rostro un rictus de concentración y dolor, quizás por alguna lesión menor. Noto sus miradas de desconcierto, creo que soy el único que sonríe. El pistoletazo indica el inicio de la carrera y todos salen disparados. Los más rápidos me adelantan en tropel. Recibo algún que otro codazo, empujón y lindeza. Pero dónde vas imbécil. Vas a provocar un accidente. Esta no es una carrera para aficionados.

Yo pienso en la fábula y sigo sonriendo.

Cuando llego a la meta ya es de noche. Prácticamente se ha marchado todo el mundo, quedan los operarios que recogen las vallas y descuelgan los carteles. Vislumbro las siluetas de mis familiares y amigos, los alcanzo, sus gritos y vítores colorean el silencio. También está él, que con su voz solemne de neurocirujano se acerca a mí y con un cómo me alegro de haberme equivocado, nos fundimos en un abrazo y es entonces, exhausto, cuando siento la mayor felicidad de mi vida.

64. Melopea post-Covid

Dispuesta a recuperar el tiempo, bajo decidida en dirección al paseo marítimo. Mis pies, que han olvidado lo que era caminar con chanclas, casi me hacen caer; aunque con el tropezón han salido volando de mi bolsa de playa todas las pipas que no me comí en Semana Santa durante dos años, el ligue que no conocí por culpa de la mascarilla, y un montón de animales de mi malogrado viaje a Tanzania. Eso sí, dentro se han quedado mis ganas de fiesta, que las he sacado justo al llegar al chiringuito. Y mientras bebo sangría como si no hubiera un mañana, me muero de risa observando a la gente alucinar con esa cebra de rayas naranjas y azules paseando por la orilla. ¡A vivir, que son dos días!

63. DESEOS INALCANZABLES

No se cansa de repetirle a sus hijos cuando le dicen que está vieja, que ya es una abuelita: «Sí, pero una abuelita sin nietos. ¡A ver si espabiláis, cogéis una novia y me dais nietos!».
Pero nada, como quien oyera llover…
Y es que ya se ha visto a si misma mirando con envidia en los parques a los abuelos que pasean y juegan con sus nietecillos.
Ahora- piensa- cuando ya sus hijos son jóvenes que apenas necesitan sus cuidados, echa de menos a quien cuidar, a quién dedicarle todo el amor que aún lleva dentro.
Y es entonces cuando se observa pensando en alto, ¡cuánta alegría sentiría oyendo las risas y juegos de los niños! mientras los que pasan a su lado la miran desconcertados.
¡Seguro que hasta se olvidaría de sus incipientes achaques!

62. El mayor tesoro (Blanca Oteiza)

El sudor recorre mi rostro y me siento muy cansada. Por momentos creo que no seré capaz de seguir adelante cuando el dolor me parte en dos, pero me animan y me dicen que ya queda poco para la recompensa. Quiero creerles e intento pensar en el futuro más inmediato. Y es entonces cuando escucho su llanto.
La matrona me coloca encima al recién nacido fundiéndose ambos latidos en un solo corazón. Todo el sufrimiento previo desaparece. Mirando esa carita aún roja por el esfuerzo, una sonrisa asoma en mis labios y es entonces cuando comprendo que la felicidad es esto.

61. Anhelado reencuentro (Alberto BF)

Sagrario ha amanecido nerviosa. Toda una vida esperando este momento.

No se podía quejar de la manera en que le trató el destino, sería injusta si lo hiciera. Su difunto marido Ambrosio fue el mejor compañero que jamás pudo tener. Aparte de hacerle sentir mejor persona, le dio los tres regalos que colman su existencia: Virtudes, Alfonso y Andrés. Y esa bendición de nietos que le alegran cada fin de semana que vienen a verla.

Bien merecieron la pena aquellos años complicados, cuando llegaron a Madrid procedentes de su Ledanca natal. Pese a alguna penuria inicial, lograron formar una familia feliz.

Pero cada noche, desde niña, le despierta el salado sabor de las lágrimas. La imagen de su padre, despidiéndose de rodillas en un camión que se aleja, no se le borra de la mente. Todos los días, al amanecer, abre el cajón de la mesilla y acaricia su ajada foto.

Hoy, ocho décadas después, volverá a verle. Encontraron sus restos frente al molino, junto a los de otros mozos del pueblo. Su hermana Alicia, que ya ha llegado, dice que le ve más guapo que nunca.

“Acelera, Andrés, hoy conocerás al abuelo”, musita feliz acercando su foto al corazón.

60. La vida oscura

Nada me llenaba más de júbilo que los paseos con mi madre por el prado. En cuanto la veíamos recogerse el borde del vestido sabíamos que enseguida estaríamos todos riendo a carcajadas y trotando como locos hasta caer rendidos. Entonces, sentados en la hierba, se ponía muy seria para explicarnos que debíamos estar preparados por si las estrellas caían del cielo y era necesario correr para recuperarlas. Que una noche sin estrellas era muy negra.
Un día mi madre echó a correr y no volvió. Cuando le digo a mi padre que estoy seguro de que ha salido a recoger estrellas, se enfurece y dice que me deje de tonterías. Como si no supiera él, más que nadie, que desde entonces vivimos a ciegas.

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