Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

QUIJOTERÍAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en QUIJOTERÍAS

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 Comenzamos nuestro 15º AÑO de concurso. Este año hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores, y el tercero serán QUIJOTERÍAS Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 DE MAYO

Relatos

69. Juego de tronos

Mientras nadie la observa nos saca de la caja de los juguetes rotos, nos desempolva y nos coloca sobre la cama, como cuando éramos niñas. Y se convierte de nuevo en la diosa de nuestras vidas de plástico. Ella decide las palabras que brotan de nuestros labios inertes, decide los vestidos que lucimos, decide cuando sonríen nuestras bocas inmóviles o cuando discurren lágrimas de rímel corrido sobre nuestras mejillas, siempre frías. Decide lo que estudiamos, con quien nos casamos y a quien le arranca los pelos o la cabeza si se porta mal. Ella es la reina que nos concede deseos, estruja nuestros miedos y nos siembra de vergüenzas. Hasta que llega él. Y ella se convierte en una barbie, en robot de cocina y, al caer la noche, en muñeca hinchable.

68. El yayo prodigioso

El día que mi abuelo dio el estirón fue uno de los más increíbles de mi vida. Hablé con él por teléfono, y aún recuerdo el tono de su voz mientras me contaba sus primeras sensaciones. Se me han puesto los huesos rectos, hijo, y después han empezado a crecer y a crecer. Tenéis que venir, todos aquí están alucinando. Creo que lo tengo controlado, pero me da miedo de que mi piel no pueda dar más de sí, me decía, emocionado. Yo supliqué a papá y, como además era su ochenta cumpleaños, le llevé un balón de baloncesto, por si de pronto se convertía en pívot del Madrid.

Al llegar, fue alucinante. Las cuidadoras estaban cantando Cumpleaños Feliz, y él, al vernos, comenzó a erguirse como uno de esos muñecos de viento. Debía medir tres, quizás cuatro metros. Aunque mi padre, de regreso, dijo que no era para tanto, que como mucho había crecido algún milímetro.

Pero mi yayo es increíble. La semana pasada le salió una cabeza nueva, y hoy me ha llamado diciendo que está embarazado, que pronto tendré otro tío. Que se lo diga a papá, para que vayamos antes de que nazca su hermanito.

67. El Rey Mago (Paqui Barbero Las Heras)

 

A pesar de mi corta edad, me autoconvencí para no decepcionarme demasiado a la mañana siguiente. Mis padres trabajaban muchas horas y tal vez no habrían tenido tiempo para echar la carta. O quizás los Reyes no tenían ese mismo regalo para tantos niños.

Desperté y corrí hacia el árbol. Allí estaba. Mi flamante bici BH de color rojo. Tal cual la había soñado. Esperé al domingo siguiente para que mis padres tuviesen otro día de descanso. Subimos al Llano de la perdiz. Mi padre hizo el pino con la bici en marcha: una mano en el asiento y la otra en el manillar. Luego me enseñó a montar. Estaba ansiosa por contárselo a los amigos de mi calle. Me caí varias veces. La peor, encima de mi padre. Él se llenó las manos de raspaduras y yo salí ilesa, como si nada. Muchos años después, nos reíamos por esa habilidad suya para hacer de colchón y que yo cayese en blandito. La verdad, nunca supe cómo lo hizo, ni antes ni ahora, porque, aunque tiene el pelo ya muy blanco, sigue lo mismo.

66. Once metros

Mil quinientos millones de personas contemplaban la final de la Copa del Mundo de Fútbol por televisión, más de sesenta mil espectadores gritaban entusiastas. A Jonathan Cody le envolvió un silencio sobrecogedor. A falta de dos minutos para terminar el partido tomó el balón y lo colocó sobre el punto de penalti, toda su vida había soñado con un momento como el que estaba viviendo, los próximos segundos servirían para justificar su existencia. Enfrente de él, Ramón Arellano estaba situado en la portería. Tampoco escuchaba nada, miraba al público y solo veía una masa silente. Jamás pensó verse en la situación que estaba viviendo, le llegó por casualidad. Clavó la vista en el suelo y se agarró a una hebra de césped para mantenerse unido a la realidad.

Jonathan Cody llenó sus pulmones de aire y el estadio contuvo la respiración. Apartó la mirada del hombre que tenía frente a él y la clavó en el balón. Retrocedió unos pasos. El silbato del árbitro rasgó el aire. El penalti que se iba a lanzar en ese momento era el único que había existido en la historia. Cody comenzó a correr y Arellano sonrió y tensó sus músculos.

65. Predestinado (Josep Maria Arnau)

Estaba esperando en la cola, sería el siguiente. James, que iba delante de él, llevaba en la mano el sobre que contenía la cartulina y ya subía las escaleras hacia el escenario.

Hoy sabría su destino. Solo tenía que leer la cartulina y seguidamente decir su nombre.

Se miró los pies y observó con orgullo sus membranas interdigitales. Avanzó con paso firme hacia las escaleras. Se aseó su tupé cada vez más prominente y, mientras lo hacía, escuchó a su compañero:

―Agente secreto. Me llamo Bond, James Bond.

Subió decidido, era la hora de la verdad.

―Presidente de los Estados Unidos ―leyó en la cartulina―. Me llamo Donald, Pato Donald ―concluyó sonriente.

64. Jugueteando, los cogió el amanecer

Llegará con un vestido blanco bordado con cangrejos colorados agazapados en el escote. Nos dirá que para su cumpleaños sus hijos le asaron un lechón que quedó exquisito, pero que ella solo se comió el rabo churruscado y que ya borracha se bailó a la orilla del mar unas cumbias marineras.

Nos dirá también que antes de la medianoche le dieron unas cosquillas pavorosas, en sus partes pudientes, así que se fue a buscar al negro de la culebrita descarada, el que siempre estaba allí, en el amanecer preciso.

63. Epifanía

Despertó la mañana del seis de enero de un año que no recuerda y, al desperezarse, vio junto a su cama una bicicleta. Abrió mucho los ojos, se deshizo de las sábanas y empezó a dar saltos sobre el colchón. Sus padres entraron en su habitación preocupados por el revuelo, se miraron muy serios, y acordaron avisar a sus majestades para que se llevaran aquella máquina que lo había vuelto loco. Él no supo reaccionar, pero respiró tranquilo cuando le dijeron que ya se habían ido y no tenía más remedio que quedársela. Después de desayunar llegaron las risas mientras la estrenaba, guardando el equilibrio a duras penas y a punto de estallar de felicidad.

Ahora que le restan pocas hojas en su calendario, la nostalgia le aprieta el pecho la víspera de Reyes. La intenta neutralizar escribiéndoles la misma carta desde hace años, con una cuidada letra por si en las anteriores no entendieron lo que pedía. A la mañana siguiente el canto de un gallo lo despierta, abre los ojos, aparta las sábanas, salta sobre la cama como un loco y mira la puerta, con la esperanza de que el revuelo haga que la vida dé marcha atrás.

62. La hora cero

Nadie, salvo el universo, le hubiera dado la menor trascendencia a la respuesta de ella: 

 

—Queda cerca, pero es complicado; mejor te acompaño, que ahora estoy libre.

 

Claro que el universo lo llevaba planeando desde siempre.

 

Semanas antes, mi novia me había sentado en un café para comunicarme que dejaba de serlo.

 

Millones de años atrás, un dinosaurio murió para alimentar el motor del autobús que me trajo, con el corazón en carne viva, a esta ciudad.

 

Horas antes, cierto satélite recibió una pedrada cósmica que desorientó al navegador de mi móvil. Mientras, otro muchacho deshizo su cita con ella mediante un whatsapp. Por culpa del mismo satélite, nunca le llegó, dejándola plantada en Guillermo de Ockham esquina con Albert Einstein.

 

La turistificación se ocupó de que yo no hubiera encontrado a nadie capaz de entender siquiera mi pregunta.

 

Meses atrás, la construcción de un carril bici estrechó la acera de Albert Einstein, haciendo inevitable toparme con ella, que ya se iba.

 

El cosmos, finalmente, se ocupó de que mi pregunta coincidiera con el último rayo de sol entrando en su mirada verde, capaz de fundir el núcleo de la Tierra:

 

—Perdona, ¿eres de aquí? ¿sabes dónde queda esta pensión?

61. Otsukaresama deshita  (¡Gracias por su trabajo!)

La señora Akaji es una de las mejores clientas de la agencia Family Romance. Como no le gusta disfrutar sola de las numerosas aficiones que cultiva desde que se jubiló, se ve obligada a alquilar una amiga cada vez que la ocasión lo amerita: el estreno de una ópera, la visita a una exposición de ikebana, la presentación del último libro de Murakami, su autor favorito. Hasta ahora nunca ha repetido compañía, quizás porque —aunque sabe que las normas de la agencia lo prohíben de forma estricta— sueña con que en alguna ocasión una de sus acompañantes le proponga encontrarse de nuevo, sin contrato ni remuneración, solo por el gusto de volver a pasar juntas un rato agradable.

Hoy el señor Ishii, dueño de la agencia, se ha puesto en contacto con la señora Akaji. Con un tono neutro, que disimula cierto embarazo, le ha ofrecido darle trabajo, al menos por un día. Ante la alegre sorpresa de ella, ha terminado explicándole que la señora Kobayashi, la empleada con la que compartió la semana pasada el taller de origami, se sentiría sumamente feliz de contratarla, a su vez, para dar un paseo por el parque Yoyogi.

60. Cuando quieras, pero tú me acompañas

El día que se canceló el apocalipsis por mal tiempo yo había decidido regresar al mundo de los vivos. Me martirizaba la soledad y todos los que me rodeaban eran unos muertos de cuidado; ni siquiera me hablaban.

Mi familia rompió a llorar de alegría al verme, pero cuando anuncié que Fulanito me sustituiría en la otra vida, el llanto se contagió a los suyos, afligidos por la pena. Con tanta lágrima se anegó la comarca, se perdieron las cosechas y los lloros se extendieron por doquier, inundando todo el orbe.

La noticia llegó al paraíso y el Jefe, patidifuso, decretó el inminente Fin del Mundo, causando estupor entre los angelitos, quienes, compungidos, estallaron en un mar de lágrimas. Cayó entonces un tsunami del cielo y la humanidad se vio, ahora sí, con el agua al cuello, por lo que se suspendió el acabose; organizar un apocalipsis acorde al canon lleva tiempo y para cuando concluyesen los preparativos estaríamos todos ahogados. Después, visiblemente enojado, el Jefe nos pidió explicaciones. Los de Fulanito me señalaron sin dudarlo y su orden fue tajante: “Llevadlo al limbo, por pasarse de listo”.

“¡Váyase al infierno!”, exclamé. “Con lo ilusionado que estaba por haber resucitado”.

59 . 》EL PESCADOR DE ALMAS《

Pie y medio en el aire… el resto en el puente.

Medio pie en la vida… el resto en la muerte.

Por fin se disponía a saltar cuando, de repente…

 

– No te achucho pero, ¿te queda mucho?

Si quieres cuéntame cuál es tu porqué, yo te escucho….

 

– Simplemente quiero decidir mi final, ya que mi fallo renal es terminal.

 

– Ya veo que tú también estás fatal, lo mío es el hígado, siempre me he cuidado…  ¡quién lo habría imaginado! Vamos, que yo venía a lo mismo, lo vengo rumiando 7 km andando, saltar para acabar… ¡maldito organismo!

 

Unos metros más allá, había un viejo Pescador que la conversación de estos oyó, no pudo evitarlo e intercedió…

– ¿Por qué no, en vez de quitaros los dos la vida, espantándome la pesca, buscáis otra salida?

A mí se me ocurre una donación recíproca, una operación compartida.

«A veces, hay que ayudar… a-Dios»

 

Fue la última frase que dirigió a los dos y, entre la espesa niebla, el Pescador, se desvaneció. Dejando atrás su caña sin carrete ni sedal… tal cual.

 

Se tomaron unos minutos de reflexión tras aquella intervención pero, decididos a vivir, acordaron la operación. Se trocarían hígado y riñón.

 

58. Cheek to cheek (Edu García Pinilla)

Por favor, se lo ruego, sáqueme de este bote”, me dijo la pasajera mientras la sostenía por la cintura. El Titanic se hundía y esa mujer se aferraba a mí como a un salvavidas. Intuí que el calor de mis manos, el sudor de mi pecho y el latido de mi corazón la apremiaban a no soltarme, a seguir abrazada como quizás nunca lo había sido antes.

Sí, soy el marinero del relato “Un vals”, de la convocatoria anterior —¿les sorprende?—, y me gustaría describirles la escena final de esta irrepetible historia de felicidad y redención.

La banda aún interpretaba a Strauss. “Querría bailar mi primer y último vals”, me susurró ella. Su voz expresaba deseo y ardor, el brillo de sus ojos tanta esperanza que me estremecí a su lado. Sentí la embriaguez de cada uno de los puertos donde mi cuerpo había reposado, recordé a las mujeres que seduje a lo largo de mi vida y cómo las abandoné a todas debiéndoles algo.

Sin pensarlo dos veces, la subí a cubierta. Bailamos con los ojos cerrados, muy pegados, corazón con corazón, hasta que desaparecimos en el abismo de la noche.

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