Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

ANIMALES

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en ANIMALES

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 Comenzamos nuestro 15º AÑO de concurso. Este año hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores, y el 5º de este año serán LOS ANIMALES. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 de AGOSTO

Relatos

01 EL CERDO

Aurora estaba preocupada. Roberto nunca se había ausentado tanto. Acababa de colgar el teléfono a su hermana, que se había encargado de repasar otros desaires parecidos de su marido, pero a ella, tras veinte años de mentiras y medias verdades le era fácil desoír sermones e infidelidades con unas y otras. Hacía tres días que una absurda discusión había finalizado con un portazo y su huida escaleras abajo. «No pienso volver a esta puta casa», había gritado Roberto desde el descansillo. Y no había vuelto.

Cuando la culpa le provocaba la angustia y el llanto, Aurora bajaba a hablar con Maite, la charcutera del entresuelo, que siempre estaba al día de todo lo que ocurría en el bloque. Maite se limitaba a mover la cabeza negando todas las razones de preocupación de su vecina sin parar de repetirle que ella era un cielo y que él solo era basura. Le acariciaba las manos, la cara. Secaba sus lágrimas con besos. Y cuando se descubría reflejada en los ojos brillantes de Aurora, aflojaba algo su abrazo para ir a la despensa, coger dos copas, y traer un plato de finas tajadas de lomo cortaditas con el cuchillo recién afilado.

89. Honras fúnebres

Cuando murió mi madre, tenía yo barba entrecana y un bigotín desdibujado que tapaba un labio superior muy delgadito. Para huir del tumulto del velorio, rescaté la escalera de pintor que usaba mi padre en las chapuzas. Una escalera de madera cubierta de costras de pintura, del estuco blanquecino que usaba, tal vez, para reparar la pared de alguna alcoba, en la que, sospechaba mi madre, hubiera tenido un devaneo con la dueña de la casa. Rescaté, también, un cubo de plástico amarillo, dos rodajas de fuet olvidadas en un rincón de la nevera, y un par de zapatos de los que sobresalía un puñado de versos sudados y marchitos. Subí con aquel insólito equipaje hasta la cima. Allí estaba Dios, un dios bajito y narigudo vestido con un disfraz de bandolero que me invitó a sentarme a su derecha.

—No somos nadie— me dijo. Y disparó con su trabuco al centro del salón. Solo cayó el tío Benito, pero todos desaparecieron de inmediato. Coloqué los versos en el cubo, me calcé los zapatos y repartí el fuet, algo reseco, entre los dos. Regresé de un salto al suelo y asomado al ataúd, le dije: «mamá, por fin estamos solos.»

88. Vértigo (Pablo Cavero)

Desde que el lunes se estropeó el ascensor, mi vida es una montaña rusa.

 

Nunca me ha gustado subir escaleras, excepto ese día. Al regresar de la universidad, en el portal estaba mi vecina del ático con las bolsas de la compra. Me ofrecí para subirle las más pesadas.
La pelirroja con una falda corta inició el ascenso, pronto pude atisbar el final de sus muslos y a ráfagas un tanga muy sensual. En el tercer piso se torció un pie. La cargué a caballito y noté sus pechos sobre mis hombros. Mi pulso estaba muy alterado. Arriba tras las cervezas y los tequilas, me confesó la nula libido de su esposo, me susurró que yo le parecía muy atractivo, me besó con pasión y retozamos como fieras durante horas.
Como el marido estaba de viaje de trabajo hasta el viernes, dormí allí y llevamos cuatro días como animales en celo.
Y aquí estoy en mi cama en la madrugada del sábado, sin pegar ojo, devanándome los sesos, sopesando si ayudarla o no, en sus planes de envenenar sin dejar rastro a su marido y cobrar el suculento seguro de vida.

87. Hambre y miedo

De su hogar solo quedó la escalera. Y, debajo, ellos dos. Ovillados, temblorosos.

Han transcurrido treinta días de frío, hambre, silbidos. Treinta días, rodeados tan solo por la nieve, y por ese exiguo rectángulo de ladrillos rotos. Pero ellos no se van, porque papá les tenía prohibido salir.

Papá.

Papá también sigue ahí. Tumbado, dormido. A veces se acercan y comen de él (con hambre, y también con miedo), e imaginan que su esqueleto se yergue, cuan alto era, para ordenarles que suban ya a dormir. Escuchan, incluso, su voz, retumbando contra las paredes invisibles. Y entonces, obedientes, se dan la mano. Y suben. Despacio, en silencio, escalón a escalón.

Escalón a escalón.

Hasta quedarse arriba, en el último. Donde antes había una puerta, y ahora hay un abismo.

86. El protegido

Desde que el padre falleció, a Keko su madre solo le deja ver programas infantiles, «para protegerlo», le explica ella siempre. Y, aunque él no entiende lo que le quiere decir con eso, no le importa, le encantan los dibujos, sobre todo los de unos muñecos que surfean las estrellas en un cajón.

Esa noche el niño sueña con el padre y se despierta con una enorme sonrisa de madrugada. Después, todo sucede demasiado rápido. 

Keko se pone el casco se asienta en una caja del trastero se lanza por las escaleras y sale volando por la puerta ya abierta de entrada, rumbo al cielo donde está su padre, justo al tiempo que pasa un camión. 

85. Lo Cura

Al tiempo regresó, y sobre aquel erial divisó una antigua cicatriz cubierta de polvo propio de la acumulación tras tantos años de completo abandono. Se arrodilló a su lado y la acarició con suavidad recordando otra vida que rechazó y que ya le quedaba muy lejos. En ese momento fue consciente de todo el dolor que entonces hubo causado. Una lágrima sincera corroboró su sentido arrepentimiento y resbaló mejilla abajo hasta impactar en la queloide, abriendo un abismo bajo sus temblorosos dedos y dejando la profundidad de la herida al descubierto. No dudó en descender por la escarpada escalera lateral, que siempre estuvo ahí por si algún día regresaba, con el firme propósito de llegar al fondo y cerrarla de dentro a fuera. Sintió el cúmulo de sentimientos que latentes, emanaban de sí como los que allí descansaban. Al llegar al fondo se fundió con el magma viscoso y candente dejándose envolver hasta resurgir. Emprendió el ascenso, ligero, peldaño a peldaño hasta llegar al exterior. Acarició y tras comprobar que la herida estaba cerrada la selló con un apasionado beso. De ella brotó un hermoso rosal como símbolo de amor ancestral, dejando patente que no solo el tiempo todo lo cura.

84. Escalera de caracol (Jesús Navarro Lahera)

De niña, si íbamos a pasar el fin de semana a la antigua casa de los abuelos en el pueblo, me escondía en el desván después de subir a toda prisa los peldaños de la escalera de mano. Allí, a oscuras, rodeada de polvo y entre trastos viejos, era el único sitio donde no oía las voces que se daban mis padres.

Luego, cuando estábamos en nuestro piso de la ciudad, me tocaba recorrer a la carrera los cuarenta y tres escalones que había desde el portal a la azotea. Desde ahí miraba el horizonte, y pedía al cielo con las manos entrelazadas que algún día me crecieran alas, para así irme volando muy lejos, tanto como para nunca volver a estar cerca de ningún hombre que pegara a su mujer.

Años más tarde, ya casada con ese chico de ojos oscuros y mirada intensa que conocí en la universidad, descubrí que se puede caer en el fuego usando la escalera de incendios que te lleva por las llamas de la pasión. Y es que, a veces, la misma persona en cuyos brazos te has estremecido, también puede hacerte temblar no solo con amenazas, sino con golpes.

83. MODERNA CENICIENTA

– Que una es pudiente pero de tonta nada de nada, ni un pelo, que me ha costado y mucho lograrlo, que yo no nací entre algodones. Tampoco me dejé atrás un zapato de cristal en las escaleras de ningún gran palacio esperando a que un hermoso príncipe me buscara…
No paraba con la retahíla de frases, tratando de defenderse ante el encargado de la tienda que la había pillado robando unas medias de seda fina.
– Pues mire usted querida señora, yo tengo sangre azul según mi extenso árbol genealógico y heme aquí cada día vigilando para que ningún vasallo se sobrepase. Podría haber ido mejor a la sección de zapatería, donde seguro sí está el zapato que perdió esa bendita noche.

82. La vida en escalones

El edificio de la casa de mi infancia tenía muchas escaleras. recuerdo que las contaba a menudo, desde el mismísimo piso bajo hasta mi puerta en el cuarto piso. Recuerdo también que subía los escalones de tres en tres e incluso al bajar me «comía» ocho escalones de un solo salto.
Cuando bajaba y subía las escaleras me encontraba con todo el vecindario, aquellos vecinos de antes, de esos que te prestaban una taza de azúcar, un litro de leche o un kilo de harina… aunque a mí no me gustaba encontrármelos porque era muy tímida y evitaba saludarlos, por eso me gustaba bajar y subir sola. Lo que yo daría ahora por tener aquellos vecinos de antes. Las escaleras del edificio donde ahora vivo son frías, de un mármol de sepulcro, de un silencio de tanatorio. Sin algarabía, con vecinos a los que llamas a su puerta y ni abren… Ya ni siquiera puedo subir de tres en tres porque mis rodillas me duelen. Es curioso cómo algo tan simple como una escalera puede reflejar una vida entera… y puede marcar la diferencia entre el principio de tu vida y el final. En el último piso se acaba todo…

81. ESCALERAS DE VIDA Y VUELTA -VALDESUEI-

A sus noventa y tres años, Práxedes está agotado de aferrase a una vida de la que ya ha deshojado todos los pétalos.
Separados por la escalera que comunica ambas plantas del hospital, Luisa, una madre primeriza, comienza a sentir fuertes contracciones.

En la sala de espera, una familia habla con resignación, como si él ya no estuviese; la otra, con alegría contenida, como si ya hubiese llegado.
Uno se ha cansado de luchar; aquí no queda nadie de los suyos. Al otro no le queda más remedio, lo han sacado bruscamente de su cálida zona de confort.
Ambos sienten un repentino frío, y el instinto les impulsa a recorrer las escaleras que tienen delante. Son las mismas, pero van en sentido opuesto.
En la mitad del recorrido, una mano nudosa de piel curtida y venas azulonas, roza levemente una manita nívea y rolliza. En ese instante, unos diminutos ojos se entornan ante la claridad de un folio en blanco que comienza a escribirse; mientras unos párpados se cierran, como se cierra un libro recién terminado.

80. Peldaño a peldaño

Cada vez me cuesta más volver a la superficie después de unas horas de sueño. Al dormirme me hundo, otros vuelan, cada cual su método. Si antes cruzaba de un salto la frontera que separa los sueños de la realidad, ahora tengo que tomar una especie de escalera de caracol que gira, gira, gira… y echo de menos los buenos tiempos en los que no tenía más que abrir un ojo, luego el otro —nunca los dos la vez, por precaución— para poder emerger.

Una vez en la cocina, apenas si consigo tragarme un café.

— ¿No comes nada? —suele preguntarme mi padre cuando, raramente, coincidimos.

—No.

Nunca nos decimos mucho más. Vivimos en un pequeño piso, un entresuelo cutre, y mi historia sobre escaleras de caracol le mosquearía, aunque… vaya usted a saber cómo hace él para volver a la superficie, y eso, cuando lo logra, cosa que ocurre cada vez menos.

 

79. OSCURIDADES

Nos acostumbramos a subir a tientas, guiados por la escasa luz que arrojaba el tragaluz del último piso, porque en nuestra escalera siempre desaparecían las bombillas.

Don Ramón, del 1º A, solía salir a fumar el último cigarrillo del día al espacioso descansillo. El olor a tabaco y el cabo incandescente del pitillo brillando en la oscuridad lo delataban. Pasábamos a su lado sin verlo, le dábamos las buenas noches y él nos contestaba con un murmullo ininteligible.

El día que doña Paquita, del 1º B, echó de menos a don Ramón, vino la policía y mandaron tirar la puerta. Se había muerto plácidamente en su cama mientras dormía. Ningún vecino quiso perderse el suceso; estuvimos al tanto de idas y venidas, hasta el momento final en que los familiares se llevaron sus cosas. Cuando sacaron las dos cajas llenas de bombillas, un murmullo asombrado recorrió la escalera. Doña Paquita rompió entonces a llorar con un llanto silencioso e inconsolable y se retiró a su casa con la certeza, inútil ya, de que sus encuentros nocturnos en el descansillo no habían sido fruto de la casualidad.

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