Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

93. EL REVELADO (Tomás del Rey)

Con la comunión le habían regalado una Kodak Instamatic. Cuando ahorraba para un carrete de doce más el revelado, salía a la calle a fotografiarlo todo. En casa, sus padres ejercían de modelos. Luego, tras la espera para revelarlas, su barrio aparecía irreconocible, con demasiada o con poquísima luz, como si fuera un puerto pesquero de casitas relucientes bañado de sol y cormoranes, o un callejón peligroso del mismo puerto, sumido en la oscuridad de la desdicha. Pero nunca parecía Madrid. Sus padres, siempre decapitados, podrían ser ellos u otros cualesquiera. Para cuando podía comprar el siguiente carrete, ya había olvidado sus errores, así que volvía a cometer exactamente los mismos. Guardó un álbum entero de decapitados y calles cegadoras o siniestras.

Un día se atrevió a decirle a Marta que posara para él. Quedaron con esa excusa. Ella se reía, y él quiso capturar el cosquilleo de su risa. Casi un mes después, reunió fuerzas para acudir a la tienda a recoger el carrete abandonado. Decididamente, las imágenes que le devolvieron no podían ser de Marta. No dijo nada y se las quedó: quizás aquella muchacha borrosa que imitaba en vano su risa no le partiría también el corazón.

92. El foco

Ya desde pequeño salías movido en las fotos. De nada te valía quedarte estático, rígido, conteniendo el aire, como si estuviesen a punto de fusilarte. Sales movido el día de tu bautizo, cuando te fotografiaron con tus primeros dientes, el día de la comunión, colgándote una medalla de bronce en un torneo de tenis, el día que te graduaste… Incluso en la foto de tu boda apareces medio inclinándote, como si el fotógrafo te hubiese sorprendido agachándote a recoger las llaves que se te acababan de caer. Y ahora que has muerto, veo que estás en todas las fotografías difuminado, fuera de foco, desapareciendo, evaporándote súbitamente por el margen superior derecho de la foto. O por el izquierdo. Ya, ni como fantasma eres capaz de estarte quieto.

91. Hogar, dulce hogar

Por fin en casa. Los días en el hospital son historia. Sentado frente a mi antiguo secreter localizo en un cajón una extraña fotografía. ¡Es de mi propia tumba! Aterrorizado, vuelvo a dejarla donde estaba y todo queda a oscuras. ¡Estoy encerrado! Grito para ver si alguien me saca de aquí, pero tan solo acuden miles de gusanos que se afanan en devorar mis tripas.

Oigo pasos. Es mi hija. Nada más ver el estropicio y los intestinos colgando huye despavorida. Al poco regresa con su madre, Elvira. Mi Elvira. Ahora chillan y lloran las dos. Dudan si avisar al servicio de recogida de muebles, pero al final deciden confinarnos en el desván, junto con el baúl de la madre de Elvira.

Una señora encantadora. Cumplidas las presentaciones, le coloco algunos huesos desprendidos durante el abrazo y le comento que tiene una nieta preciosa. Quiere conocerla. Le soplo el polvillo acumulado durante años en su esqueleto, mientras ella me retira algunos bichos de la nariz y las cuencas de los ojos. Es importante causar una buena impresión. Ya aseados, caminamos hacia la puerta y empezamos a aporrearla. ¡¡Qué sorpresa se van a llevar cuando la vean!!

90. AHÍ ESTABA

Ese día estaba guasón. Tenía muchos universos que controlar pero se fijó en ella.
Ella comenzaba su soñada excursión al Perdido.
Le caía bien por su extraordinaria alegría.
Subiría por Tucarroya. Hacía un bochorno tremendo. La predicción del tiempo era buena.
Decidió darle una sorpresa.
Llevaba 2 horas de ascensión cuando el cielo se tornó negro. Los truenos reventaban la oscuridad, los rayos comenzaron a caer desatándose una inmensa tormenta de agua y granizo. Se agachó en cuclillas apartando unos metros el piolet. Un rayo cayó en él. Entonces lo vio.
Satisfecho por la escenificación, tomó la figura de un anciano de barba blanca.
Preparó la cámara del móvil. El rayo iluminó de nuevo. Hizo la foto. Observó en la pantalla al anciano barbado. Repentinamente la tormenta desapareció y el sol volvió a abrasar. Observó de nuevo la imagen. El rayo rebotaba en el piolet. Nada más.
Decidió que en el futuro le proporcionaría buena suerte. Ahora debía crear un par de nuevos universos, varios planetas habitados y unas cuantas supernovas.
Prosiguió la subida. No entendía lo que había sucedido aunque de algo sí estaba segura. Ahí estaba.
Los dos sonrieron al unísono.

89. Mamá (Mar González)

En las páginas centrales están las fotos del verano. La mayoría del pueblo y siempre algunas de la playa. Tomo a tomo recorremos los cumpleaños, los primeros días de colegio, la graduación, tu boda, mi defensa de la tesis… En la última página, siempre, la foto de familia en Nochevieja. Arreglados, juntos, felices.

Primero faltaron los abuelos. Después, papá, pero para entonces ya se había sumado Sofía. Más tarde llegó Marcos y, pocos años después, todos dejamos de ser protagonistas. Los gemelos y la pequeña Olivia ocuparon nuestro lugar.

Hemos tardado en encontrar fotos suyas. Nunca se le dio bien lo de hacer selfis y hemos ido viendo sus gafas, la frente arrugada y esos mechones rebeldes… pero quedan pocas imágenes de su sonrisa.  Prefería estar detrás de la cámara, captando cada momento y seleccionándolos después para el álbum familiar

Ha sido el reparto más difícil. Tú te quedarás los años pares y yo los impares. Los intercambiaremos en Navidad. Hemos prometido mantener las tradiciones y hacernos una foto todos juntos desde la escalera para el álbum anual. Aunque, a partir de ahora, encargaremos dos copias.

88. El mal no entiende de familias

Se despertó a las tres de la mañana, como en las últimas noches, envuelto en un sudor tan frio como penetrante, víctima de una pesadilla recurrente que dormía a su lado y que no era capaz de arrancar, con el matiz de que esta vez sabía lo que debía hacer.

Cogió lo necesario y arrancó el coche con la certeza del que sabe donde quiere ir aun desconociendo el camino, y llegó al único lugar donde la anoche no alcanza a ver.

Allí, en el punto de no retorno, le aguardaba su viva imagen, el que le atormentaba en sueños, aquel que sentía tan dentro que no acertaba a distinguirlo de su propia conciencia. Habían estado toda la vida unidos en la distancia, retroalimentando un odio visceral a todo y a todos. Pero eso acabaría esa misma noche.

Las hojas de los cuchillos brillaron por un instante, para bailar después al son de la sangre.

Mientras, lejos de allí, el primogénito, el bendecido con la semilla del mal, quemaba una vieja foto de unos trillizos recién nacidos junto a una madre moribunda que tampoco sería digna de lo que estaba por venir.

87. Capturas (Juana Mª Igarreta)

Apenas cumplidos los dieciocho, y como impulsada por la fuerza de un potente resorte, Araceli cruza las puertas de la estación y elige el tren que promete alejarla más de su lugar de procedencia.
Al llegar a su destino, una ciudad gris aparece ante sus ojos, pero a ella se le antoja particularmente luminosa. Sus zapatos, ensanchados y rebosantes de pasos inciertos, bailan en sus pies hundiéndose en la hojarasca como los dedos inquietos de un niño en un pastel de hojaldre.
Deambulando ensimismada por paseos y calles, recuerda con memoria fotográfica cada rincón del orfanato que la ha visto crecer. Antes de abandonarlo no ha dudado en pulsar el disparador de su cámara Canon ante el retrato del director que preside la recepción del edificio. El ostentoso marco dorado que lo circunda chirría sobre el desconchado de la pared, pero no tanto como contrasta el brillo de la mirada capturada en esa fotografía con la densa sombra que se agazapa tras ella. Araceli sabe que, esta vez, su testimonio cuenta con algo más que palabras.

86 – Exactitudes (Patricia Collazo)

¿Por qué yo no aparezco?, preguntaste desilusionado cerrando el álbum. Ante tu mirada preocupada, me guardé la risa. Intenté explicarte que todavía no habías nacido.

—¿Cuantos años tenía? ¿Cero?

—No, no eras ni un bebito – insistí.

—¿-1, -2? ¿Como la sensación térmica?

—Algo así

—¿-1 o -2?

—Tenías -6 —concreté. Contigo era importante la exactitud.

Precisión que hubo que inventar cuando, mirando otro álbum, preguntaste la fecha exacta en que habías subido a ese tobogán, o qué hora era mientras comías aquel helado.

Llovía. Mi decreto de día para ordenar armarios había virado a día para mirar fotos, para dejar que un peine me tironeara en tu afán de hacerme los rizos que tuve alguna vez.

Ante tus ansias por saber si volveríamos a algún lugar, entendí que el sitio a donde siempre querré volver estaba exactamente entre tus dedos señaladores, entre tus zapatillas de indio regañadas sobre el edredón, en tu risa por mi pelo largo sobre uniforme escolar.

Te tomé entonces esta foto que te mando. Una excusa para contarte cuánto te echo de menos. A ti y tus precisiones matemáticas que tan lejos te han llevado. A ti y tus zapatillas talla 25 riendo sobre mi cama.

85.- Galería

Lo encontré bajo un banco del vestuario. Me resistí a curiosear hasta que comprobé que  no tenía bloqueo, y accedí a los archivos esperando que alguna fotografía desvelara información sobre su dueño. La primera que abrí era mía, de hacía tan solo unos momentos, entrenando. El susto fue mayúsculo, pero la curiosidad venció al pasmo y seguí pasando imágenes. Eran cientos, y salía en todas: con mi familia,  trabajando, de vacaciones, cumpleaños, partidos… Continué deslizando el dedo tembloroso por la pantalla: mi boda, la universidad, el colegio, hasta dormido en brazos de mi madre.  También aparecieron recuerdos menos gratos que ya tenía casi olvidados, y empecé a eliminarlos. Pero al final decidí borrarlas todas y dejar el móvil donde estaba. Recogí mis cosas y salí aprisa. Un sol aplastante me descubrió un inmenso y vacío desierto. Tras de mí también se volatilizaron los vestuarios,  el aparcamiento, la carretera. Todo a mi alrededor se convirtió en polvo, nada quedaba que dijera de mi existencia. Me uní a un grupo de caminantes que deambulaban en silencio, y ahora intentamos restaurar nuestras vidas a partir de unas cuantas fotografías desvaídas,  salvadas in extremis. Desde lejos componemos un collage decadente.

84. NADA SALE MAL

Recuerdo a mi padre distanciarse del grupo donde se servía limonada. En las playas o en los jardines siempre tenía algún motivo para alejarse de nosotros.

Nunca le vimos tomar una fotografía pero las que encontramos muchos años después debían ser suyas. Estuvo suficientemente cerca y suficientemente lejos de nosotros para retratarnos. Lo imagino con una de esas cámaras que se colgaban del hombro y tenían una funda de cuero.

Las fotos recogen oasis olvidados y casas donde tal vez dormimos una noche en camino hacia otra parte.

Nadie guardó las fotos en un álbum porque eran nefastas y pertenecían a una época que no merecía la pena recordar.

En las tomas aparecen objetos que solo a mi padre hubiera interesado retratar. Nunca supimos su interés por las fotografía.

Las fotografías aparecieron en un desván, dentro de una maleta con correas, estampada con etiquetas de hoteles a los que no fuimos nosotros. Supongo que las dejó para que lo conociéramos de otros modo, para que supiéramos lo mal fotógrafo que había sido.

Hubo un tiempo en el que vivimos con padre invisible. Los encuadres eran desastrosos. Fueron el legado de un inepto que insitía

83. Sensualidad obsoleta

Las encontré en el despacho, dentro de una revista de automovilismo escondida entre dos tomos de la vieja enciclopedia etimológica.
Me sorprendió porque mi padre detesta la velocidad.
En ellas aparecía una chica muy maquillada, mostraba su desnudez con sensualidad obsoleta, amablemente descolorida. Las piernas plegadas con elegancia. Me recordaba a alguien, aunque todas las mujeres excesivamente maquilladas se parecen.
Escuché pasos y las devolví a su escondite. Mi padre entró, lanzando una mirada interrogante. Yo disimulé, encogíendo mis hombros.
Desde entonces, dediqué un tiempo a observarle y descubrí que a menudo, cuando iba al baño, pasaba previamente por el despacho. Y, al regreso, volvía a entrar.
Como aquellos días me había acostumbrado a observar, noté que, cuando recuperaba su asiento en el sofá, mi madre se levantaba de inmediato con cualquier excusa.
A veces yo volvía al despacho a ojear las fotos, analizando aquellos rasgos tan familiares, persiguiendo conclusiones que se resistían. Hice búsquedas por internet, sin éxito. Nada. Hasta que un día, tras salir mi padre del salón, descubrí a mi madre reclinándose en el sofá, plegando elegantemente las piernas y derramando hacia atrás su melena grisacea. Relajada. Como si se hubiera quitado un enorme peso de encima.

82. Nuevos tiempos (Blanca Oteiza)

Rompo la fotografía en pedazos y me quedo mirando al vacío. Ese vacío que hiela el corazón incluso en días de verano. Tras un tiempo indeterminado me levanto con ojos acuosos y salgo al exterior. Las nubes anuncian tormenta enmarcando el paisaje árido, cuyo aire cálido abofetea mi rostro haciéndome tambalear por un instante. Camino hasta el cauce seco que una vez dio vida a esta tierra. Hoy tampoco lloverá, hace tiempo que este rincón parece olvidado de la geografía de los mapas. La silueta del olivo se muestra retorcida como vestigio del pasado. Y lloro. Regreso a casa y preparo la maleta con lo poco que me queda. Observo en el suelo los trozos de la fotografía, los recojo y los uno con cello. Ahí vuelves a estar en mitad del huerto. Abandono lo que fue nuestro hogar y antes de partir para siempre a la ciudad, echo una última mirada al olivo que se recorta en el horizonte y lanzo un beso de despedida a tu sepultura.

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