Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

47. LOS VIEJOS ROCKEROS TAMBIÉN MUEREN

El empleado de la funeraria insiste en que elija ya .

La ceremonia. Misa completa, no. Mejor responso, cortito y sin oraciones. Creo que no recordaría ni una.

La música. El Réquiem de Mozart es un clásico, señora. Y pone un audio en el portátil. Le digo que sí, aunque solo pienso en Stairway to heaven y en que fue la última canción que escuchamos juntos.

El color de la lápida. En eso no dudo, marrón. Como el de tu chupa de cuero, que ahora llevo puesta y aún huele a ti.

El tipo de madera. El encargado, muy profesional, despliega el catálogo de los ataúdes. Los de caoba no me los aconseja porque el coste no está incluido en tu seguro de decesos y tendría que pagar la diferencia. El roble, una opción más adecuada para la clase media, da un plus de distinción al acto. Y los de aglomerado, biodegradables, especiales para las incineraciones.

Es la segunda vez en tres días que tengo que decidirme por una madera. Me acuerdo de la estantería nueva a medio ordenar en el salón, mis libros por el suelo, tus discos desparramados.

Y ahora sí, por fin, rompo a llorar.

46. TONOS MARRONES (J.A. Iglesias)

 El marrón de su cigarro se confunde con el de su propia piel, así como con la cobriza antesala de la muerte, que le acecha paciente.                                                                                                                                                                                                     —Mientras suene el son,te iré matando —decía el viejo mulato cubano, a su puro habano.                                                         Contoneando su cintura, balancea su frágil cuerpo. Un pasito adelante y luego hacia atrás. Una calada, al cigarro besando.             La luna lo observa incesante, en el centro de la aureola que la circunda, parece que lo imita bailando.                                               Él continúa la danza con armónica sutileza. Eleva su mano con la palma hacia abajo, como la de una marioneta de la cuerda tirada, mientras gira despacito sobre sí la cabeza.                                                                                                                                   Ya consumido el bailarín, casi como su habano, espera con calma su fin.                                                                                               Bailando la luna, el humo del cigarro y el viejo bailarín, con la música, salida de algún lugar, al ritmo de aquel son cubano, los tonos marrones, se funden sobre las rocas del Malecón habanero.

 

45. Marrón clarito

Marrón clarito

No sé si los patitos feos son de color marrón, pero aquel día yo me sentía como una m…, la tarde anterior en un arrebato de buena voluntad mi amiga me depiló el bigote, y a punto estaba de inaugurar mi nueva imagen cuando apareció el alcohol para desinfectar: Horror! Ahora dos considerables quemaduras realzaban  mi labio superior.

Amaneció y tenía que ir al instituto, yo intentaba inútilmente disimular con un pañuelito en la boca y  la mirada baja el desastre sufrido, pero no había entrado en clase cuando se acercó a mí la niña más pija y mona de toda la clase y me espetó : “¿te has quemado al depilarte?”

Casi muero en ese instante, pero enseguida dijo: “A mi me pasó lo mismo la primera vez”.

¿Cómo? ¿Ella?

Años después tuve la oportunidad de contarle a esta amiga lo que significó para mí su comentario. Claro que tengo días marrones, pero gracias a ella, son marrón clarito.

Mi aprendizaje como adulta empezó aquel día.

Cada verano, frente a la hiriente sinceridad de un espejo de probador, azuleando de blancas y con la señal de los calcetines, todas nos enfundamos un bañador lleno de complejos  ¿no?

44.- El largo camino a casa.

Vivir en Winterset, Iowa, puede ser divertido hasta los quince. Después, resulta tremendamente aburrido. Dos cafeterías, un cine, y nada más. Calles rectilíneas con casas a los lados se cruzan con calles rectilíneas con casas a los lados y todas desembocan en infinitos campos de maíz.  En agosto, después de la cosecha, el verde desaparece y el marrón de la tierra labrada rodea el pueblo hasta que la nieve lo sitia. Entonces, la vida discurre exasperadamente lenta.

Me alisté. Europa sangraba y me imaginaba desfilando orgulloso por París bebiendo vino entre besos y abrazos.

Las olas zarandean la barcaza a cien metros de la playa de Omaha. Corren petacas de whisky y todos bebemos, envueltos en un fétido ambiente de vómitos y orín. Silban las balas alemanas. Una se cruza en mi camino, y ya. Ni siquiera desembarco. Caigo entre botas nerviosas que corren y me pisotean. – Llegar hasta aquí para nada -, pienso, aunque quiero creer que la bala que me está matando iba dirigida al soldado que en unos meses liberará París y beberá vino rodeado de bellas parisinas.

En Winterset, Iowa, la recogida del maíz se detiene por mi homenaje póstumo. Después, bajo un calor aplastante, continúa.

43. Mi nombre es Bond (Manuel Menéndez)

Me dijeron que me ocuparía del trabajo sucio del gobierno, que viviría en las sombras y emprendería las tareas más nauseabundas, aquellas que solo yo tenía estómago para ejecutar. Me comunicaron que mi destino  en la vida era limpiar las cloacas del estado.

Nunca imaginé que era algo literal.

42. La correa de hierro (Nacho Rubio)

No he pegado ojo en toda la noche por culpa de unos ladridos en el jardín de los vecinos de enfrente. Por la mañana me acerco a su casa, llamo a la puerta.

–Su maldito perro –les increpo–. ¿Cómo le dejan atado ahí fuera con este frío?

Estoy ojerosa, muy molesta. Me miran incrédulos.

–Mendel se fue hace una semana –dice la madre.

–Se volvió loco y tuvimos que dormirlo –agrega el padre.

–Por culpa de la correa de hierro –les reprende el hijo con voz colérica.

Me disculpo, me alejo abochornada. Al fondo del jardín la caseta vacía, arena revuelta, encima una pequeña cruz y flores marrones mustias.

Por la noche vuelvo a escuchar ladridos. Y al día siguiente. Cada vez más desesperados.

Salgo al fin de la cama, me enfundo una manta sobre el camisón y me encamino de puntillas hacia la casa de enfrente. De la caseta abandonada sobresale una gruesa correa. Se agita como una culebra metálica, furiosa. Me acerco con cautela, recibo dos latigazos, caigo al suelo, me incorporo, la persigo, consigo al fin sujetarla, desabrocho la hebilla. Una ráfaga me lame el rostro y se desvanece.

Pasan los días.

Han cesado los ladridos.

40. El otoño en los bosques de Saja

Es cuando acaba septiembre y empieza octubre que se les ve subir por la pista forestal hacia los refugios situados en lo alto de la colina. Suelen ir en grupos, raras veces van solos o en pareja; generalmente al final del día o al amanecer. Van armados de cámaras fotográficas y de prismáticos para intentar captar los embates de los ciervos que ocurren en esas fechas.
Los machos de imponente cornamenta levantan la cabeza hacia el cielo y lanzan un grito atronador, dicen que berrean. Después de la pelea, el vencedor camina erguido y se aleja, detrás de él, cinco o seis hembras le siguen el paso.
Al finalizar la temporada de la berrea, el bosque va cambiando de color, hayas y robles mutan sus hojas hasta tomar tonos marrones. Siempre quedan diseminadas algunas manchas verdes; son mis compañeros de hoja perenne: el acebo y el abeto. Yo, viejo árbol sagrado, veo pasar las estaciones sin que mis hojas se inmuten; soy el Tejo.

39. Te recuerdo Amanda (Mar González)

Se casaron de negro, como tantas parejas en una época en la que se entrelazaban lutos. El amor era cosa de ricos. Los pobres tenían hijos. Trece, en su caso. Uno detrás de otro. 

Nunca se quejó de nada. Lloró en silencio las muertes y asumió su vida. Llenó cada día el puchero y hacía magia con tijeras e hilo. 

Él salía cada mañana y ella, los domingos a misa. Siempre juntos, como en esa foto sepia de la pared. Uno al lado del otro, pero sin llegar a tocarse. 

Al principio fueron cosas pequeñas. Preguntar tres veces por el tiempo. Quedarse parado frente al armario. Dar vueltas al café sin azúcar. Ella fue buscando soluciones a cada necesidad y a dejar notas que indicaban lo que había dentro de los cajones y los botes.    

Hace un tiempo que Manuel le coge la mano, la acaricia y le canta al oído. 

– Me enamoré la primera vez que te vi. Sé que estoy perdiendo la memoria, pero te recuerdo Amanda. Nunca olvidaré esos ojos verdes.

Carmela sonríe. Le aprieta la mano y aparta la mirada, para que no vea caer una lágrima de sus cansados ojos marrones. 

38. EN SEPIA (Nani Canovaca)

La foto de su boda fue en blanco y negro. Por entonces todavía no las había en color, en todo caso sepia. Siempre contó con dolor que las jóvenes que eran acompañadas de su familia se casaban de blanco, pero las que no tenían un padre que las acompañara al altar (el suyo fue tiroteado y dejado en aquel barranco), no se vestían como la novia pura. Y aunque todavía llevaba el luto prendido en el corazón, decidió que fuera marrón su traje, así serviría para otros momentos. Intentó que ese luto fuera cambiando de color con la llegada de los hijos, pero no era fácil vivir con ese puñal hundido, con ese pesar y con las desolaciones que siguieron. Cuando empezó a descubrir el verde manzana que tanto le gustaba, aquel pecho que empezó a supurar después del último parto, la fue apagando. Le hizo frente y aunque era muy doloroso, aguantó hasta que aquellos hijos empezaron a respirar por si solos o eso creyó. Entonces comenzó a perder la batalla y una tarde de finales de verano, divisó en el horizonte aquella familia que la esperaba desde hacía tanto tiempo y, se dejó ir buscando paz.

36. COÑAC Paloma Hidalgo

Me encanta, pero no quiero ponerme un jersey de ese color.
Recuerdo a mi padre en el zaguán de casa despidiéndose de nosotras, con el traje de pana de los domingos, retorciendo la boina entre sus manos. También el gesto severo de mi madre cuando cerró la puerta tras él. Y que a partir de ese día fui perdiendo mi infancia entre las ubres de la vacas que empecé a ordeñar, muy temprano cada mañana, y las boñigas en las que a veces se me hundían los pies. Una tarde de invierno, sentadas al amor del brasero tras la labor, mi hermana mayor osó preguntarle lo hasta entonces tabú. Ella dudó. Después se santiguó, y empezó a contarnos que con cada nueva preñez, padre solía acercarse a la ermita a encender una vela para que llegara un varón, y que como solo le cuajaron niñas, cinco niñas, él se fue distanciando del Altísimo, y que así al diablo le resultó fácil convencerle para que probara el coñac peleón de la taberna de Braulio, ese licor que al cabo de un tiempo pasó a ser su única familia.
Por favor, intenta cambiarlo por uno gris. Uno negro también me valdría.

35. DEMENCIA

Sentada en la mecedora acunaba a su bebé, arrullándolo suavemente con nanas dulces y gastadas. «Mira qué bonita es mi chiquitina. Tiene ojitos marrón coca cola como los míos», decía. Y le daba besitos en la frente mientras se reía y preguntaba con esa voz tontorrona que se usa para hablar con los bebés: «¿Quién es la cosita bonita de mamá?»

Él dejaba pasar la tarde ojeando el periódico. De vez en cuando levantaba la vista para comprobar si estaba bien y para observarla. Le gustaba ver a su madre así de contenta; con sus ojitos marrones chispeando de nuevo. Cuando llegó la hora de dormir ayudó a la anciana a colocar el muñeco en la cama y a acostarse con él. Colocó bien el edredón, pasó con cariño la mano por su pelo y la tranquilizó: nadie iba a quitarle a su bebé. Este ya no se lo iba a quitar nadie.

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