Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

43. NÍVEA (homenaje a Alfonsina Storni)

Él la pretendía blanca como si la vida entendiese de rostros sin mácula, de caminos diáfanos, de opciones claras y decisiones sencillas.

Él la pretendía alba, como si el amanecer despejado no fuese preludio de tormentas, como si los aguaceros del alma tuviesen sumidero suficiente como para no emponzoñar.

Él la pretendía de nácar, como si no fuese la minúscula imperfección que se cuela entre las valvas el origen de la perla.

Ella se sentía nívea, a pesar de los chismes, de los cuchicheos y las voces escandalizadas. Honesta consigo misma, ama de sí misma, rostro sereno, camino espinoso, opciones enturbiadas, decisiones complejas. Amanecer inconcluso el que despuntaba en su última noche de aguacero, donde el mar acogió el dolor que ya no le cabía en el pecho.

Ella es de nácar, sirena recuperada de las aguas. Verso reivindicativo.

Sin duda, imperfecta. Sin duda, perla. Sin duda, blanca.

42. NUNCA HABRÁ CLARIDAD SIN SOMBRAS (Modes)

Mi hermana gemela se llama Blanca. Yo, Alba.

Estamos muy unidas, y el amor y la alegría anegan nuestros corazones.

Pero, desde el día de nuestra Primera Comunión, ella no deja de llorar y me rompe el alma verla triste.

Por eso, hoy le he susurrado que fue nuestro vecino.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Y que mi cuerpo está en el fondo del pozo.

 

 

41. Ancestros

Buscando algo para intercambiar por agua, descubrió unos fósiles de huellas humanas impresas en la piedra caliza.  Antes de extraerlos, John amoldó sus pies a las compresiones y caminó sobre ellas. Conforme avanzaba se vio envuelto en una nube blanca. Tras atravesarla, se halló frente a un estanque. En la superficie cristalina, la imagen de la luna descaderada se movía como la cola de un gato al acecho. Se abalanzó sobre la fuente con avidez. Una vez satisfecho, se sintió culpable al recordar la sed de su pareja apenas saciada con orines. Retrocedió sobre sus pasos y se encontró de vuelta en la vieja cantera. Fue en busca de su esposa e hicieron el mismo recorrido, a través de la calina, hacia el círculo dorado que rompía la claridad a punto de nieve del alba. Iluminadas las formas de aquella nueva tierra, John pudo reconocer los ojos de su esposa bajo los pronunciados arcos superciliares que le servían de balcón a la uniceja. Solo tuvieron que mirarse para saber que no volvería a un mundo agotado. A la entrada de aquel edén, quedaron adheridas, entre la vegetación, unas pálidas pieles de homo sapiens que se constreñían al calor del sol.  

 

40. TORTURA

Habría querido quedarse en blanco, como la hoja impoluta que espera acoger los más íntimos pensamientos, como la nieve virgen de altas cumbres o las tiernas ovejas que pastan en el campo.
Pero era imposible. Por mucho que lo intentaba, no lograba parar su cerebro.
Siempre estaba maquinando, pensando en los últimos acontecimientos, taladrando su consciencia cuando ésta, únicamente, querría descansar.
Conforme vivía, esa desconexión resultaba cada vez más difícil.
Y ella estaba cansada, exhausta, agotada…
Solo pretendía recobrar sus fuerzas para gestionar esos episodios que habían tomado al asalto su existencia.
Quisiera tener, como los aparatos electrónicos un botón de ON-OFF para parar o poner en marcha lo que pasaba vertiginosamente por su pensamiento.
Quizás así desaparecieran las escenas del genocidio que había presenciado en Ruanda mientras cubría esa información para su periódico. O tal vez lograra detener, como en una moviola, las imágenes de la guerra en Yugoslavia o las muertes originadas por el tsunami y el accidente nuclear en Japón.
Pero ahora que estaba a punto de retirarse, las imágenes que había plasmado con su cámara y que tantos prestigiosos premios le habían reportado, se habían convertido en una tortura.
¡Como le gustaría poder quedarse en blanco!

39. PROGRAMA DE LAVADO

El blanco debe de ser el color de la muerte. En esta habitación tan anodina no han de acabar los días de un ganador, de un fuera de serie que, viniendo de la nada, logró llegar a la cima. Alguien así nunca entregaría el alma vestido con una bata blanca que deja el trasero al descubierto. Me desprendo como puedo de las vías, aparto el gotero, me visto y, aunque con molestias, salgo al pasillo con naturalidad, la misma que finjo al atravesar la puerta de la calle.
Cuando a duras penas llego a casa, abro una bolsita de polvo blanco para calmar el dolor, y me alivia de inmediato. Desde la ventana veo que mi coche tiene un lamentable estado de abandono, ya no reluce su pintura blanca ni brilla la estrellita del capó, y eso es lo primero para un triunfador, de modo que me acerco al lavadero.
Sentado en el coche, me asusta la soledad, pero otra dosis me apacigua. Me hacen gestos desde el final del túnel pero yo solo veo espuma blanquecina cubriendo el parabrisas de un tono anodino, parecido al del hospital, al del olvido, al de la muerte.

38. NADA Paloma Hidalgo

Ayer, cuando hablamos, me prometió que lo iba a dejar. Ayer por la mañana. Y no sé si es que me estoy haciendo vieja pero le creí. Una mezcla grumosa de alegría, emoción y mocos me taponó la garganta en cuanto colgué. Nerviosa, me fui a buscar el álbum de fotos, necesitaba verle. Y allí estaba, jugando en la nieve con su trineo, mirando ensimismado a Copito, el gorila albino del zoo de Barcelona, o comiéndose , hasta por el pantalón, un helado doble de nata. Hace un rato me he enterado de que sí, de que lo ha dejado. Pero todo. Todo. La policía piensa que fue una sobredosis, aunque también que pudo ser porque las papelinas llevan tiza, talco, sosa caústica, y otro montón de productos químicos y anestésicos. La autopsia lo aclarará, dicen. He cogido de nuevo al álbum. Duele. Aún le quedaban muchas hojas en blanco.

37. La paz de las trincheras

La trinchera impone su larga noche, haciéndome pisotear cuerpos, fusiles y cananas; una monstruosa alfombra de sarga verde.
Siguen explotando granadas sobre mis compañeros de pelotón, refugiados hace rato en la muerte, e imagino a sus padres aseverando que el ejército les haría hombres.

Bajo el torso del cabo Molina, a diez pasos de su abdomen, localizo la radio. Funciona, pero suena arenosa, sincopada. Reproduce el mismo mensaje en un bucle infinito que ordena la rendición. Indolente letanía con ínfulas de réquiem.
Comienzo a desnudarme rápido, como cuando hervía en deseo. Me arranco casaca y camisa. Fabrico una bandera amarrando la camiseta al fusil y lo alzo por la culata.

La prenda, sudada, pesa. Le cuesta ondear. Medio encaramado, agito el mensaje visual atravesando la densa humareda. Escucho un alto el fuego entre detonaciones lejanas, espaciadas.

Entonces percibo de golpe esa luz, la antesala de la paz.

Es un parpadeo eterno, un fogonazo inesperado, una pedrada sobre mi pecho desnudo, un soplo helado que quema con su pregunta sin respuesta.
La luz es blanca, cegadora. Como un mediodía salino, tumbado boca arriba.

El proyector de diapositivas deslumbrándome.

La pantalla del cine Apolo refulgiendo.

La noche deshojada bajo un lienzo blanco.

36. Cuando ella llegue

Esta tarde de un otoño crepuscular aún le queda lucidez para salvar —al menos durante un rato— los albores de la estigmática dolencia con nombre de neurólogo alemán.

«Poco a poco lo veré todo más blanco», piensa mientras recopila lo que, bien o mal, le van adelantando. Blanco como el impoluto lienzo, como la indolente página en blanco del Word, como el alma cándida que le invade, como los inmaculados ropajes de los ángeles que cada tarde ve en los frescos de la capilla, como la bata del doctor que no se oscurece ni cuándo —como ahora— da una mala noticia.

Y le dicen que el blanco se hará cada vez más intenso, hasta el infinito, hasta cuando llegue ella.

—Cuando ella llegue y cada atardecer preocupada pregunte por sus niños, calmadla. Aunque se lo expliquéis mil veces nunca se creerá que ahora sean cincuentones. Simplemente calmadla. Cuando ella llegue y anochezca, querrá marchar a su casa sin saber que es justo allí donde está. Cuando ella llegue y os hable de usted, no desfallezcáis, simplemente estad allí. De tanto en tanto miradle a los ojos y pensad que, de alguna manera, esa profunda mirada blanca también es la mía.

35. Mamá

Recuerdo tus manos menudas y delicadas. Hacías un movimiento rápido con los dedos y, ¡zas!, la harina caía como si fuese nieve. De puntillas, sobre un taburete, observaba cómo amasabas hasta convertir aquella mezcla en algo que a mí me parecía algodón. Con los ojos como platos, te miraba ensimismada. Entonces, sin que me diese cuenta, simulabas una caricia y dejabas en mi nariz un polvillo que me hacía estornudar. Nos reíamos a carcajadas. Cuando sacabas la hogaza del horno, me gustaba partirla por la mitad y sentir cómo el aroma se esparcía por la cocina y colonizaba toda la casa. Estaba convencida de que ese era también el olor de las nubes. Sabes, creo que mi infancia fue de color blanco. Ya no soy una niña, pero me he acostumbrado a guardar miguitas de pan en los bolsillos y a esparcirlas por todos los caminos de mi vida. Por si vuelves.

34. América profunda

El hombre del tiempo de la CBS había anunciado nieve para la tarde. Pensó en cancelar el viaje, pero no le dejaría sólo el día de su cumpleaños. Tendría que conducir sola varias horas, con suerte estaría allí antes de anochecer. Al tomar la carretera estatal comenzó a nevar. Encendió el enésimo cigarrillo mientras en la radio Bob Dylan llamaba a las puertas del cielo, y notó como la nostalgia atravesaba sus defensas. En una gasolinera casi invisible, el dueño alabó su chevy chevelle del 75 y le regaló una caja de fósforos húmedos que no encendían. La máquina le dio el último café antes de sucumbir al abandono y un Elvis abotargado y crepuscular la invitó a acompañarle hasta Graceland. Condujo otras cien millas bajo una nevada suave, jirones de seda cayendo sobre el cristal que el limpiaparabrisas del chevy desalojaba sin consideración. Empezaba a oscurecer cuando vio el edificio de ladrillo rojo de la residencia de ancianos. Su padre estaba en su silla mirando ausente la nieve, más pequeño y mayor que nunca. Y ella pensó que había valido la pena cruzar Kansas nevando.

33. Tos nerviosa ( Manuela Balastegui)

Madre e hija, con ojos soñadores, esperaban en silencio. La hija, emocionada, apretaba la mano de su madre. La luz se apagó. Empezó el espectáculo. La orquesta tocaba el vals «El lago de los  cisnes». Embelesadas acompañaban la música con el movimiento de sus cabezas. A la madre se le escapó un carraspeo seguido de tos nerviosa. La hija sacó un caramelo. La madre comenzó la operación de desenvolverlo sigilosamente, pero el sonido del plástico (del caramelo) parecía oirse por encima de la música ¡ Qué apuros para silenciar la operación! Pero por fin el caramelo en la boca amortiguó la tos justo cuando hacía su aparición la bailarina. Frágil e imperiosa. Con el pelo regio, recogido en un moño adornado con flores. Sus zapatillas de satén brillantes. El tutú blanco vaporoso. Con postura en relevè ( pies en puntillas). Empezó la danza. La hija escondió las manos al acecho del aplauso. Cuando minutos después la orquesta terminó, la bailarina se postró ante su público. La madre escondió una lágrima en su pañuelo. La hija se puso de pie y aplaudió con energía.

«La bailarina necesita dormir como tú «, dijo la madre cerrando la tapa del joyero.

32. Batalla

Comenzó su batalla armado de pincel y colores. De un trazo recorrió la mitad del lienzo y lo  dividió con un zigzag en vertical.

Garabateó edificios grises y azules sin luz tras las ventanas, estas solo insinuaban borrones de soledad. Rayó una calle sin vida sobre el zigzag

Se alejó unos pasos para observar lo pintado y al observarlo aquello le pareció malo, sin técnica, con colores fríos. La parte izquierda si cubrir le dolió. Sin poder evitarlo lloró, y ciego de lágrimas atacó aquella mitad emborronándola de negro. La oscuridad cubrió la  incipiente lámina.

La frustración llegó al artista y creyó que dando un manotazo sobre la mesa la espantaría, pero solo logró  derramar pintura blanca de un bote. Desesperado puso sus manos en el borde de la mesa en un intento de que no cayese al suelo, pero solo consiguió una  catarata que caía hasta el suelo en donde se formo un luminoso lago.  Lleno de rabia, puso sus manos sobre el lienzo y descubrió aquella luz sobre el negro; se había acabado la batalla de colores. La nada había ganado. Todo comenzó pincelando con colores un lienzo en  blanco y todo acabó despintándolo  con el color blanco.

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