Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

BLANCO Y NEGRO

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en BLANCO Y NEGRO

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán relatos que desarrollen el concepto BLANCO Y NEGRO. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
días
3
9
horas
0
6
minutos
2
2
Segundos
4
9
Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE DICIEMBRE

Relatos

05. ESCALAFÓN DE SEDENTARIOS (Jesús Alfonso Redondo LavínI)

Ayuntamiento de Santander, crónica del Cantábrico de 17/7/1925:

“El ex cabo de arbitrios don Ventura Arcaute solicita ingresar en el escalafón de sedentarios. Informa Secretaría que debe accederse a ello, y así se acuerda por la Comisión”

Realmente no se trata de mentiras, pero no son un seco:” al pan pan y al vino vino”.

Yo no sé qué es o qué fue el escalafón de sedentarios, no lo he encontrado en la Wikipedia, pero suena bien. No me cabe duda de que se trata de un eufemismo como el de “pasó a mejor vida” en lugar del crudo lenguaje de se murió o se mató.

Supongo que los primeros sonidos de los hombres, tras los gruñidos de sus antecesores, fueron palabras secas que iban al grano, sin florituras, como porrazos. Los sabios griegos y sus peripatéticos, sospecho también desde su escalafón de sedentarios, las convirtieron por disfemismo en puñales y por eufemismo en cuchillos para esparcir mantequilla sobre rebanadas de pan. Incluso lo celebraron en sus nombres de pila: Eufemia la del bien hablar y Crisóstomo el del buen discurso.

Pues allí dejamos a nuestro Ventura Arcaute gozando, espero que fuera por muchos años, en su escalafón de sedentarios.

04.Tralará

Va despacio, porque le da mucha pena. Primero besa con dulzura su manita y después acaricia la mejilla sonrosada para despertarle. Él abre los ojos y protesta. No quiere ir al cole.

La madre le hace cosquillas, le dice que, como los pájaros han cantado y las nubes se han levantado, puede ponerse la camiseta de superhéroe. Que aún tiene millones de cosas que aprender, que jugará con sus compañeros en el recreo, que lo pasará chachi piruli. Y que cuando vuelva a casa con hambre de seis semanas, comerán ensalada, naranjitas y limones, como comen los señores.

El niño vuela hacia la escuela, como las liebres por el mar, escudriñando los árboles por si hay agazapado algún lanzador de piedras de los que hacen caer avellanas de los ciruelos.

Ella lo vigila, desgarrada, desde la ventana. No es bonita, ni lo quiere ser, y, aunque sepa leer, escribir y la tabla de dividir, no se casará nunca con un rey que le pague las facturas. Así que, como cada día, se dirige al monte lleno de asquerosas sardinas corredoras donde trabaja e intenta ser la más fea bajo la mirada sucia del barquero.

Va deprisa, harta de contar mentiras.

03.FIANCHETTO DE DAMA

He cursado Psicología y mi único presente es la barra de un bar. Contactan conmigo desde una página online preguntándome si domino el ajedrez. Contesto que sí. Entre nosotros, no tengo idea de este juego. Me ofrecen transmitir en las redes sociales la final del mundial de partidas rápidas entre un tal Carlssen y otro impronunciable Nepomniaschi o algo así. Intento descubrir con rapidez el infinito enjambre de las casillas y escucho partidos de fútbol para asimilar el griterío de los comentaristas. Comienza el campeonato. Voceo “Apertura Sicilianaaaa” brutaaal, “Gambito de Alfiiiiil” asombroooso, “Enroque Cortoooo” salvajeee, hasta que uno de los jugadores se rinde dando la mano al otro sin saber yo por qué. Hay una jugada maravillosa en la que las negras mueven una pieza cualquiera y yo invento como “Fianchettooo de Damaaa” que me encanta porque suena a macarrones con tomate.
Me han dado el premio Chess al mejor cronista del tablero. Ahora recibo propuesta bien pagada para emitir carreras de galgos. Rápidamente busco qué es un galgo. Empiezo el domingo.

02. EN CONSTRUCCIÓN

Caminas por la avenida vacía como quien avanza a través del esqueleto de una ballena jorobada. No se trata de un barrio arrasado por las bombas ni de las ruinas de una ciudad pretérita, sino de osamentas de edificios que no llegaron a culminarse. Las grúas taciturnas asemejan a cetáceos varados en la playa ante el espanto de los bañistas. Allá en lo alto, entre los esqueletos de hormigón, en el 7ºC con ubicación noreste y vistas a la sierra, está tu casa. O mejor dicho estuviere, porque una vez figuró en proyectos urbanísticos dibujados en planos que ya a nadie interesan.

Es lo que tiene vivir por encima de tus posibilidades, dijeron; si caen los bancos, caemos todos, advertían; o el infalible, las crisis no son, en realidad, sino oportunidades de reformularse a uno mismo.

Queda, eso sí, el nimio detalle de cómo reinventarse uno con la cuenta en números rojos, en el vientre de tanta construcción abortada; en el estómago de estas ballenas inmensas de andamios y cemento; en el corazón de aquella mentira de riqueza y prosperidad, que leyera entre las líneas de tus manos el sonriente directivo de tu caja de ahorros de confianza.

 

 

01 EL CERDO

Aurora estaba preocupada. Roberto nunca se había ausentado tanto. Acababa de colgar el teléfono a su hermana, que se había encargado de repasar otros desaires parecidos de su marido, pero a ella, tras veinte años de mentiras y medias verdades le era fácil desoír sermones e infidelidades con unas y otras. Hacía tres días que una absurda discusión había finalizado con un portazo y su huida escaleras abajo. «No pienso volver a esta puta casa», había gritado Roberto desde el descansillo. Y no había vuelto.

Cuando la culpa le provocaba la angustia y el llanto, Aurora bajaba a hablar con Maite, la charcutera del entresuelo, que siempre estaba al día de todo lo que ocurría en el bloque. Maite se limitaba a mover la cabeza negando todas las razones de preocupación de su vecina sin parar de repetirle que ella era un cielo y que él solo era basura. Le acariciaba las manos, la cara. Secaba sus lágrimas con besos. Y cuando se descubría reflejada en los ojos brillantes de Aurora, aflojaba algo su abrazo para ir a la despensa, coger dos copas, y traer un plato de finas tajadas de lomo cortaditas con el cuchillo recién afilado.

89. Honras fúnebres

Cuando murió mi madre, tenía yo barba entrecana y un bigotín desdibujado que tapaba un labio superior muy delgadito. Para huir del tumulto del velorio, rescaté la escalera de pintor que usaba mi padre en las chapuzas. Una escalera de madera cubierta de costras de pintura, del estuco blanquecino que usaba, tal vez, para reparar la pared de alguna alcoba, en la que, sospechaba mi madre, hubiera tenido un devaneo con la dueña de la casa. Rescaté, también, un cubo de plástico amarillo, dos rodajas de fuet olvidadas en un rincón de la nevera, y un par de zapatos de los que sobresalía un puñado de versos sudados y marchitos. Subí con aquel insólito equipaje hasta la cima. Allí estaba Dios, un dios bajito y narigudo vestido con un disfraz de bandolero que me invitó a sentarme a su derecha.

—No somos nadie— me dijo. Y disparó con su trabuco al centro del salón. Solo cayó el tío Benito, pero todos desaparecieron de inmediato. Coloqué los versos en el cubo, me calcé los zapatos y repartí el fuet, algo reseco, entre los dos. Regresé de un salto al suelo y asomado al ataúd, le dije: «mamá, por fin estamos solos.»

88. Vértigo (Pablo Cavero)

Desde que el lunes se estropeó el ascensor, mi vida es una montaña rusa.

 

Nunca me ha gustado subir escaleras, excepto ese día. Al regresar de la universidad, en el portal estaba mi vecina del ático con las bolsas de la compra. Me ofrecí para subirle las más pesadas.
La pelirroja con una falda corta inició el ascenso, pronto pude atisbar el final de sus muslos y a ráfagas un tanga muy sensual. En el tercer piso se torció un pie. La cargué a caballito y noté sus pechos sobre mis hombros. Mi pulso estaba muy alterado. Arriba tras las cervezas y los tequilas, me confesó la nula libido de su esposo, me susurró que yo le parecía muy atractivo, me besó con pasión y retozamos como fieras durante horas.
Como el marido estaba de viaje de trabajo hasta el viernes, dormí allí y llevamos cuatro días como animales en celo.
Y aquí estoy en mi cama en la madrugada del sábado, sin pegar ojo, devanándome los sesos, sopesando si ayudarla o no, en sus planes de envenenar sin dejar rastro a su marido y cobrar el suculento seguro de vida.

87. Hambre y miedo

De su hogar solo quedó la escalera. Y, debajo, ellos dos. Ovillados, temblorosos.

Han transcurrido treinta días de frío, hambre, silbidos. Treinta días, rodeados tan solo por la nieve, y por ese exiguo rectángulo de ladrillos rotos. Pero ellos no se van, porque papá les tenía prohibido salir.

Papá.

Papá también sigue ahí. Tumbado, dormido. A veces se acercan y comen de él (con hambre, y también con miedo), e imaginan que su esqueleto se yergue, cuan alto era, para ordenarles que suban ya a dormir. Escuchan, incluso, su voz, retumbando contra las paredes invisibles. Y entonces, obedientes, se dan la mano. Y suben. Despacio, en silencio, escalón a escalón.

Escalón a escalón.

Hasta quedarse arriba, en el último. Donde antes había una puerta, y ahora hay un abismo.

86. El protegido

Desde que el padre falleció, a Keko su madre solo le deja ver programas infantiles, «para protegerlo», le explica ella siempre. Y, aunque él no entiende lo que le quiere decir con eso, no le importa, le encantan los dibujos, sobre todo los de unos muñecos que surfean las estrellas en un cajón.

Esa noche el niño sueña con el padre y se despierta con una enorme sonrisa de madrugada. Después, todo sucede demasiado rápido. 

Keko se pone el casco se asienta en una caja del trastero se lanza por las escaleras y sale volando por la puerta ya abierta de entrada, rumbo al cielo donde está su padre, justo al tiempo que pasa un camión. 

85. Lo Cura

Al tiempo regresó, y sobre aquel erial divisó una antigua cicatriz cubierta de polvo propio de la acumulación tras tantos años de completo abandono. Se arrodilló a su lado y la acarició con suavidad recordando otra vida que rechazó y que ya le quedaba muy lejos. En ese momento fue consciente de todo el dolor que entonces hubo causado. Una lágrima sincera corroboró su sentido arrepentimiento y resbaló mejilla abajo hasta impactar en la queloide, abriendo un abismo bajo sus temblorosos dedos y dejando la profundidad de la herida al descubierto. No dudó en descender por la escarpada escalera lateral, que siempre estuvo ahí por si algún día regresaba, con el firme propósito de llegar al fondo y cerrarla de dentro a fuera. Sintió el cúmulo de sentimientos que latentes, emanaban de sí como los que allí descansaban. Al llegar al fondo se fundió con el magma viscoso y candente dejándose envolver hasta resurgir. Emprendió el ascenso, ligero, peldaño a peldaño hasta llegar al exterior. Acarició y tras comprobar que la herida estaba cerrada la selló con un apasionado beso. De ella brotó un hermoso rosal como símbolo de amor ancestral, dejando patente que no solo el tiempo todo lo cura.

84. Escalera de caracol (Jesús Navarro Lahera)

De niña, si íbamos a pasar el fin de semana a la antigua casa de los abuelos en el pueblo, me escondía en el desván después de subir a toda prisa los peldaños de la escalera de mano. Allí, a oscuras, rodeada de polvo y entre trastos viejos, era el único sitio donde no oía las voces que se daban mis padres.

Luego, cuando estábamos en nuestro piso de la ciudad, me tocaba recorrer a la carrera los cuarenta y tres escalones que había desde el portal a la azotea. Desde ahí miraba el horizonte, y pedía al cielo con las manos entrelazadas que algún día me crecieran alas, para así irme volando muy lejos, tanto como para nunca volver a estar cerca de ningún hombre que pegara a su mujer.

Años más tarde, ya casada con ese chico de ojos oscuros y mirada intensa que conocí en la universidad, descubrí que se puede caer en el fuego usando la escalera de incendios que te lleva por las llamas de la pasión. Y es que, a veces, la misma persona en cuyos brazos te has estremecido, también puede hacerte temblar no solo con amenazas, sino con golpes.

83. MODERNA CENICIENTA

– Que una es pudiente pero de tonta nada de nada, ni un pelo, que me ha costado y mucho lograrlo, que yo no nací entre algodones. Tampoco me dejé atrás un zapato de cristal en las escaleras de ningún gran palacio esperando a que un hermoso príncipe me buscara…
No paraba con la retahíla de frases, tratando de defenderse ante el encargado de la tienda que la había pillado robando unas medias de seda fina.
– Pues mire usted querida señora, yo tengo sangre azul según mi extenso árbol genealógico y heme aquí cada día vigilando para que ningún vasallo se sobrepase. Podría haber ido mejor a la sección de zapatería, donde seguro sí está el zapato que perdió esa bendita noche.

Nuestras publicaciones