Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

SERENDIPIA

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en SERENDIPIA

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LA SERENDIPIA. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 DE NOVIEMBRE

Relatos

122. CLAVELES

Papá nos visitaba con frecuencia a la hora de comer. Se sentaba con nosotros y nos contemplaba con su semblante serio y circunspecto. El día que descubrió que mamá tenía novio se sumió en la tristeza. Él siempre se había sentido orgulloso del epitafio que, tras su temprana muerte, mamá encargó cincelar sobre su tumba: «Nadie podrá ocupar nunca el vacío que nos dejas». Por esta razón no alcanzaba a comprender que, al final, alguien hubiera ocupado ese vacío. Poco tiempo después del disgusto dejó de visitarnos y no volvimos a verlo.

Desde entonces su tumba parece abandonada. Las palabras allí escritas se desvanecen y las flores se marchitan. En cambio la de al lado parece una fiesta. Hay candelas de colores permanentemente encendidas y claveles que asoman y se multiplican por doquier. Allí está enterrada Flora, la soltera más rumbosa del barrio, la que, cuando se cruzaban, le guiñaba el ojo a papá. Él siempre tuvo debilidad por los claveles… y por Flora. Por eso sé que papá, tras su última visita, regresó al cementerio tan absorto en su tristeza que se equivocó de tumba y que desde entoces sus días transcurren felices en compañía de su salerosa vecina.

121. Viudas

A Juan lo mataron tan muerto que fue incapaz de ponerse en pie cuando sus innumerables viudas acudieron a despedirse.

Su madre, inamovible junto al cajón, disculpaba su aspecto, explicándoles que una bala en el corazón desencaja al más pintado. Y que su Juan no querría ser descortés, pero había razones de fuerza mayor para no recibirlas tal como se merecían.

De paso, les preguntaba si querían que sus nombres aparecieran en el epitafio que acompañaría a Juan hasta la eternidad. Algunas, por vergüenza, aceptaban pagar la suma que la mujer les reclamaba y asegurarse la participación. Otras, se negaban a ser un nombre más entre tantos. Juan ya las llevaría en su corazón, aducían. Con esa excusa no soltaban ni un céntimo y de paso se hacían las dignas,

Eso sí, todas lloraban dos lágrimas por cada ojo. Por el derecho, para que las viera la vieja; por el izquierdo, para que las viera el difunto, que nunca se sabe.

Después, guardaban el pañuelo entre los senos, mientras los reacomodaban elevándolos lo necesario como para alegrar un poco los negros escotes.

120. El epitafio más hermoso del mundo

Sir Walter Scott poseía una de las tumbas más antiguas del cementerio. Primorosamente ornamentada, destacaban sobremanera la efigie del caballero y su escudo de armas. No obstante, si había algo de lo que sir Walter Scott se sentía particularmente orgulloso era del epitafio en letra gótica que rezaba su lápida. No podía ser para menos: durante un lustro antes de su deceso, el concebir una frase que testimoniara la hondura de su alma se había convertido en su único fin. Por eso no le extrañaba que la gente se detuviera ante el sepulcro y se prodigara en adjetivos laudatorios hacia su sabiduría. Pero, últimamente, le despertaba una inmensa curiosidad aquel anciano que todos los domingos, tras honrar a su esposa, se detenía ante su lápida con la mirada extasiada. ¿Hasta qué punto, se preguntaba sir Walter Scott, sus palabras habían calado en el corazón de aquel hombre? Una mañana, cuando una joven se detuvo junto al viejo y le preguntó qué decía el epitafio, halló la respuesta: «¡Discúlpeme, señorita, yo tampoco sé leer!; pero no le parece hermosa la forma en que están grabadas las palabras». La mujer asintió, y sir Walter Scott esbozó una larga y ambigua sonrisa.

119. Ray Kidman Pág. 3 – Pág. 30

Nada más venir al libro, Raymond Kidman supo que estaba destinado a ocupar un lugar destacado en la historia de la literatura. Soñaba con convertirse en un gran personaje, en ser, o no ser, un Hamlet, en tener la personalidad de Odiseo, la locura del Quijote, en devenir el nuevo Holden Caulfield del siglo XXI. Pero aquel maldito escritor, que no escritor maldito, se empeñaba en que su corazón palpitase de emoción a cada segundo, en que frunciese el ceño una y otra vez, en que carraspease continuamente, como si fuese el protagonista de un best seller cualquiera. Enseguida se rebeló y consiguió cambiar el curso de la novela, hasta que, en una noche oscura y lluviosa, al principio del cuarto capítulo, el autor le hizo cruzar sin mirar un paso de cebra y un conductor borracho se lo llevó por delante. “Quiso entrar en la historia de la literatura, pero se quedó en la página treinta del libro”, reza su epitafio.

118. ALMA EN PENA (Beto Monte Ros)

Inés fue la tercera de sus nueve hermanas. Era muy joven cuando se fue a vivir con un camionero; quien apenas tuvo tiempo para embarazarla, antes de irse para la frontera, a recoger y dejar sus cargas.
Su estado y la soledad la obligaron a volver con sus padres donde, para distraerse, comenzó a cuidar el jardín. Una tarde, la tierra se tornó roja y presintió que algo malo le había pasado al padre de su hijo, quiso ir tras sus pasos; pero los ruegos familiares y su preñez lograron disuadirla de no hacerlo. Pasados tres días, empezó a ser consumida por la fiebre y nada de lo que hicieron pudo salvarla. Al sepultarla, la cubrieron con una lápida que advertía: “alérgica a las flores”,  creyendo que éstas habían hecho que enfermara.
Los cuidadores del cementerio la llaman la difunta de la tumba triste y dicen que algunas noches sale para amamantar al niño o la ven en la carretera que lleva a Haití, atraída por el influjo de algún rito vudú, siguiendo el rastro que la lleve hasta el marido. Probablemente lo busca para decirle que se ha mudado y lo espera, en su nueva casa

117. Más vale prevenir

Lo tenían decidido. Solicitarían la subvención para el proyecto que llevaban tanto tiempo estudiando.

–Buenos días. Venimos a solicitar la subvención que ofrecen.

–Bien –dijo el Sr. Martínez. –Tienen que cumplimentar estos impresos y traer un memorándum detallado sobre la futura empresa.

Veinticuatro horas después, allí estaban. Martínez, comprobó la documentación y su gesto era cada vez de más extrañeza.

–¿Una empresa para escribir epitafios?

–Esa es la idea.

–No entiendo.

–Sencillo –contestó Alfonso. –Nosotros, en vida de nuestros clientes, escribimos su epitafio y nuestra empresa se encargará de llevarlo a su lápida.

Martínez cabeceaba. Ana, viendo sus reticencias, dijo:

–Le pongo un ejemplo: “Aquí yace el Sr. Martínez, especialista en obstáculos. D.E.P”.

Martínez, dio un fuerte golpe al tampón y estampó el “aprobado” en cada uno de los papeles.

116. Están tocando la puerta

Empezó con unos tenues golpes hasta convertirse en una mezcla de llanto y gritos. Me encerré con mi tristeza y mantuve con teatralidad mi mortal ansiedad. No tuve el valor suficiente para suicidarme. Estuve a punto de levantarme de mi letargo, pero cayó sobre mí algo parecido a una enorme araña y con sus delicadas patas me oprimió el pecho, mientras miraba, con terror, como sus ocho ojos multiplicaban mi semblante demacrado. Fue entonces cuando en mi vientre explotaron los capullos, y cientos de diminutos seres recorrían ávidos una presa inmóvil y callada. Mi cuerpo está a punto de expirar y la muerte no deja de mirarme con diminutos ojos. Mientras tanto no cesan los intentos por derribar la puerta como un epitafio.

115. Norman

Gritar descarnadamente ante el epitafio de la madre, arrebatada de forma prematura e injusta, lo que daría porque regresara. Expresar, meses después, idéntico deseo para el año recién estrenado, vacío el estúpido plato de uvas sobre las rodillas. Cerrar los ojos y guardar para sí ese mismo anhelo imposible al soplar las velas del decimosexto cumpleaños: volverla a ver sólo una vez más; poderla estrechar en un formidable abrazo que sintetizara cuánto la echa de menos, cuánto se arrepiente de sus desaires de incipiente hombrecito y del tiempo irremediablemente perdido. Cuánto lamenta no haberle dicho antes lo que la quiso. Lo que la quiere.

Arrepentirse, nada más abrir la puerta y percibir ese olor nauseabundo que impregna la casa. Arrepentirse, con la misma intensidad con que lo deseó, al entrar en la habitación y distinguir ese ruidito, como de papeles arrugados, de la maraña de gusanos hambrientos que se retuercen y porfían y entran y salen y se hunden en la forma probablemente humana que ahora vuelve a ocupar el sillón favorito, aquél donde solía encontrarla, al volver de clase, leyendo y oyendo música. Arrepentirse y parar, sin poder apartar la mirada, el tocadiscos que él nunca puso en marcha.

114. Conmemoración

El atardecer va cubriendo la sabana, un mutismo extraño planea sobre la multitud que se desplaza entre la vegetación. Los leones van primero, marcan el ritmo pausado de la caminata, cerca trotan las cebras, arrancando de vez en cuando briznas de hierba. Jirafas, elefantes, simios de todos los tamaños caminan entre la masa de seres que componen la silenciosa procesión. Casi imperceptibles, arañas, hormigas y gusanos se arrastran en la misma ruta mirando a veces al cielo para seguir el vuelo de águilas, buitres y otros entes alados, que planean en el aire proyectando sus siluetas sobre el grupo. Son miles, reunidos en una larga marcha que parece no tener fin. La noche llega al mismo tiempo que la multitudinaria fauna se acerca a la costa, allí un gigantesco monolito se alza plantado en la arenilla y todos se paran tomando posiciones alrededor de la roca. Sólo hay susurros, apenas rotos por el leve roce de patas, pezuñas o el sonido cercano de las olas al toparse con la arena, donde chapotean los especímenes acuáticos. Ojos de todas las formas y tamaños están fijos en el epitafio escrito en la piedra: En memoria del ser humano, no se adaptó.

113. El escritor (Mar González)

Nunca acudía a sus propias presentaciones ni a las entregas de premios. Dicen que no le gustaban las multitudes ni, en general, la gente. Evitaba a los fotógrafos y nunca dio una conferencia ni concedió entrevistas. Vivió refugiado entre sus letras, en las páginas de los libros que, siempre bajo seudónimo, volaban de las librerías.

Escribió del amor, del desengaño, de la vida cotidiana y la muerte repentina. “Siempre es repentina, aunque se espere”, rezaba su última novela en la que relataba una larga enfermedad. Muchos lo analizaron e interpretaron en las columnas de opinión y obituarios con los que se le recordó en la prensa.

Ni siquiera en ese último momento se dio a conocer su verdadero nombre. Hay quien dice que nunca existió, que fue un invento editorial, pero nadie ha podido demostrarlo.

Mientras, en un camposanto cualquiera, en una tumba anodina donde no se sabe si el tiempo borró el nombre de la losa o nunca fue tallado, puede leerse este epitafio: “La inmortalidad se escribe”.

112. BABEL V (EPITAFIO)

Ovidio desapareció sin eufemismos y sin atajos. Se fue lentamente. Dicen que consiguió dejar lo poco que tenía bien atado, y eso le tranquilizó en sus últimas horas. Bueno, eso y una lista de pastillas de nombres impronunciables, como el del mal bicho que lo mató.

Yo me enteré un lunes gris. Repasando el correo en el gabinete me encontré la noticia, justo encima del mensaje en el que me comunicaba un amigo común la extinción definitiva de la empresa en la que trabajamos hace un tiempo.

Recuerdo que cuando el entró, compró todo lo que le vendieron: un importante proyecto, único e innovador, con gran futuro… Lo pagó con el capital con el que contaba en su juventud: su alma; y durante los años fue invirtiendo día a día con su propia vida.

Pero la empresa cerró.

Leo el punto seis de la Parte Dispositiva del auto 128/2011 del Juzgado de lo Mercantil Nº2 de Madrid hecho público el 19 de marzo de 2011:

«-. Se acuerda la extinción de la entidad NECROMANTIAE S.A., asimismo deberá proceder al cierre de la hoja de inscripción de la concursada en el Registro.»

Archívese y descanse en paz, Ovidio.

111. EL PATRIARCA

La tumba estaba al final de una cuesta, a la sombra de un gran castaño. Mi hermana y yo la veíamos desde el camino cuando íbamos a la escuela. En casa nos tenían prohibido acercarnos, lo que acrecentaba nuestra curiosidad. Era cuestión de tiempo. Cuando llegamos, nos encontramos con una cruz sencilla y una lápida sin nombre. Para nuestro asombro habían depositado un ramillete de flores frescas. Don Aniceto nos castigó sin recreo por llegar tarde, y en casa nos dejaron sin cenar. Nadie nos quiso dar información, así que no tuvimos más remedio que vigilar hasta saber quién ponía las flores. Cuando vimos llegar a Etelvina, la de la vaquería, creímos tener una pista segura. Pero es que otro día fue Hortensia la oferente, y otro incluso Onofre, un primo mío lejano. Tardé aún en saber quien era el muerto, fue mi madre quien me lo desveló siendo ya adulto. Entonces fui con un formón e inscribí su nombre letra a letra: P, E, D… Luego me alejé unos pasos para leerlo: “PEDRO PÁRAMO”.

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