Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

SERENDIPIA

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en SERENDIPIA

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LA SERENDIPIA. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 DE NOVIEMBRE

Relatos

107. RECICLAJE

-¿Y desde cuándo le pasa?
-Siempre me había dado un poco de reparo, pero desde hace un par de semanas me da pánico, es pensar que tengo que volar y me pongo a sudar y me bloqueo, soy incapaz de hacerlo.
-Y vuela a menudo.
-Sí, constantemente… por mi trabajo, a cualquier hora del día, me llaman y tengo que ir volando.
-¿A qué se dedica?
-Soy… fotógrafo… para un periódico.
-Bueno, pues tampoco veo la necesidad, que le cambien de sección, a local, por ejemplo.
-Eh… No es tan fácil, ahora con la crisis, tampoco se puede pedir mucho.
-Pues eso, o cambie de medio de transporte.

-¡Socorro!
-¿Qué es eso? ¿El correcaminos? ¿El tren bala?
-No, es, es… ¿Supermán en bici?

106. BABEL IV (La leyenda del mensajero)

¡Era ridículo! ¡Era una burla a su trabajo! En el Departamento de Sistemas se llevaban las manos a la cabeza. Pero el resto apostamos y ese día estuvimos todos expectantes. Incluso el director estaba en el ajo.

Apareció Alberto en recepción. Alto y delgado con su maillot verde y una nariz como la proa de un barco. Llevaba su bicicleta de carreras sin pintura y una gran bandolera de lona. Ana le entregó el paquete y firmó el albarán. Mientras salía por la puerta se envió un correo electrónico.

Y así comenzó la carrera.

El ciclista tenía que atravesar la ciudad y cruzar la avenida de la Castellana cerrada ese día al tráfico. Una línea de comunicación por webcam serviría de árbitro.

Pasaron los minutos.

La tensión era máxima. El mensajero apareció en su destino. Entregó el documento y en ese instante sonó el tono que anunciaba la llegada del email. Fue un segundo. Suficiente.

El gabinete estalló en aplausos y risas. El desconcierto de los técnicos era patente. Al rato, en los monitores de Análisis Audiovisual se veían las imágenes de la llegada de la vuelta ciclista, y en la línea de meta estaba Alberto jaleando a los corredores.

105. PEPE SIRENITA

Se mostraba taciturno, antipático, había engordado mucho. Se pasaba el día en casa, nunca salía porque le avergonzaba su físico. Comía fatal y bebía alcohol a diario. Se apuntó a un gimnasio que no tardó en dejar porque sudaba como un cerdo, afirmaba, y se agobiaba allí dentro.

Una tarde, su móvil en su mesilla y su hueco en el sofá activaron entre nosotros, sus amigos y compañeros de piso, la señal de alarma. Nos reprochamos mutuamente ignorar la causa de la  desastrosa transformación de Pepe. Entonces recordamos que había mencionado una playa solitaria no demasiado lejana como “la solución definitiva” y nos temimos lo peor. Cogimos el coche y fuimos en su busca bastante atemorizados. ¿Qué había sido de aquel chico alegre que siempre encontraba una solución práctica a sus problemas?, comentábamos, ¿no quedaba ya nada de él?, ¿cuándo le habíamos perdido?

Al llegar a la orilla, encontramos una bicicleta plantada en la arena y Pepe, en cueros, ejercía de sirenita a la luz de la luna.

—¡Hola chicos, menuda sorpresa! ¿habéis visto mi bici nueva? Pienso venir cada día hasta aquí pedaleando, así hago deporte y luego me premio con un bañito refrescante. ¿A que mola?

104. El Ángel de la Muerte

Desde que a mi hermano le enseñaron a montar en bicicleta, fue capaz de hacer cualquier cosa sobre ella. Disfrutaba además de una inusual atracción por el riesgo, y empezó a practicar acrobacias imposibles en las cornisas de las azoteas o en pretiles de puentes elevados a gran altura, que con el tiempo, sin importarle el peligro, se hicieron más temerarias, más audaces, más espectaculares.

Aprendió a ganarse la vida exhibiendo su habilidad al atravesar el vacío entre dos rascacielos, pedalada a pedalada, concentrado en no desviar las ruedas de su bicicleta ni un milímetro del fino cable que los unía. Fue en una de esas actuaciones donde conoció a Ángela, una mujer preciosa de la que era imposible no enamorarse. El flechazo fue inmediato. Desapareció con ella durante algún tiempo, y cuando regresó me dijo que se habían comprometido. Nunca lo había visto tan feliz.

En su siguiente exhibición, el público no advirtió nada, pero yo lo conocía bien. Estaba cambiado, inseguro, como si una fuerza invisible tirase de él, impidiéndole pedalear con la soltura acostumbrada. Cuando terminó quise preguntarle qué le pasaba. No hizo falta. Lo vi en sus ojos. Algo que nunca había tenido. Miedo.

103. SUEÑO DE ADOLESCENTE

Desde hace años vivo en este patio, abandonada. El paso del tiempo me ha quitado piezas y me ha traído óxido. Me ha hecho vieja.

Fui muy feliz mientras me quisieron. Cada mañana iba con Segis, el cartero, a hacer el reparto. Él, al subir, me pedaleaba con esfuerzo y luego, descendiendo, yo me embalaba. A menudo venía Andresín, el hijo de Segis. Sentado sobre la barra Andresín reía. Siempre reía.

Un día Segis trajo una motocicleta. Me cansa dar pedales, dijo. Al niño le gustó y para él dejé de existir.

Ahora Andresín se está convirtiendo en Andrés. Lo sé porque ya no ríe igual y desde aquí lo veo mirar sin mirar por su ventana, soñando amores.

Ayer, mientras la radio celebraba las hazañas  de Bahamontes en el Tour, él estaba asomado. Soñaba, sí, pero… ¡me miraba! Sigilosa me deslicé en su sueño. De pronto allí estábamos, juntos, yo de joven, trepando por las duras rampas de un puerto, sobrepasando corredores entre los gritos enfervorizados del público. Cruzamos la meta los primeros. Entonces él me besó. Emocionada salí del sueño. Lo dejé saboreando su triunfo. Yo tenía el mío: volverme a sentir, quizás por última vez, querida, deseada.

102. Amor profundo

Hoy empiezan las vacaciones. Se va al pueblo, con Marisa, su prima. Mientras esperan a que su padre cargue el coche piensa en lo que le va a decir, cómo le va a declarar su amor. Se sientan juntos en el asiento trasero. Marisa huele a espliego, o a jazmín, o a lavanda. No lo sabe bien, pero no importa. Es un aroma embriagador que le hace sentir un amor tan profundo como los valles poblados de pinos del pueblo. Marisa mira por la ventanilla. Él roza suavemente su mano. Ella le mira y sonríe. Y él ya la imagina paseando por los caminos hasta llegar al río, los dos en bicicleta. El revoloteo de su faldita entre las piernas, la curva de su espalda. El baño, el sol sobre la piel, el concierto veraniego de las cigarras. Se acerca hasta ella y aspira el aroma de su melena. Cierra los ojos.

Lo último que recuerda es un chirrido, un frenazo brusco y el vuelo de su bicicleta nueva en lo que tenía que haber sido un precioso atardecer.

101. El día que perdí el tren (Barlon Fuente)

El segundo domingo de mes tocaba acercarse a la feria de Cuevamoras. Cogí la bicicleta y me encaminé a la estación. Por el camino me saludó la Manuela, con sus cabellos rizados que parecían una red que secuestrase el alma. No me pude negar a subirla. El amor te hace fuerte, rápido, invencible, pero a fin de cuentas los enamorados pesan igual que los demás, y el dolor de piernas silenciaba mis desmadejados latidos. Sentir su abrazo y sus pechos duros contra mi espalda tampoco me servía para avanzar.

El jefe nos recibió con gesto triste y, tocando sin darme cuenta las cicatrices del cuello, recordé a padre. Regresar no era opción. Me agaché y puse la oreja sobre uno de los raíles: todavía se oía la respiración de la locomotora y la danza de los vagones, y más allá los parloteos de las vacas. Al final reverberaban los sonidos de la ciudad, los ganaderos regateando y las señoras ofreciendo sus productos. Me tendí sobre el otro hierro y escuché en la otra dirección. Al incorporarme ella me miró con esos ojos verdes que parecían valles.

—Vamos, anda, que por este se oye el mar.

100. ESPEJISMO

Era una tarde de verano cuando la vi desde mi ventana, el calor era insoportable y en aquellas horas tan propias para la siesta ,ella estaba allí ,solitaria esperando por su dueño y yo desde mi posición decidí esperar acontecimientos, pero las horas fueron pasando y todo estaba estático igual que ella. Los pocos transeúntes que pasaban no se percataban de su presencia, mientras yo me hacía ilusiones al pensar si podría ser para mí .

Me veía recorriendo el barrio siendo la envidia de mis amigos, llevando a dar una vuelta a la niña de las coletas que siempre me sonreía cuando nos cruzábamos en el parque. La tentación era irrefrenable, pero la prudencia me decía que debía esperar a que fuera noche para evitar ser visto.

—Carlitos que haces en la ventana.

Giro la cabeza para responder a mi madre que entra por la puerta y al instante vuelvo a mi puesto de observación y la bici no estaba, la busque con la vista por todo el contorno y nada. El calor seguía plomizo y mis ilusiones se habían derretido como un helado sobre el asfalto.

99. DIAGNÓSTICO (ARANTZA PORTABALES SANTOMÉ)

Con pulso firme tracé una gruesa línea con un rotulador azul para dividir el folio en dos mitades idénticas.
A la izquierda escribí las cosas que no quiero olvidar. El recuerdo de nuestro primer beso. El sabor de una fresa en primavera. El primer llanto de Ana. El aroma a lavanda de mi madre. Y mil cosas más. Esas que solo hago en fin de semana: andar en bicicleta (aunque esto dicen que nunca se olvida), hacer lasaña de verduras en la Thermomix, calcetar, arreglar las plantas del jardín.
A la derecha tenía intención de escribir todas las cosas que no me importa olvidar. Y resulta que no quiero olvidar nada. Ni siquiera nuestras escasas discusiones. Ni la cara de tu hermana (debí decirte hace años que no la soporto). Tampoco quiero olvidar cómo me hice esta cicatriz que tengo en la rodilla. Ni la angustia que sentí cuando operaron a Ana de apendicitis.
Nada.
No quiero olvidar nada.
Si acaso, ese terror que vi en tus ojos el día en que te dije que estaba condenada a olvidarlo todo.

(RELATO FUERA DE CONCURSO)

98. En bicicleta a por morillas de zarza.

Desde pequeñita, cuando aún era un renacuajo, su padre, la metía en un cubo de zinc, la subía en la bicicleta y, ella, con los puñitos bien apretados agarrando el borde del cubo, veía como pasaban veloces las casas, los niños y los árboles.

Aquellas tardes de verano, camino del huerto, dejaron una huella imborrable en su memoria.

Cuando llegaban al huerto y, mientras su padre regaba y recogía los frutos, ella se dedicaba a recoger morillas de zarza, vigilada de cerca por su progenitor. Le encantaban aquellas bayas que había que coger con mucho cuidado para no quedar presa de los zarzas.

Llegaban a casa, con los morritos, las manos y al ropa, manchados con el jugo de las moras. Su madre, les reprendía con una sonrisa, cómplice con el padre.

Todos los veranos, se repitieron aquellos paseos.

Tenía siete u ocho años, cuando llevaron a reparar una pequeña bicicleta a la fragua de su padre, herrero en un pueblecito de la sierra. En ella aprendió a montar, entonces, tener una bicicleta era un sueño inalcanzable y, no fue hasta pasados muchos años, que pudo tener la suya.

Hoy, sesenta años después, sigue paseando en bici.

 

97. El nido del cuco

Dicen que si porque desde niño me comía la envidia, que si porque la Nati me dejó para casarse con él. ¡Chorradas! Mejor lo pasábamos nosotros, sin zapatos, corriendo detrás del balón de trapo, que él dando vueltas solo alrededor del solar en su bicicleta niquelada; y si la Nati hubiera seguido conmigo no tendría esas manos de princesa, ni las ganas de guerra que tiene ahora. No me quedó otro remedio. Me lo cargué porque se nos acababa el cuento. Y es que al chiquillo —a quien él le pagaba el quad, y el colegio, y los cursos en el extranjero— aunque finito, que en eso sale a la madre, cuanto más crece más se le va notando que tiene toda mi cara.

96. Además del verano

Encontré su bicicleta apoyada en las nasas de pescar pulpo, pero ningún otro rastro de Xurxo. El muelle, inusitadamente desierto a esa hora de la tarde, había sido tomado por cientos de gaviotas con su desafinado concierto de graznidos, que herían casi tanto como el silencio con el que él sostuvo mi mirada antes de dar media vuelta y alejarse pedaleando.

Si lo hubiera seguido, en lugar de esperar enfurruñada a que regresase con algún regalo de desagravio, como ocurría cada vez que nos enfadábamos, quizá ahora estuviésemos explorando la gruta que había descubierto para mí en una de las calas que teníamos totalmente prohibidas por su difícil acceso, o tomando un helado en la dársena, junto a las rederas que nos atrapaban con sus historias de aparecidos.

Sin embargo, en esta ocasión era diferente. Miré el reloj. Se hacía tarde. No seguiría buscándolo más, ni le pediría perdón por haber sido tan tajante al contestarle que prefería ir a la fiesta de mis vecinos. Dejé mi bicicleta junto a la suya, sin saber aún que algo había terminado.

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