Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

SCHADENFREUDE

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en el tema que te proponemos

Bienvenid@s a ENTC 2024 Este año, la inspiración llega a través de conceptos curiosos de otras lenguas del mundo. El tema de esta tercera propuesta es el término alemán SCHADENFREUDE, que viene a significar la "alegría por el mal ajeno" Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 de MAYO

Relatos

128. HISTORIA DE UNA » MINA “

La “mina” era guapa. Un poco bajita quizás, pero lo suplía con unos tacones de vértigo. Tenía pocos pesos, pero ahorrando de acá y de allá, caminando varias cuadras en vez de tomar el bus, había conseguido unos zapatos negros y lustrosos, símil de charol que daban el pego bajo las luces frías de neón del bailongo.

La “mina” era seria pero no lo parecía. Se ponía el disfraz de pizpireta cuando salía a la pista y se dejaba arrastrar, seducir, apretar, por los señores que pagaban la entrada para estrechar los cuerpos jóvenes y semivestidos de las chicas, que sacaban un sueldo extra al compás de tangos y milongas.

Fuera de allí sólo soñaba con darse un baño, sacudirse las huellas de las manos viciosas sobre su piel, y conseguir su propósito: montar un salón grandioso de baile donde los chicos lucieran  zapatos lustrados, se acicalaran y llevaran en la espalda un número, para que las “minas” como ella, pagaran por bailar con ellos y palparlos con lujuria.

127. Preparativos frente al espejo

Arranca la careta de madre sacrificada, la de esposa complaciente, la de funcionaria eficaz, la de hija solícita, la de amable vecina. Cuando el rostro no es más que un puro hueco, renuncia a maquillarse. Sabe bien que el alcohol, la música, la sorpresa del deseo fortuito dibujarán con trazo preciso la mejor máscara de carnaval.

126. MASCARADAS

–        Buenas noches, Madame.

–        Buenas noches caballero. Bienvenido a “La gata caliente”  el club con más clase de la ciudad ¿En qué podemos servirle?

–        Quiero compañía.

–        Ya, claro, lo imaginaba. Me refería a que si ya tiene decidido el servicio que le apetece.

–        Pues no. Estoy hecho un lío. ¿Podría asesorarme?

–        Por supuesto señor. Llamo a nuestras tres meretrices que salgan al salón para que usted elija a la que más le guste. ¡Niiiiñas! ¡Poneos aquí en fila!

–        La verdad es que son muy monas todas. Pero todavía no sé por cuál decidirme ¿Me las presenta a ver si así…?

–        Vaaale. La primera empezando por la izquierda es la Jenny. Es la que mastica chicle.

–        Me gusta…pero no…quizás si no mascara…

–        Bueeeno. La segunda es la Vane, que hace un servicio especial con el que los clientes se van muy satisfechos. Eso sí, es la que más cuesta.

–        Mmmm. Tentadora. Pero no. No quiero a la más cara.

–        Me lo está poniendo usted difícil. A ver, a continuación, y por último, tenemos a la Yoli, de rostro poco agraciado, por eso lo tiene cubierto.

–        Suena misterioso, pero no me gustan con máscara. Me voy.

–        Pues ¡Anda y veste a cascála mañó!

125. Melpómene

– Quiero la máscara de oro

– Es para tu hermano

– ¿ Y yo?

– Te he creado para siervo.

– No es justo, madre

– Los dos  interpretaréis  la tragedia que yo escribí para vosotros.

Al término de la función , un ramo de pensamientos malva , lanzados desde la platea,  cae  sobre los cuerpos yertos de los personajes.

 

124. Disfrazados de María.

Me encontré de repente con la casa llena de gente. No los oí llegar. La fiesta de disfraces que había organizado María pintaba bien. Yo no había preparado ningún disfraz; tan solo llevaba un triste antifaz. Mi ceguera me había convertido en una persona bastante huraña. La música sonaba demasiado alta para mi gusto. Quise buscar a María, pero todos llevaban su perfumen, su caro perfumen. ¿Acaso habían entrado al baño y se lo habían arrebatado? Percibí también el tintineo de sus ostentosas joyas. Era como si se las hubieran repartido entre todos. Seguro que la habían maniatado en el sótano y se las habían quitado también. Abrí la puerta que daba acceso a las escaleras del sótano y grité su nombre. Pero nada, María no estaba allí abajo, o por lo menos no estaba allí viva. Me pareció escuchar tras de mí el sonido de sus inconfundibles  zapatos de tacón de metal. Pronto me percaté de que era un hombre. Cansado de todo me fui a la cama. Allí había alguien. Estaba inmóvil. ¿Sería María? Llevaba un camisón que no era suyo. ¿Estaría muerta? Por si acaso me di la vuelta e intenté dormir.

123. EL BAILE DE LA MÁSCARA

El crisol bullía. Latía vomitando metal líquido. Danza mineral. Sangre que daba sin descanso vida al acero más deseado.

Millones de toneladas de escoria dibujaban el horizonte.

Los tubos fabricados, soldados uno a uno servían para construir el andamio en el que el mecánico trabajaba. Sin plano ni instrucciones iba uniendo el metal formando una estructura en apariencia anárquica. En cada soldadura nacía una estrella entre sus manos.

El magnífico esqueleto crecía día a día.

En una ocasión se levantó la careta y miró a su derecha. Conoció a quien con cuidado amontonaba los hierros a su lado.

-Dicen que esta semana subirá un supervisor.

-¡Uf! ¡Sólo vendrá a tocar los cojones!

El mecánico contrariado se bajó la careta y siguió trabajando.

Nunca subió.

Pasaron los años y sintió que su pulso ya no era firme. Ahora sus soldaduras no tenían aquella perfección. El sudor había erosionado su rostro dejando surcos profundos y comprobó que el mono de trabajo le quedaba grande.

Suspiró.

De un manotazo se arrancó la careta y los guantes. A tientas, en un rincón de la plataforma acomodó un jergón y allí se acostó.

El crisol iluminaba la noche.

122. Aquella máscara

Al verla, sentía miedo. Esa cara de cuencas vacías me hacía temblar. Desde ahí, colgada, parecía observarme, parecía seguir mis movimientos cuando yo pasaba por delante de la puerta entreabierta. Y yo nunca entraba sola en aquella habitación.

Pero un día, mi madre me llamó desde la habitación y acudí. Una luz tenue me recibió. Y vi que ya no estaba colgada. Yo podía oir la voz de mi madre desde sus entrañas, pero había algo distinto que me tranquilizaba: los ojos no estaban vacíos; un familiar brillo verde los llenaba.

Y entonces, lo comprendí. Aquella máscara jamás me haría daño. Y dejé de temerla. Y la llevé en el baile de Carnaval del año siguiente. Y aún la conservo, allí colgada, como recuerdo de mi niñez.

121. Final de fiesta

Ingresé en la fiesta del baile de máscaras,justo en el preciso momento en que se elegía en el escenario al mejor disfrazado de la noche,el premio recayó en el hombre pelota pero no podía recibir su premio porque no tenía las manos fuera del disfráz y cuando lo pateaban para el lado del escenario rebotaba y vuelta otra vez a empezar de tratar de acercarlo a las patadas para sacarse las fotos de rigor al lado del trofeo.Al final el hombre disfrazado de aguja hipodérmica tuvo la genial idea de pincharlo y asi detener su alocado e incierto itinerario. La noche se transformó en un planeta bizarro,la chica con la máscara de sachet de leche, bebía tequila como una descosida,el diablo estaba abrazado con el Papa y fumaban y compartían un porro, la máscara del zorro pulseaba con el disfrazado de Jim Carrey y Messi se daba un beso con Cristiano 7, mientras tanto alguién cantaba ¨la gente está muy loca¨…

120. Lo que se esconde tras la máscara

Camina rápido por las calles, todo es una algarabía de colores y ruidos que lo están desquiciando. Cada pocos pasos se tropieza con alguien o le empujan. La gente a su alrededor, escondidos bajos sus disfraces, celebran el carnaval. Odia estos días, los vive con tensión y ni siquiera el pensamiento de que es algo pasajero lo libra del malestar. Todos los años solicita las vacaciones en estas fechas, así puede refugiarse en su hogar. Que le pregunten cómo se va a disfrazar lo llena de ansiedad y nota como su cara suda y amenaza con desprenderse. Apenas quedan unos pasos para alcanzar el portal, cuando siente la mano que le agarra del brazo y una voz aguardentosa le pregunta: «Amigo, es carnaval ¿no te disfrazas?». Se suelta con violencia y entra en su edificio. No espera al ascensor, sube las escaleras y sin apenas aliento irrumpe en casa. Asegura el cerrojo y de espalda a la puerta se va dejando caer hasta sentarse en el suelo. Un sollozo resuena en su interior al despegar con lentitud la máscara que esconde su semblante vacío.

119. Onegai Shimasu, quitarse la máscara

En Saitama, no lejos de Tokio, se considera de muy mala educación acceder a las estancias de la casa a la que uno ha sido invitado sin desprenderse antes del rostro y dejarlo cuidadosamente en el vestíbulo, respetuosamente colocado junto a las caras de quienes ya se encuentren en el interior. De ese modo, una vez dentro, puede procederse a llevar a cabo el propósito que haya traído al visitante hasta allí, conversar, interesarse por ciertos asuntos, comunicar acontecimientos o demandar cualquier información o solicitud de ayuda, sin que quepa preocuparse por los eventuales efectos inesperados que en el gesto de los anfitriones pudieran producirse en cualquier momento de la visita. Si acaso, conviene estar vigilantes y escudriñar el tamborileo de los dedos o los cruces impacientes de piernas, pero la ausencia de caras rara vez convierte  estos gestos en descarados.

Mientras tanto, en el vestíbulo, los rostros, que se han quedado con las cosas que se suelen llevar escritas en la cara,  suelen vivir romances no correspondidos, mostrar odios inveterados o lanzarse miradas furtivas llenas de desprecio, pero tales gestos acaban igualmente sofocados ante la homogénea esperanza de unirse de nuevo al cuerpo para salir a fumar un cigarrillo.

118. El vértigo no superado

El riesgo hizo acto de presencia en aquella fiesta.

Una marea de gente me separaba de aquella hermosísima gata negra que había conseguido hipnotizarme desde que fuera arrastrado por mi amigo-Popeye a aquel cumpleaños de disfraces en el que no conocía a nadie. En más de una ocasión el oleaje humano  me llevó cerca de su costa, pero:

a)    “voy a rellenarme la copa”, pronuncia ella con mágica voz, o

b)    un grupo de brujas susurra alguna estupidez que ella condescendiente devolvía con una sonrisa o

c)     tal vez mi natural y enfermiza timidez

fueron la suma de causas que impidieron el contacto, a lo que debería añadir mi desastroso y asfixiante disfraz de Oso Yogui.

Estuve sudando y ensayando la declaración menos penosa imaginable, algo que me hiciese asumir aquel riesgo, saltar superando mi vértigo.

Habría descrito sus gestos, sus movimientos felinos, la inteligencia animal que despertaba su enigmática sonrisa, pero no lo haré. La madrugada echó el telón a mi nuevo fracaso y casi degustaba su amargo sabor cuando inexplicablemente sus ojos se posaron un breve instante sobre los míos antes de abandonar aquella mascarada con una extraña sonrisa dibujada en sus labios.

117. El gran teatro del mundo

No me gusta el carnaval.

Lo digo así, abiertamente y sin tapujos, esos burdos bailes de máscaras donde te codeas con diablos de látex y princesas de plastilina, no son para mi.

A mi me van las fiestas serias.

Me encanta arreglarme cuidadosamente para ver rabiar de envidia a mis amigas mientras con sonrisa rígida dicen:  “no pasan los años por ti”, entonces aprovecho para mirar de mi reojo a mi cirujano plástico y hacerle un guiño de complicidad.

Me gusta regodearme por la sala del brazo de mi marido y  oir los murmullos “qué pareja tan hermosa hacen” total a quien le importa saber que es un pusilánime y que le aborrezco.

También es agradable el reencuentro con los “viejos amigos”: ¡Que alegría verte! (viejo buitre, deja de mirarme que sé de sobra que sólo deseas volver a mi cama),  ¡Estás divina! (¡Madre mía que arrugas! Ya podías operarte, que da asco verte),  ¡Que cochazo! (será prestado porque estos no tienen ni para el metro)

En fin, me gustan las fiestas de verdad, esas en las que sabes quien es todo el mundo y sobre todo quien quiere aparentar ser.

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