Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

QUIJOTERÍAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en QUIJOTERÍAS

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 Comenzamos nuestro 15º AÑO de concurso. Este año hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores, y el tercero serán QUIJOTERÍAS Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 DE MAYO

Relatos

65. DesENTCuentros (Operación simulación)

«¡Tócate el bolo, qué suerte la mía!», me dije al escucharle comentar que el cocido montañés estaba buenismo. Entonces le pregunté si era manchego, como yo, y al contestarme que de Albacete le di una charla sobre los orígenes árabes de su ciudad. Aproveché también, por supuesto, para hablarle de la época imperial de mi amada Toledo, y me eché a reír cuando soltó, con los ojos abiertos como platos, seguramente preso de admiración: «¡Pero pijo, cuántas cosas sabes tú!».

Así que, una vez captada su atención, y tras pegar un sorbo a la copa, me dispuse a contarle los numerosos beneficios del vino. Pero el tipo me interrumpió y se lio a hablar como si le hubieran dado cuerda. Parecía un experto en temas de vendimia, y por un momento pensé: «Ándate con el bolo colgando, que el alhaja este sabe mogollón».  Sin embargo, saqué pecho y le enumeré mis estudios en enología en la universidad de Wichita, la de Heidelberg y la de Sebastopol, y el muy bolo me miró como espantado. Aunque, por fortuna, le sonó el teléfono y se levantó de la mesa. Y yo, sonriendo al verlo alejarse, murmuré: «Ibas apañao, pájaro, para mentiroso yo».

64. DesENTCuentros (Operación evasión)

Dijo ser de La Mancha y pensé: «mira qué bien, un paisano», aunque pronto descubrí un individuo altivo y petulante y me propuse poner a prueba su actitud de entendido en todas las materias tratando de colarle una trola del quince.
Encontré la ocasión y me arrojé al vacío. El tipo, copa en mano, quería dárselas de experto en vinos. Lancé mi anzuelo: «La vid manchega absorbe un gran porcentaje de oxígeno que metaboliza por fotosíntesis, gracias a ello transforma la luz recibida por el fruto en su maduración dando lugar a una increíble característica: los velos del tinto manchego tienen un tono carmesí que coincide milagrosamente con el color de su bandera autonómica». Me inventaba todo sobre la marcha y lo soltaba casi sin respirar, con convicción de embustero redomado y sin tener puta idea de “ná”.
“Espantá” la perdiz, esperé al trofeo. El tío no se achantó, sin desmentirme, me soltó una retahíla de supuestos títulos suyos relacionados con la enología. Viéndomelas venir, simulé recibir una importante llamada e hice “fu”, como el gato. Creo que él también mentía, pero la prudencia aconsejaba una retirada a tiempo para salvaguardar la dignidad, por si las moscas.

63. TRAMPANTOJO

Mi padre me llevaba allí de vez en cuando. Recuerdo sus palabras: “Aquí todo es un engaño, la gente, animales, paisajes, objetos no son de verdad”. Yo no entendía lo que quería decir porque a mí me parecían reales y no se parecían a las trolas que nos contábamos entre las amigas. Así es que empaticé con esas mentiras porque me hacían volar la imaginación.

Solo cuando empecé a estudiar Bellas Artes me di cuenta de la farsa de la que hablaba mi padre.

Tuve que volver a visitar el Museo del Prado y ver que aquellos cuadros eran la mentira más deliciosa y artística que pueda existir. Sí, en una superficie plana había volúmenes, distancias, formas, colores, lejanías, miradas y emociones. Universos paralelos donde soñar, imaginar, gozar.

 

62. Señales (Montesinadas)

El hombre se distrae con cualquier cosa, se desconcentra: un leve picor en la nariz, una suave corriente de aire, las voces fuera de la sala… Cuando regresa, se pregunta en qué estaba pensando. Ha dejado de mirarnos a los ojos. Es evidente que ha perdido el hilo; se contradice y le cuesta volver al relato.

El cerebro está preparado para decir la verdad. En caso contrario, se fatiga, reacciona de manera insospechada y nos delata.

No sabe dónde colocar las manos, vuelve a sentir el cosquilleo, ahora en la mejilla y su cuerpo entero se gira rígido hacia la puerta, listo para la fuga. Al tirar de las esposas, la mesa se levanta un palmo.

“No recuerdo nada”, dice, pero nosotros podemos ayudarlo, darle pistas, desarmarlo con preguntas para que regrese al instante exacto en el que arrojó a su pareja al vacío. Se agita en la silla; las muñecas le sangran por el roce y grita que él no la empujó.

Unos segundos de silencio y somos nosotros quienes nos distraemos, sentimos un leve picor en la nariz, la misma suave corriente de aire y, sin mirarlo a los ojos, le decimos que hay testigos.

61. Coartada

Le dijiste a tu abuela que tampoco podré viajar a España este verano. Que un tornado ha arrasado mi casa. Y la preocupación le camufló el rubor de las mejillas. Pobrecita. Aunque no me conoce, me ha tomado cariño. A la novia americana de su nieto. A la chica de Arkansas que juega al softball, trabaja de canguro y hace prácticas en una clínica dental. Me lastima su angustia. O que te burles de ella cuando intenta chapurrear inglés usando la aplicación del móvil. Lo hace por mí. Y, a pesar de todo, te perdono cada día. Porque te amo. Incluso he aceptado el deslucido nombre de Lily. Si por mí fuera, preferiría que me llamaras Hannah, vivir en Nueva York y trabajar en una editorial donde están a punto de publicar mi primera novela. Pero te has empeñado en dibujar mi biografía con una previsible línea recta. Lo que no voy a consentir es lo de los domingos. Que comas con Alfonso en casa de tu abuela, y, mientras habláis de mí, acaricies la mano de tu amigo bajo el mantel de lino. Estoy empezando a sospechar algo terrible: que yo no existo.

60. AL REVÉS

Fui recibido en el Ayuntamiento de mi pueblo como un villano. Qué emoción más grande. Allí estaban mis padres que se habían vestido con el traje de misa para la ocasión. Mi hermana traía aquel vestido blanco que solo se lo había puesto cuando le dijeron que su novio, Pedro, había fallecido en la batalla del Ebro. Mi hermano Julián tenía mal anudada la pajarita. Nunca se la puso bien.

 

El señor alcalde había mandado elaborar un pregón que ensalzarán las virtudes del que iba a ser declarado hijo non grato de la villa. El pregonero por oposición lo leyó, no sin alguna dificultad a tenor de su conocida tartamudez. El salón de plenos había sido decorado para la ocasión con los tapices del siglo XVI, bueno con un tapiz, porque el otro fue el que yo quemé adrede y por una apuesta con el hijo de Don Joaquín, el médico. El salón estaba vacío, tan solo el alcalde, el pregonero, mis padres y mis hermanos. Pedí a los guardias civiles que me aflojaran un poco las esposas. Me hacían daño en las muñecas. ¡Qué raro! El alcalde llevaba toga.

59. Renuncias

Ahora sé que nuestro último chat no derivó en ese tema por casualidad. Me reí con ella de aquel cómic en el que un zombi habitaba entre los vivos, aunque no le confesé lo irónico que me resultaba. Comentamos lo absurdo de que, estando ya muertos, se les «mate» con un tiro en la cabeza. Y no sé cómo ocurrió, pero, en cierto momento, la conversación viró hacia las dificultades que tenía el personaje para camuflar su estado decrépito. A partir de ahí, solo hablamos de lo difícil que le resultaba relacionarse con los demás y fue entonces cuando insistió en que debíamos conocernos en persona. Estoy seguro de que lo sabe. No puedo seguir engañándola.
Llego temprano al lugar acordado y busco un rincón entre las sombras para ocultar la descomposición que empezó hace semanas. Aparece con una pistola. Cuando salgo a la luz y muestro lo que queda de mi rostro, no puede evitar un gesto de disgusto que contrasta con mi gozo al descubrir lo hermosa que es. «Ya sabes, un tiro en la cabeza», le digo resignado. Asiente, acerca la pistola a su sien y aprieta el gatillo para estar conmigo por toda la eternidad.

58. Accidente doméstico

¡Que difícil es quitar las manchas de sangre de la ropa! En qué mala hora se me ocurrió ponerme una camisa blanca, en fin, ya no tiene solución, todo lo demás, y eso era lo verdaderamente importante, tampoco.

El cuerpo lo he dejado en mitad del salón, encima de la alfombra, como si pudiera disimular la tragedia. Diría que el pobre parece colaborar, que está ajeno al drama, que parece dormido. Y lo está, pero para siempre.

He limpiado la procesión de gotas de sangre, ¿cómo puede un cuerpo contener tal cantidad de sangre? Si en realidad era muy pequeño.

Estoy intentando despejar de mi cabeza pensamientos absurdos y concentrarme en el presente y sobre todo, ¡ay de mi!, en el futuro. Carmen está a punto de llegar y tengo que encontrar una explicación, pero una buena de verdad, una creíble. No, no creo que la halle.

Ella lo amaba con locura, mucho más que a mi, estoy seguro.

No va a creerme, cómo va a creer que mientras cortaba jamón en la cocina, el gato salto para capturar una pieza y sin querer le rebané el cuello.

57. LA VISITA AL PUEBLO (IsidrøMorenø)

Tras diez años  sin apenas comunicación, el anuncio de visita de los primos emigrantes en Alemania, les produjo gran revuelo.

Limpiaron y remozaron la casa de pueblo. Acabado su raquítico presupuesto, pidieron al propietario de la tienda de muebles, que les cediera por unos días, una estantería de aparente madera noble, unos metros de falsos libros e incluso algunos “de verdad” que adornarían otros anaqueles. Además, les prestaron una cama grande y una hermosa estufa catalítica, tan de moda entonces.

Luis y Pilar llegaron en un llamativo Opel Rekord, azul y blanco. No era nuevo, pero sí muy exótico para aquella España. Ella, abrigo de visón, elegantes tacones. Él, con impoluto traje marengo.

Abrazos, parabienes, historias engoladas, recuerdos de juventud… y, tras unos días, despedida con promesas sin fecha.

Paco devolvió el mueble, los libros, la catalítica y los otros enseres prestados. Ya no necesitaban aparentar y comprarlo no podían. Volvían a la normalidad.

Luis y Pilar regresaron al pisito de Berlín satisfechos de su viaje. Al día siguiente, Luis devolvió el Opel a su jefe, el traje a su compañero. Pilar devolvió el visón a su amiga. Los zapatos y otras ropas, a su vecina.

Volvían a la normalidad.

56. Se me alargó el pacharán (Alberto BF)

Llevo una temporadita que no desconecto. Numerosos temas cruciales entre manos. En un cargo como el mío es algo habitual, pero hay veces que hasta a mí me cuesta gestionarlo.

Cuando alcanzo estos niveles de estrés, pocas cosas me relajan más que una buena comida en el Sosiego. Su cuidada gastronomía, ambiente agradable e inigualable discreción lo han convertido en el restaurante ideal para perfiles de elevada responsabilidad como el mío. Eso sí, para disfrutar en condiciones uno debe abstraerse del mundo exterior, por lo que suelo apagar mi móvil y pido que nadie me interrumpa en esos momentos de desconexión.

Hoy he gozado especialmente de la comida. Me ha acompañado mi amiga Laura, y hemos hablado de nuestros interesantes proyectos. Como suele suceder, se ha alargado un poco la sobremesa, pero esto forma parte de nuestra sana evasión.

Nada más despedirme de Laura, he encendido el móvil: dieciséis llamadas perdidas de mi mujer, y doce de mis hijas. Giro la mirada, y observo en el televisor, desencajado, a los bomberos apagando las llamas que calcinan la fachada de mi casa.

No me queda otra salida: tocará difundir que estuve trabajando en mi despacho, sin cobertura, hasta muy tarde.

55. HASTA QUE DURE

No quiero exagerar, pero la verdad es que esta vez creo que sí lo dejé a punto de caramelo. Al principio, no se creía que yo había sido uno de los estudiantes más sobresalientes de mi promoción en el instituto y el más laureado en la universidad, que en otro trabajo había conseguido ser el mejor vendedor de toda la temporada, y que nunca había encontrado un mejor jefe que él. Después de la borrachera de mentiras, lo primero que espero es una promoción, luego vivir del cuento un poco más, y por último probablemente morir en el intento, otro más.

54. PARA TODA LA VIDA (Juan Manuel Pérez Torres)

El primer día de primavera tras el sepelio de su marido, una fina lluvia de añoranza pareció precipitarse en su memoria y, en la soledad de la tarde, buscó aquel cofre y encontró sus cartas.
No podía creer lo que leía. Había guardado aquellas cartas, más de treinta años, como un tesoro, como una prueba tangible del amor que sentía por ella. Ahora todo se desmoronaba, las palabras, tan dulces y apasionadas, ya no le parecían sinceras. El papel, amarillento por el tiempo, ahora parecía cursi, no decía lo que ella recordaba haber leído tanto tiempo atrás.
¡Cuántas veces le había hablado de cómo se sentía incompleto sin ella!
Había confiado en él, le había entregado su amor con la certeza de que era genuino…
Dejó caer las cartas sintiendo la verdad en el pecho. La mentira había sido tan elaborada que, para toda la vida, había logrado convencerla. Sin pensarlo, rasgó las cartas en pedazos y los dejó volar por el viento. El engaño ya no tenía poder sobre ella, al fin, se sintió libre. Porque… acaso… -pensó- lo falso no fue su amor… sino escribirlo.

 

 

 

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