Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

NEPAKARTOJAMA

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en el tema que te proponemos

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2024 Este año, la inspiración llega a través de conceptos curiosos de otras lenguas del mundo. El tema de esta última propuesta es el concepto lituano NEPAKARTOJAMA, o ese momento irrepetible. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
Esta convocatoria finalizará el próximo
31 de DICIEMBRE

Relatos

77. Hay héroes… y héroes (Ana Mª Abad)

Siempre quiso ser un héroe. Desde pequeñito, soñaba con volar por encima de los rascacielos, capa al viento, salvando vidas de inocentes en peligro que lo aclamarían por las calles. La primera galleta que se dio al lanzarse desde el respaldo del sofá le llevó a tachar de la ecuación la capa: tendría que ser un héroe sin poder de vuelo.

La siguiente decepción fue la superfuerza: su mayor antagonista en el colegio -lo había imaginado muchas veces como el supervillano de su historia- le dio una zurra al final del último curso que lo tuvo dos semanas postrado en cama. Finalmente, tuvo que aceptar con resignación que ni mirada láser, ni tacto adhesivo para trepar por las paredes, ni forma alguna de hacerse más grande o más pequeño.

Ya que la escuela de superhéroes -en caso de haber existido- no parecía hecha para él, derivó hacia la facultad de medicina, donde pronto destacó por su empatía, su infinita paciencia y su talento casi milagroso para el diagnóstico precoz.

Así, terminó siendo un héroe anónimo, de esos que te salvan la vida con un pequeño gran gesto, y cuya recompensa es una mirada agradecida, no por callada menos valiosa.

76. Terapia

Menuda pinta tenía su marido. Todos aquellos años soportando que la reprendiera por su forma de vestir y allí estaba él ahora, con el cuello de la camisa tan tieso que se le desbordaba la papada y embutido en un traje que podría haber sido de su abuelo. Incluso su postura, inmóvil, hierática, resultaba artificiosa, con un gesto inmutable, una mueca que le recordaba a la Mona Lisa, mezcla imposible entre disgusto y felicidad. Con todo, era el silencio, tan profundo que oía hasta los latidos en sus sienes, tan enloquecedor como los gritos con los que la había sometido, lo que le resultaba más irritante cada vez que le asestaba una nueva puñalada. Exhausta, tapó de nuevo el ataúd con la certeza de que por fin lograría conciliar el sueño. Siempre le venía insomnio antes de los entierros.

75. Accidente

El golpe fue brutal. La conductora, una señora de mediana edad, salió del vehículo sobresaltada. Se acercó a la víctima y se apartó horrorizada. Al momento llegó la ambulancia, algún transeúnte la habría llamado. Luego, la policía.

–“No sé cómo ha podido ocurrir… No la vi… ¿Cómo puede haber pasado esto?…”

No muy lejos se veía el vómito de la alterada conductora.

–“Siéntese, señora. Tranquilícese. Cuéntenos qué ha sucedido.”

–“Esa pobre mujer… Apareció de la nada. Ella corría a gran velocidad bajando la cuesta, no debió ver ni oir que yo salía del parking… ¿quizá por escuchar música mientras hacía jogging?…”

–“¿La conocía?”

–“Yo… No… En seguida fui a auxiliarla. Me fijé en su cara, para mí un rostro anónimo. Pero… esa expresión… Todo estaba lleno de sangre, y sus ojos perdidos para siempre…”

 

Nota: Quizá este relato no debería incluirse en la convocatoria actual pues, en realidad, la víctima no era una persona anónima para la protagonista sino la amante de su marido (aunque ella había fingido muy bien no saber de su existencia durante los últimos meses).

74. Número Siete

Todo se apaga. Lo apagan. Un esclavo que falla es un esclavo que malgasta oxígeno. El nuevo tardará un par de días: más preparado, más eficaz, menos humano. El silencio es doloroso. Cuesta respirar. Pienso en dejarme ir, pero no aquí dentro. Me pongo el traje espacial y salgo por la escotilla de emergencia.
Veo la Tierra. Preciosa desde tan lejos, entre chatarra.
Hace frío aquí afuera. Me gustaría estar en casa, junto al fuego.
Tres minutos de oxígeno. Tres minutos para estar flotando, inerte, como ellos seis. Al menos no moriré solo, aunque sea el único que aún respira.

73. Cotillón

Darth Vader se queda sin palabras ante la figura imponente de la falsa Marilyn. Napoleón, que pasaba por allí, aprovecha para pedirle con una reverencia el siguiente baile. Un soldadito de plomo con muletas canta por Ian Dury subido en una mesa. Un oso polar rebusca, entre los hielos de un barreño repleto de cervezas, una que esté suficientemente fría para él. Blancanieves, visiblemente acalorada, se suelta del brazo de un avatar algo desteñido y desabotona la parte azul de su vestido. El Llanero Solitario aprecia sin querer los bonitos pechos que asoman bajo su corpiño. Pepi, Luci y Bom, Cutty Sark en mano, se disputan el favor de un marino tatuado al que no le quita ojo una Olivia entrada en carnes. Un Sherlock Holmes, con faldita de cuadros y amplio escote, extiende sobre el mármol impostado de una lamparita unos sospechosos polvos blancos. Un Shrek más morado que verde sale a hurtadillas de uno de los baños, detrás Cruella de Vil va en otra dirección acomodándose el traje y el peinado. Campanilla revolotea entre los invitados repartiendo matasuegras y un bote de uvas. Cuando suenan los cuartos, una princesita corre a toda prisa hacia la puerta de salida.

72. Mecenazgo

Se le ocurrió una idea para comprobar si tanto éxito era verdadero o se debía a su apellido al ser hijo de quien era. Envió sus nuevos manuscritos a ese humilde editor tan exigente que solo leía textos anónimos.

Empezó a aprender de las múltiples correcciones que le proponía. Y metido en ese mundillo conoció a decenas de autores con buenos textos que no eran editados, le parecía muy injusto. Y entonces comenzó una labor de mecenas en la sombra que le tiene encantado, le llena su tiempo y total para su padre son migajas.

71 La importancia de saber transmitir bien el mensaje

Saludo a la vecina, cada mañana pasa por delante de mi ventana mientras desayuno. Hace unas semanas se mudó desde la ciudad para reabrir la sombrerería del señor Albino. Salgo camino de la barbería. Bajo la puerta encuentro un sobre que dejo sobre la mesa junto a mi chaqueta. Tras la jornada entre peines y tijeras recojo mis pertenencias y la carta. Ya en casa la leo y me sorprende una nota amorosa anónima. Me pregunto quién será la autora, o incluso, si es broma de algún vecino.

A la mañana siguiente pasa Elvira de nuevo con su sonrisa y el corazón rebota en mi interior. Seguro que es ella, sino porqué me saluda a diario. Esta tarde hay baile en la plaza, quizás me atreva a invitarla a bailar. Me pongo el mejor traje, ese que guardo para las bodas y funerales, cojo unas flores de mi jardín y me dirijo a la fiesta. Ahí está Elvira, con un bonito sombrero violeta, como el color del sobre.

Mientras la nueva pareja baila al compás de la música de la banda, Tomasa, con su vestido de violetas, abandona la plaza camino de su casa, resignada a seguir en soledad.

70. El amor mudo

Mis padres dejaron de hablarse en 1997. Discutieron por algo de la preferencia en una rotonda y él dijo:
—Muy bien, pues no hablaré más.
—No, tranquilo —respondió ella—, ya me callo yo. Calladita estoy más guapa.
Y no se dirigieron más la palabra en todo el fin de semana.
Al principio resultó incómodo y luego incluso divertido, pues mi madre nos pedía a alguno que dijéramos a nuestro padre que había que sacar la basura o él nos usaba para hacerle saber que necesitaba que le cosiera un dobladillo del pantalón.
Cuando la situación se prolongó descubrimos en ellos una obcecación desconocida. Sabíamos que se amaban porque se preocupaban el uno por el otro, veían películas cogidos de la mano y, noche sí y noche también, emitían gemidos ahogados al hacer el amor.
Sus miradas eran profundamente elocuentes y transmitían tanto que llegó un momento en que dejamos de esperar que se llenara aquel vacío verbal, cosa que, quizá, incluso nos hubiera decepcionado.
Cuando murió mi padre, mi madre lo veló día y noche, sentada junto al féretro. A ratos parecía que entreabría la boca para decirle algo, pero al final la cerraba y todo continuaba igual de perfecto.

69. REVELACIÓN INESPERADA (de Óscar Quijada Reyes)

Además de la carta que confirmaba mi jubilación, ese mismo día recibí una segunda carta. Han sido tantas llamadas y visitas en la oficina que, ubicar un momento para leerla, se hizo complicado.

De inmediato supe que no era comercial, sino personal. Después del saludo, noté que no solo era personal, también era una declaración de amor. Esta es la parte más sorprendente de la carta: «Creo que te amaba antes de conocerte, después he rechazado varias propuestas amorosas, dos de matrimonio y la oportunidad de trabajar en otro lugar. Tu has pasado por una viudez, un divorcio con traición incluida y la soledad. Jamás has tenido ojos para mí y la tímidez me ha impedido hacerme notar. De todas formas, siempre te amaré».

Leo las cosas en orden, si el autor no se menciona al principio no lo busco hasta el final. Cuando observé la firma, una que veía todos los días, la busqué a través de los vidrios. Su puesto estaba al frente, ella tenía sus ojos en una sola dirección, y era una mirada que me había otorgado miles de veces. En medio de mis ocupaciones, nunca me fijé en la menos notable de la empresa.

68. Cartomancia.

cada día el miedo me alimenta, he olvidado mis oficios y soy presa de la autolesión y del ayuno. Ayer rechacé un festejo de hormigas, hoy he golpeado mi cabeza contra un árbol. Y es ahora por extraño que parezca, cuando amigos y familia se afanan más en atenderme. He perdido al mus con el colgado, a la ruleta rusa con el loco y he bebido, más de lo que debo mano a mano con la muerte.

No fue, sin embargo, en aquella barranca donde dio giro mi destino. No fue el silencio de la pitonisa el que martilleó los clavos que cierran mi ataúd. Fue el blanco de tus ojos al contártelo, el  frío anónimo que atravesó mi espalda igual que una guadaña siega a ras los trigos del sembrado.

En vez de callar podía haber mentido la sibila o haber fingido tú que te importaba el latente vaticinio de su ausencia de palabras. Podía yo no habértelo contado, aparentar no tener ningún pánico a pesar del escaso camino por andar que me quedaba.

Hubiera preferido sentir el mordisco de un millón de garra rufas en mis pies, que el beso que has venido a posar sobre mi frente.

67. Fuenteovejuna

Ataviados con botas de agua, cestas de mimbre y navajas se agolpan tras la línea de salida. No faltan codazos ni empujones. Se oyen las chanzas de los héroes de años pasados, las maldiciones de los siempre envidiosos. El alcalde corta la cinta, el alguacil toca la bocina. Salen disparados, como si su honor dependiese de ello. Gritos y jaleos azuzan la carrera: los jóvenes alardean de agilidad, los ancianos de experiencia; los flacos se burlan de los gordos. 

      Cuando llegan al pinar se dispersan entre árboles y zarzas sin apartar la vista del suelo embarrado. Escudriñan cada centímetro. Los mayores son los primeros en comprender. Ningún animal podría desollar así la tierra. Sólo han dejado hongos inservibles, raíces levantadas, matorrales arrasados. El pueblo se une en una atmósfera de rabia. Organizan batidas para cazar a la bestia. Cae la noche cuando los jóvenes la encuentran.  

      No se equivocaban los viejos: botellas, latas, plásticos y colillas revelan el campamento clandestino de sucios forasteros. Cuentan diez hombres, dos furgonetas y toneladas de setas, «sus setas». Escuchan risotadas y el choque de vasos al brindar. Defienden su tierra y su alimento, como les han inculcado sus mayores. 

66. Arrendador (Salvador Esteve)

Cuando la guerra le arrebató a su marido vi mi oportunidad. Compruebo que su fuerza se diluye a medida que sus palabras se apagan. De sus entrañas, una voz grita maldiciendo a lo terrenal y lo divino. Sé que es el momento. Como moho enfermizo me adhiero a las paredes y a cada rincón de su hogar. Con regocijo siento que mi poder aumenta.

El reloj de cuco cesa su tictac. El gorgoteo del calentador de agua y el zumbido de la nevera enmudecen. El jilguero acalla su canto. Y las risas de los niños se acurrucan de frío y hambre. Yo, el silencio, soy ahora dueño y señor.

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