Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

QUIJOTERÍAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en QUIJOTERÍAS

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 Comenzamos nuestro 15º AÑO de concurso. Este año hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores, y el tercero serán QUIJOTERÍAS Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
días
1
6
horas
0
7
minutos
1
2
Segundos
4
7
Esta convocatoria finalizará el próximo
15 DE MAYO

Relatos

70. Cosa de chavales

Allí quise estar, confundido entre los familiares y amigos que acudían al sepelio, mostrando en todo momento la expresión de pesar que la situación requería. Una ráfaga de viento agitó los cipreses mientras el ataúd bajaba lentamente hasta el fondo de la fosa. Luego, el espeluznante sonido de las primeras paladas al caer sobre el féretro y los sollozos de la viuda, agarrada al brazo de su hijo mayor. Acabado el acto, abandoné discretamente el lugar como uno más del cortejo. Arturito Ortega Martín, muerto al salirse con su coche de la carretera, se pudre ya en el pueblo que lo vio nacer. Que lo haga en un cementerio pequeño, sin vigilancia nocturna, supone para mí una ventaja. Cuando la lápida sea colocada, no será difícil saltar la tapia de madrugada para encontrarme por primera vez a solas con él. Y aprovechando que, a diferencia de los anteriores, ocupa una tumba y no un nicho, me la sacaré y mearé sobre su nombre antes de lanzarle el amargo escupitajo que les tengo prometido a todos los que a mis catorce años, -cosa de chavales, se dijo-, me enseñaron lo que duele estar solo y me hicieron abandonar el colegio.

69. Ave, César. (Nuria Rodríguez)

De haber nacido en más afortunada cuna, aquel esclavo habría podido llegar a ser un Dios. Sus rasgos duros y perfectos junto con un cuerpo esculpido para la lucha, le convirtieron en uno de los más aclamados Gladiadores romanos.

Su violencia en la arena hizo que se ganase el apodo de “La Bestia” y tal fue su éxito que, hasta el mismísimo César, requirió su presencia en el Coliseum.

Allí no defraudó y con una sangre fría demoledora, fue acabando con cada uno de los pobres desgraciados que lucharon contra él. Pero quiso la mala suerte que, en la última batalla, su adversario le rasgara el subligaculum o taparrabos dejando al descubierto su descomunal y erecto pene. Los gritos de emoción de las féminas junto con los abucheos de los envidiosos varones, le crearon tal confusión que acabó derrotado en la arena. Justo antes de recibir el golpe de gracia, el César levantó su pulgar perdonándole así la vida, una vida que, muy a su pesar, estaría dedicada a la satisfacción de su, ahora, nuevo amo, que aún con el pulgar en alto, miraba con los ojos incendiados y la boca hecha agua, las majestuosas dimensiones de su nuevo juguete.

 

68. CIRCUNSTANCIAS

En el barrio todos le esquivan. Malcarado, sucio y huraño, lleva siempre un gran perro que va dejando inmundicias por la calle.
Su amo, siempre conflictivo, se jacta de ello… Es un mal tipo, una mala bestia.
Bueno, así le veíamos antes de los rusos. Ahora va y viene a su libre albedrío, armado, fornido, barbudo.
Aparece por aquí los domingos y los jueves, el perro jadeando por la carga de sus alforjas y él silbando bajito, anunciando su presencia a los vecinos. Reparte víveres y medicinas. Hoy, a mi mujer por fin le ha conseguido insulina, y a mi hijo herido, antibióticos. Siempre llegan casi al amanecer y se vuelven rápido al frente. Lo veo andando contra los primeros rayos de sol, me parece un coloso…, casi un dios.

67. Las dos caras

Se levantó de su sillón de viejo, único espacio libre en todo el piso. Lo usaba para dormir, comer y ver la tele. El resto era un amasijo de objetos y basura acumulados.

Manuel se asomó al rellano, quería huir de algún vecino acusador. Lo odiaban y no entendía porqué. Para compensar ideaba pequeñas venganzas depositando en sus puertas bolsas de excrementos, o vaciando el orinal en sus felpudos. «Querían guerra, pues la tenían».

Aunque aquellos «juegos inocentes» no lo distraían del paseo diario al parque. Una vez allí, se sentaba en el mismo banco, adoptaba la misma posición, con los brazos abiertos de cristo crucificado, y esperaba. Enseguida llegaban, al principio unos cuantos, más tarde varias decenas de pájaros picoteaban la comida que él había colocado sobre su cabeza, sus brazos y su regazo. Aquel viejito despertaba ternura a quien lo mirara, un halo luminoso envolvía la escena. Mientras, con los ojos cerrados, tocaba el cielo de su infancia.

66. El último de Filipinas

El 9 de marzo de 1974 Hiro Onoda se cuadró ante su superior en perfecto estado de revista: los jirones del uniforme, limpios y remendados; el fusil Arisaka, reluciente de grasa; el sable mellado, sin una mancha de sangre. Miraba al recién llegado comandante Taniguchi con la mezcla de sumisión e impaciencia del perro de presa que espera la orden de atacar.

—Entrega las armas, hijo —murmuró el anciano comandante—, la guerra ha terminado.

La expresión dejó de ser perruna y se hizo humana. Comprendió que los panfletos que hablaban de la derrota de su país eran ciertos y no embustes para minar la resistencia de los soldados imperiales. Atrás quedaban treinta años de razias en la jungla de Lubang, treinta y cinco filipinos masacrados, un compañero desertor, otros dos muertos y una encastillada soledad que no logró quebrar su determinación de cumplir las órdenes recibidas: hostigar al enemigo hasta que el ejército acudiera a rescatarlo. No levantó la vista, pero por sus ojos desfilaron la perplejidad, el desaliento y el desprecio.

Días más tarde, el soldado Onoda regresaba a un Japón que nunca volvería a ser su patria: el Japón de los que sí se rendían.

65. Resiliencia

 

En la entrada del metro, la chica del anuncio de perfumes le mira insinuante, inalcanzable desde su valla publicitaria. El músico callejero afina su vieja guitarra y prepara el agua para Leónidas. Empieza con «Imagine» , una apuesta segura. Poco a poco la gente se para. El perro ha tenido malas experiencias con los humanos y se esconde en la funda de la guitarra, que cobra vida propia animada por su respiración acezante. Cuando llega a «Dust in the wind» ya ha bebido dos cartones de vino y las prematuras luces navideñas empiezan a girar. El repertorio y el vino se acaban a la vez. Al recoger las exiguas monedas el músico recuerda un poema que le enseñó su padre, algo sobre un sabio que recogía las hierbas que otro arrojaba. «Siempre hay alguien peor que tú», piensa. Entonces el ruido que hacen sus zapatillas de muelles en las hojas secas le parece distinto, especial. Él tiene un amigo, su música y una habitación para dos en el Hotel California.
En el cajero una pareja joven le mira mal. Leónidas no tarda en dormirse, después de una vida en la calle, el clima de California le sienta de maravilla.

64. Una enigmática compañía

Sale del museo bajo una gabardina. Un retrato pintado sobre madera de álamo blanco. El retrato contiene una sonrisa. La sonrisa baja escalinatas de mármol y atraviesa puertas. Nadie detecta esa extraña silueta poliédrica.

El discretísimo ladrón deposita el botín sobre la mesa del oscuro apartamento. Lo contempla, extasiado. Trata de interiorizar el gesto de la mujer. Se diría que ambos se conocen desde siempre.

Entretanto, los falsificadores intentan colocar copias indistinguibles a millonarios distinguidos. Los responsables se encierran para investigar y digerir su vergüenza. Los parisinos se preguntan para qué cerrarán la jaula una vez el pájaro ha volado. Los periodistas resoplan al ritmo vertiginoso de sus máquinas de imprenta.

A lo largo de dos años, visitantes de todo el planeta acuden a observar el rectángulo cuyas esquinas custodian cuatro pernos desolados. Llegan atraídos por esa ausencia inconmensurable, por ese trozo de pared que ha dejado de sonreír.

Mientras, el inmigrante italiano continúa deleitándose con su obra maestra de compañía en la misma orilla del Sena donde la robó. Ignora que, al retener el retrato de su paisana Lisa Gherardinni, transforma este pequeño cuadro casi desconocido en un vórtice hacia el cual todos nos precipitamos desde entonces sin remedio.

63, EL INMORTAL

Lo que ocurrió fue sencillo: él sobrevivió y los demás no.
Despertó angustiado por una pesadilla: en ella, la cuarta luna de Wyrk estallaba y las pavesas de su combustión le asfixiaban. Pero, cuando salió al exterior, el planeta estaba realmente destruido, reducido a una oscura masa candente.
Tras un eón anhelando la muerte, subió al punto más elevado y se lanzó al vacío.
Mientras caía, le sorprendió su calma, su imperturbabilidad. Unos metros antes de llegar al suelo, el descenso se detuvo. Quedó flotando y comenzó a desplazarse paralelo al terreno. Volaba sin pretenderlo. Descubrió que podía acelerar hasta volverse invisible. Se precipitó contra un descomunal mogote con la intención de matarse, pero, tras atravesar su espesor, salió ileso.
No sentía dolor. Apenas notaba su cuerpo.
Pensó que, volando hacia el espacio, abandonando la atmósfera de su planeta y perdiéndose en el Universo, tarde o temprano, moriría. Y se lanzó a tal velocidad que viajó durante eones.
Mientras surcaba el cosmos, descubrió dos cosas. La primera y más evidente: que no moría ni envejecía. La segunda fue tardía: un amanecer, a lo lejos, vio algo insólito: un pequeño planeta azul.

Oyó lamentos remotos y sintió que allí le necesitaban.

62. UNA CUESTIÓN DE PODER (Rosalía Guerrero Jordán)

Las humillaciones estuvieron presentes casi desde el principio. Los gritos llegaron después. Al final, los golpes consiguieron hacerla callar.

Y mientras recorría ese camino su vientre se convirtió en un nido de diminutos seres humanos, condenados a ser tan desdichados como ella hasta que por fin echaban a volar.

«Una mujer debe obedecer a su marido». Aquella bestia le escupía las palabras ante cualquier conato de rebelión: un cambio de peinado, un vestido nuevo, el germen de cualquier pensamiento subversivo.

Ella le pertenecía, y también los mechones de pelo que le arrancaba, y las lágrimas que empapaban su almohada, y los huesos quebrados sin querer.

Pero ya no.

Ahora él yace entre sábanas limpias, envuelto en un leve tufo a orín. Es el frágil esqueleto de un hombre que fue perdiendo las fuerzas sin saber muy bien porqué. A pesar de todos los cuidados que su esposa le dedicó desde el principio de su extraña enfermedad.

Ella se acerca al lecho, solícita, con un nuevo fulgor rojizo iluminando sus pupilas.

«Tómate la pastilla, cariño. Te prometo que ya no te va a doler nunca más».

61. Señales de perdición

          Simón baja cada noche de la columna para andar sobre la arena del desierto y poner en circulación la sangre de sus piernas, comerse una penca de algún cactus, y sobre todo, para pillar la señal wifi de los dispositivos electrónicos que llevan los aventureros que suelen acampar por allí, por el oasis donde la cobertura es magnífica, porque él es asceta, y muy asceta, pero no perdona un First Dates o un Barcelona-Madrid, o sea, que es un farsante y tiene a todo el mundo engañado con su penitencia, hasta que lo han descubierto y la noticia ha llegado a todos los rincones del planeta por culpa del maldito internet. No ha tenido más remedio que reconocer que ha sido débil, que ha sucumbido a la tentación, pero que va a anular la cita que le habían preparado con una tal Magdalena de Damasco para el jueves en horario de máxima audiencia porque su intención siempre fue rehuir del ser humano y así será; en consecuencia, apoyado en un báculo, ha puesto rumbo a la caldera de un volcán, a ver si allí es verdad que no llega ninguna señal.

60. Demasiado tarde (Juana Mª Igarreta)

Aunque todavía nadie ha logrado verlo de cerca, su escurridiza presencia está generando gran inquietud en el pueblo, ocupando cada vez más espacio en la mente y vida de los lugareños. Los rumores no cesan: que si no está claro si es humano o se trata de una bestia, que si se oculta en las proximidades del río, que si lo han visto merodeando por las huertas al acercarse la noche…

Es tal la alarma generada entre los vecinos que han acordado que ningún menor salga solo a la calle, y que todas las puertas y ventanas estén permanentemente cerradas.

Ante lo insostenible de la situación, un grupo de avezados cazadores ha decidido por su cuenta salir en busca y captura de la peligrosa alimaña.

Todavía no ha amanecido cuando fray Tomás recoge su hatillo dispuesto a recuperar la confortabilidad del convento. Tras haber deambulado durante días de cueva en cueva, ninguna se acomoda a sus maltrechos huesos. Piensa que es demasiado tarde para emprender una vida de auténtico eremita. La bala en el pecho se lo confirma.

59. El carnicero (Ana María Abad)

Deambula por los pasillos desiertos arrastrando los pies sobre el polvo de tantos años. Abre una puerta tras otra: todos los cuartos están vacíos, tan sólo quedan las telarañas que cuelgan de las vigas del techo. Una de ellas tiembla con un soplo de aire fresco que se cuela por alguna rendija invisible. Él arruga la nariz: no le gusta ese aroma primaveral que inunda el jardín, ahora sofocado por las malas hierbas; prefiere los efluvios que imperaban antaño: la mezcla de formol, sangre y miedo que tanto le excitaba, que le hacía sentirse un dios con poder para indultar o para destruir, aunque esto último era siempre lo preferido. Por eso le llamaron monstruo, bestia maldita, y le dieron caza como a una vulgar alimaña.

Llega ante la última puerta, su mano vacila sobre el picaporte, sabe lo que hay al otro lado: sus huesos blanquecinos amontonados en un decrépito catre, envueltos en los jirones de lo que fue su elegante uniforme. Da la vuelta y reinicia el recorrido, su eterna condena, siguiendo sus propias huellas invisibles sobre el polvo del corredor.

Nuestras publicaciones