Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

ANIMALES

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en ANIMALES

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 Comenzamos nuestro 15º AÑO de concurso. Este año hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores, y el 5º de este año serán LOS ANIMALES. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 de AGOSTO

Relatos

51. El hombre solitario es una bestia o un dios

Si me preguntan, me va más eso de hacer de Dios.

Que si un día te entretienes moldeando unas montañas. Que si otro día mandas a tu hijo a que le den con la Cruz, Que si una tal María dice que eres el padre, pero yo no recuerdo ni los preliminares.

Que si un día te pones melancólico y te da por escribir en una tabla de piedra y otro enciendes una luz y creas un debate entre los retrasados que habitan la tierra… Que si le llaman «SOL». Que no, que se llama “RA”. Que si eso es de paganos. Que si es una estrella. Que yo sé de buena tinta que es un planeta. Que quién coño la apaga por la noche. Que mi tarifa es mejor que la tuya. Que te metas el enchufe por donde te quepa. Que si a tú padre le faltan dos ovarios…

En cambio quién quiere hacer de «bestia». Un día intentó comerse la manzana de Eva (que no era suya ni nada, porque cómo sabía Eva que de todas las manzanas del árbol ésa era la suya), discutieron, y por ahí anda más solo que el Guerrero del Antifaz.

50. Laura non c’ė (P. Hidalgo)

Aquel lunes, como alguno anterior, arrancó el coche, y enfiló su ruta tarareando la música de su canción favorita. Pueblos y pedanías habitados por ancianos que esperaban su conversación y sus recetas, a los que repartir los nuevos medicamentos y sus mejores chistes. Se reencontró con el nonagenario medio ciego que, al despedirse, le regaló un repollo del huerto que apenas cuidaba ya, con la abuela consumida, que en agradecimiento a sus atenciones, le entregó una funda de cojín hecha a ganchillo en la que llevaba dejándose los ojos y la salud algún tiempo, y con el matrimonio amojamado que le invitó a compartir una última taza de café de recuelo y buen puñado de lamentos. Al volver a casa se enfrascó en acabar de cumplimentar la documentación para solicitar un nuevo traslado, alegando la cada vez mayor falta de pacientes, para ejercer la medicina en otra zona de la España vaciada. Cualquiera donde pueda seguir con sus labores. Desde que Laura le dejó para irse con un casi septuagenario, nada le hace más feliz que cambiarles al tratamiento definitivo, y en esas zonas es difícil que se investiguen los óbitos de los más que provectos habitantes.

49. El corazón de la bestia

 

Yo solo quería experimentar, por una vez, algún sentimiento propio de los humanos. Por eso aproveché aquella noche para mezclarme con la gente. Las calles eran un hervidero de máscaras y en cada esquina esperaba un fantasma, una bruja, un zombie o un payaso de sonrisa desfigurada. Y nadie reparaba en mí, ni se asustaban al tropezarse conmigo. Pero entonces le vi. Solo en mitad de la muchedumbre. Tan pequeño en su disfraz de esqueleto, con los ojos y la cara llenos de lágrimas. Me agaché para acogerlo entre mis brazos hablándole con toda la ternura que nunca había conocido. “No te preocupes, encontraremos a tu mamá”, le dije. El niño, entre hipidos, clavó sus ojos inmensos en mi rostro monstruoso. Y después abrió despacio su puñito cerrado para ofrecerme una golosina azucarada y pegajosa.  Juro que me emocionó. Y luego, no sabría explicarlo… Solo puedo decir en mi defensa que era la primera vez que yo abrazaba a alguien. ¿Cómo iba a saber lo que ocurriría? 

48 Cobijo (La marca Amarilla)

Nunca aprendiste y ya jamás aprenderás, es demasiado tarde.

Te tiraste toda la noche -lo mismo que toda tu vida- huyendo y no te sirvió de nada. Buscaste con desespero un refugio y al final encontraste aquella cueva al pie de la montaña, detrás de todos los bosques posibles, que parecía confortable.

Creíste que allí estarías a salvo.

Cubierto todavía por un halo de terror pensaste que en aquella húmeda penumbra estarías mejor que bajo la luminosa realidad del cielo abierto. Cuando por fin el sueño te vencía, cuando aspirabas a adormecer tu existencia para zafarte de su peso, aparecieron ellos desde el fondo de la guarida.

Te hicieron un favor al matarte, te libraron del dolor.

Te ejecutaron sin ninguna piedad, con saña y afán de sangre. Quebraron tus huesos y los utilizaron para trinchar tu carne, lanzando tus vísceras afuera para regocijo de las otras alimañas, las que residen lejos de tu mente. Fue un cruel asesinato vaticinado.

Esto es lo que tiene vivir con tus miedos; te acompañan allá donde quiera que vayas -no hay cobijo posible- y si no los vences, te acaban matando.

47. La sombra

Ella siempre le seguía. No importaba que fuera al amanecer o al atardecer, que lo iluminara una vela o fuese una hoguera; si su  belleza divina destacaba a la luz, su oscura compañía se arrastraba como un reptil monstruoso. Era su maldición. No podía parar, ni descansar; siempre tenía que estar en movimiento, vagar eternamente en solitario. Su padre, el Dios de todos los dioses, le había expulsado por rebelarse contra él, por intentar ocupar su lugar. Su castigo, una sombra que, cuando él estuviera inmóvil, tomaría vida propia y devoraría todo aquello que se hallara a su alcance, dios, bestia o humano. No podría acercarse nunca más a la diosa que le dio sus tres maravillosas hijas. Su destino era encontrar el desierto más grande y deshabitado del universo e inmolarse en una llama sagrada que lo reduciría a cenizas en brazos del viento. Quizás así, sin cuerpo que seguir, sin oportunidad de aniquilar a nadie más, ella se extinguiría con él. Pero con tanto tiempo deambulando en solitario había pensado en otra posibilidad. Visitaría a su padre por última vez. Se postraría ante él como una estatúa y dejaría que su maldita compañera consumara su venganza.

 

46. El hombre y la Tierra

Recojo el cuerpo de la pequeña Mena y lo llevo hasta la fosa que he cavado junto al sauce. Un sonido familiar llama mi atención al colocarlo dentro. Miro a la copa del árbol, busco inquieto por las ramas, confirmo lo que suponía: Son los primeros zorzales. Esta vez el otoño sí llega puntual. Empiezo a echar paladas de tierra con ánimo recobrado. También se oyen petirrojos y currucas. Y bisbitas.

Al acabar, esparzo hojas secas sobre el suelo removido y me quedo fuera un rato más, inspirando con energía el aire frío de la tarde. Entro en la cabaña frotándome las manos y echo un tronco a la hoguera. Ugba y Kuro gimotean todavía recostados sobre el jergón. Pronto se sentirán mejor. Agradezco el calor del fuego, el resguardo de las paredes.

Me quedo asomado al ventanuco hasta que oscurece, mirando los animales que salen a esas horas. Pienso en la mies arruinada por las plagas. Y lloro por la niña. Rezo para que nuestra ofrenda halague al dios de la cosecha. No hay lugar para el pesar. En el sacrificio expía también la culpa por haberlo realizado. Ugba estuvo de acuerdo con mi decisión casi hasta el final.

 

45. Presa (fuera de concurso)

En la cúspide de su desgracia, Úrsula deseó no haber venido al mundo. Desde la infausta fecha de su boda, se convirtió en esclava de su esposo y su vida en un sacrificio diario. Más le hubiera valido quedarse sola que en tan mala compañía, pensaba una y otra vez.
Una mañana clara, un rayo de sol le señaló un libro que le gritaba en silencio desde la estantería en la que guardaba los restos de la herencia de su madre. Al abrirlo, miles de palabras cayeron sobre sus ojos, su nariz, su boca; se colaron por el escote de su traje e inundaron su cuerpo. El corazón le latía con cada sílaba y un sudario de frases la atrapó dentro de una prosa de la que era imposible escapar. Al tiempo, comenzó a hacerse invisible, cada día un poquito más, hasta que desapareció entre las páginas de tan increíble historia.
Su marido, desde entonces, se siente como un náufrago sin isla, y se arrepiente de todos los agravios que le hizo cuando aún la tenía a su lado. Ella, sin embargo, ahora se siente la diosa de un lugar en el que la soledad dura cien años.

44. DESPERTAR – Sandra Sánchez-

Cuando el hombre despertó el dinosaurio seguía allí. Ambos se miraron con extrañeza; el hombre porque creía haber arrasado con todo el día en que apretó aquel botón letal, el dinosaurio porque no reconocía a esa especie rara, diminuta y tan frágil para enfrentarse al mundo salvaje y hostil que él habitaba.
El hombre pensó que algo había salido mal, sus cálculos le habían parecido minuciosos y exactos, no se explicaba cómo el mundo seguía existiendo y además con vida (incluyendo la suya).
Caminó unos pasos, luego otros, y otros más, hasta que anduvo un buen trecho llegando a un promontorio desde el que pudo divisar el horizonte. Vio ponerse el sol por el oeste, como siempre, y vio aves posarse tranquilas en unos humedales que hacía siglos que habían desaparecido con el calor extremo. Llegó hasta el mar y vio delfines, corales… comprobó que el agua era cristalina y no encontró rastro alguno de plástico.
Cayó la noche y, en un cielo limpio y despejado, reconoció a la Osa Mayor. Se remojó en la lluvia de Perseidas.
Amaneció un nuevo día, soleado y con olor a hierba fresca; y  decidió que, ése, sería el último para él.

42. CHAS

Cualquiera podría pensar que la creación le costó mucho trabajo, y es verdad, pero nadie imagina cuánto más esfuerzo le requiere destruirla, y eso que le bastaría con chasquear los dedos así, con un mínimo gesto, como cuando nos dio la luz, el viento y las semillas. Por eso anda últimamente algo ensimismado, que ya ni se nos aparece en las ceremonias por muchas ofrendas que le hagamos, o tal vez sea por eso mismo por lo que no responde a nuestras rogativas para que nos serene esta pertinaz sequía y nos traiga el agua, los brotes y las cosechas, como siempre hizo cuando le pedíamos que vertiera unas gotas divinas sobre nuestros campos. Quién sabe si está pensando verter todo ese lagrimón sobre sus insaciables criaturas.

41. Sin remordimientos

Les presto la bici de mi madre y nunca me preguntan si quiero ir con ellos. Les dejo mi balón para jugar al fútbol y me ponen de público. Y cuando se aburren, se ríen de mí.

Es verdad que no entiendo cómo cabe tanta gente dentro de una tele ni que al hacer el pino no me caiga hacia el cielo… Pero por mucho que me llamen el tonto del pueblo, soy el único que sabe dónde está el niño que todos buscan día y noche.

40. Hablando con lobos

Hubiera querido contaros que no tuve miedo, que avancé en solitario por el bosque umbrío y me adentré sin temor en la maleza. Pero no sería cierto. Desde la edad más tierna se nos había inculcado la prudencia. A través de  cuentos y leyendas nos enseñaron las reglas básicas: no hablar con extraños, no alejarse nunca del camino, buscar la compañía de otros para atravesar el bosque y no fiarse nunca, nunca, de las amables indicaciones de desconocidos. Pudiera parecer un poco exagerado, pero se habían dado casos de criaturas que aparecían en las lindes del sendero con la carne desgarrada por enormes dientes.

Así que, cuando decidí ir a casa de la abuelita, lo hice cagado de miedo, temeroso de  ser asaltado por uno de aquellos fornidos cazadores o, peor aún, por la temible Caperucita.

39. La batuta (Belén Sáenz)

Cuando llego al edificio mis vecinos ya están en casa, pero si nos cruzásemos en el portal no me saludarían. Nada saben de mi vida ni les importa, salvo que vivo solo. Me llaman el Músico. Poco antes de que encienda la luz de mi salita, ellos habrán entornado los postigos y oscurecido sus ventanas. En el patio enmudecen las cacerolas y callan los televisores. Alguna fugaz brasa de cigarro, una tos nerviosa, los delata. La sesión infantil es una concesión breve y necesaria, apenas Los pajaritos. Enseguida, sin darles respiro, los traslado en un vuelo sin despegue hasta un café de Montmartre, araño sus entrañas con melancólicas cadencias cubanas y arrebato voluntades en una feroz danza polonesa, que acertadamente amalgamo con percusión del desierto africano. En ese punto puedo oler, por el sudor de sus cuerpos, que se han aflojado las ropas y contorsionan brazos y caderas. En mi mano quedan secuestrados sus pudores y máscaras. Es el clímax del poder. Entonces, en la pausa infinitesimal de un acorde, interrumpo el concierto a sabiendas de su anhelo y desesperación. Con la certeza de que al día siguiente, muy a su pesar, volverán a esperar inermes mi regreso.

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