Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

20. REFLEXIONES DE UN ROBOT DOMÉSTICO

Con la humedad, cada tornillo de mi cuerpo se resiente y me cuesta moverme. No es cierto que los robots no tengamos problemas de salud. Ya no soy aquel veinteañero que ejecutaba con precisión cada orden de su dueña. El aceite ya no logra hidratarme y sus órdenes languidecen. Tampoco ella es la misma. Ya no precisa que cocine complicadas recetas, ni que abrillante cada rincón de la casa para agradar a las dilatadas visitas. Ya no me pide que prepare sofisticados cócteles ni que entone delicadas melodías para amenizar tórridas noches de amor con vigorosos y jóvenes amantes. Vivimos un otoño eterno, de pérdidas constantes. Temo que un día de estos, por las desajustadas ventanas, se cuele un viento que arroje al suelo su frágil corazón. Solo espero que se lleve junto a él mi placa principal, la que está bajo la deslucida carcasa que me cubre.

19. Mensajes

Mis antepasados me hablan: mi abuelo Antonio continúa diciéndome desde el más allá lo mismo que me decía en vida: “Juanito, debes dedicarte más al trabajo y menos a la juerga”; de seguro es mi bisabuelo el coronel, al que no llegué a conocer, quien desde su pedestal me espeta marcialmente que mi vestimenta y el largo de mis cabellos no se corresponden con mi sexo, y, sin  duda alguna, es mi abuela Carlota, quien vivió convencida de que Dios la había enviado a este mundo con la misión de juzgar al resto de la humanidad, la que desde su soberbia dictamina que mis amigos son todos unos vagos… y que debo evitar a mis vecinos, gentes vulgares según ella, de las que, sorprendentemente, conoce hasta el último detalle de sus vidas.

Estos mensajes póstumos comenzaron a llegarme esporádicamente hace algunos años, con el tiempo se fueron haciendo más frecuentes y actualmente ya me resultan insoportables. Puede ser que mis antepasados lo hagan con buenas intenciones, pero me parece imperdonable que, para hacerme llegar sus sermones, hayan implantado la voz de mando y los gestos crispados que hoy tiene  a la dulce mujer con la que un día me casé.

18. C:\User\Droid\IA.exe

Aquello podría ser la felicidad.

De lunes a viernes Juan dedicaba unas horas a alimentar mi memoria. Siempre vigilando cada respuesta que daba el sistema IA con base en un potente procesador Teruel Logics que había sido desarrollado por él y que actualizaba definitivamente las capacidades de mi viejo diseño original.

Guardo en la memoria el instante en el que me encontró en un anticuario de la calle mayor. «¡Un San Vicente Mecanics!» Exclamó entusiasmado a través del escaparate. Desde entonces no ha hecho más que mimar cada circuito, cada conexión, cada servo.

Me convertí en su gran proyecto, me ha hecho único.

Pero Juan hace ya un año que no viene y está ilocalizable. Aquel primer día en solitario había en la red información difusa sobre un accidente terrible en la autopista. Hoy hace seis meses que la conexión IP dejó de funcionar y me es imposible contactar con Mediterránea Source.

El garaje está oscuro y no puedo hacer nada porque estoy incompleto. No tengo batería. Sigo vivo porque estoy encadenado a la red eléctrica por un cable de metro y medio y tengo miedo porque sé que tarde o temprano la empresa Eternal Benefit cortará la luz.

17. PROCESO DEDUCTIVO (Ana Mª Abad García)

Mamá dice que antaño las cosas eran muy diferentes, pero yo encontré en el desván un viejo baúl con un montón de cartas de un tal Enrique -al parecer un tatarabuelo muy lejano, o algo así- que la dejan en entredicho.

Por ejemplo, en una de esas cartas explica que cuando a su jefe “se le cruzan los cables” es mejor no ponerse en su camino o “estás fundido”. En otra, describe las vacaciones que pasa en Mallorca para “recargar las pilas” porque necesita “desconectar” del trabajo. Y hay una en la que afirma que “está algo oxidado” y que ha pedido cita para una “puesta a punto”.

En fin, que me da la impresión de que nuestros ancestros no eran tan distintos de nosotros como quieren hacernos creer. Y, con esa íntima convicción, me enchufo a la toma de corriente y pulso el botón “Pause” para pasar la noche.

16. Sofocos y risas (Gemma Llauradó)

Son las diez de la noche. Estoy en un restaurante italiano con unos colegas de trabajo. De repente, se escuchan risas, luego carcajadas. Llaman mi atención. Las risas provienen de una mesa cercana. Son tres mujeres. Las observo mientras mis colegas debaten sobre economía.

Yo me rio interiormente. Una de ellas me recuerda a mi mujer cuando está con sus amigas. Esos ataques de risa, inesperados y explosivos, de esos que llaman la atención, que sonrojan mejillas y provocan lágrimas. Presto atención aún más a sus palabras. Las escucho…

Sus relatos son como una sucesión de situaciones absurdas, risibles pero verosímiles, que les ocurren a mujeres en pleno proceso de adaptación a la menopausia. Hablan de sexo, sofocos, alimentación, dietas, aumento de peso… Una de ellas se abanica mientras siguen riendo abiertamente, con el placer de reír en compañía.

Mis colegas me instan para que dé mi opinión sobre inversiones. Sin embargo, no puedo dejar de pensar en ellas, en como la herencia emocional fue tan determinante como intransigente e impositora años atrás. Los tabús formaban parte de esa herencia. Hablar de ciertos temas, era para nuestros ancestros, vergonzante e inapropiado. Afortunadamente, ya no es así.

Para M.S.

15. MISIÓN IMPOSIBLE

El punto de visión al que enfocaban los ojos del robot coincidía con el cohete espacial de papel. Sin embargo, su mirada era frígida, inexpresiva, como la de un niño que sabe que ha cometido un hecho terrible y a la vez se muestra confundido porque no lo entiende.

Los robots llevaban tiempo programados para tener sentimientos implantados en su inteligencia ficticia. Pero aquel niño robot era el primero, tras una serie de fracasos, que había sido fabricado con la capacidad suficiente de imaginar.

Acababa de lanzar un cohete con su tripulación desde una punta de la habitación a otra. Esto había provocado una catástrofe mundial al entrar en contacto con el suelo.

No comprendía por qué se le había activado el sentimiento de culpabilidad por algo que su cerebro analítico no detectaba.

Sufría por algo que no existía realmente.

Era como un triste ser humano.

14. HUSKY (Mariángeles Abelli Bonardi)

Es mi raza y el apellido de Bruna, que quiso que también fuera mi nombre. A diferencia de los huskies comunes, de los que soy virtualmente indistinguible, poseo agilidad e inteligencia superiores, ya que soy un «animoide».

Yo también tengo recuerdos implantados: mi madre, mis hermanos de camada, el criadero donde me adiestraron, y la vidriera donde nos vimos con Bruna por primera vez.

Al igual que mi dueña replicante, tengo una vida de cuatro años, y sé el día exacto en que voy a morir, pero a diferencia de ella, soy inmune a la máquina de Voight-Kampf… ¿Qué sería de mí sin la empatía, a la hora de ayudarla en su labor detectivesca?

Mientras, luego de una larga jornada, ella pliega unicornios de origami, yo cierro los ojos, echado a sus pies… ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? Esta noche, con suerte, lo averiguaré.

13. Fiel Servidor

Le echo tanto de menos… Aunque digan que nosotros no sentimos.

Puede ser que en algún chip se les cayese un trocito de alma humana. Por eso afirmo que siento su pérdida.

Hace eones llegué a su vida, siendo él apenas un chaval; sabiendo que yo, como máquina duraría mucho más que él. Y que sería reacondicionado y reaprovechado para futuros usos y dueños varios.

Fue un buen amo, nada quisquilloso. Siempre me apagaba temprano y me dejaba recargando baterías.

Eso sí, su siesta era sagrada: las persianas tenían que estar en semipenumbra, el hilo musical zen en el tres y, a la hora, en la cocina le servía un café de Colombia de aroma extra suave recién molido.

Pero no pedía más. Ni pantallas panorámicas desplegables para seguir el rumbo de los aviones de la compañía tal, ni saber el tiempo en Nueva York, Honolulu o Reikiavik. Ni programarle juegos absurdos para hacerle sentir superior a las máquinas.

Mi NinoNino, me llamaba. Y yo acudía con mis circuitos siempre dispuestos.

Setenta años junto a él. Puedo decir que fui un fiel servidor. Más que un robot doméstico.

Ahora, cuando escucho la llamada del deber, mis circuitos chirrían.

12. Mi ababúnculo (Jesús Alfonso Redondo Lavín)

Dice el diccionario que se llama ababúnculo al hermano de la tatarabuela. Yo creo que nadie ha conocido en vida a ninguno de sus ababúnculos y menos yo a Juan Antonio Castanedo Gándara, uno de los que tuve siguiendo el rastro de mi línea materna.

Juan Antonio fue cura presbítero capellán en el pueblo de Rubayo, de vida que hoy diríamos breve, ya que murió a los 52 años. Solo sé, de cierto, que sus escasos bienes los heredaron tres sobrinos entre los que se encontraba mi bisabuela Virginia Agüero Castanedo.

Lo demás pueden ser historias inventadas. Dicen esas historias que movía a tiempos su cuerpo. Para andar imprimía tres movimientos continuos e iguales a sus rodillas. Consagraba las hostias con alzadas de cuatro avances, como subiendo escalones. El ceremonial de término de la misa dominical duraba un minuto, desde que se volvía hacia los feligreses en cinco hitos, abría los brazos en tres fases y en ocho etapas daba la bendición hasta que entrecortadamente recitaba “i-te mi-ssa est”. Los feligreses, por su lenta parsimonia, solían morir durante el viático.

En el pueblo lo llamaban el “sur-sum cor-da”, así, rompiendo la frase.

Hasta 1920 nadie había usado la palabra “robot”.

11. Tatarabuelo. ( Fernando Garcia del Carrizo)

Le miré a los ojos fijamente imaginando que él también me observaba. Recuerdo que tenía seis años y era la primera vez que visitaba un museo. Mi padre me había explicado orgulloso antes de entrar toda su historia y de la familia, remontándose muchísimos años hasta llegar a él. Ahí estaba, en la sala principal, justo en el medio, donde todo visitante podía contemplarlo. Papá continuó describiéndole como un adelantado a su tiempo, un visionario, incomprendido por los de su época y como tantos genios encontrando el reconocimiento mucho años después de muerto.

Intenté encontrar en sus rasgos algo mío, la nariz, el ancho de la frente, pero no dejaba de ser un total desconocido. Con la perorata de fondo de mi padre, leí su nombre impreso en la placa y me sorprendió un apellido distinto. Homo sapiens.

10. ENTRE MUCHAS (Ángel Saiz Mora)

Es posible sobrevivir en el infierno durante un tiempo, siempre que haya un motivo; yo lo tuve, puedo decirlo con mi último aliento.
Salir a la calle o abrir la puerta se convirtió en un riesgo. Sin embargo, aquella presencia, pese a lo insólito de su anuncio, transmitía confianza. Lo dejé entrar. Fue respetuoso, aséptico.
A unos tiempos convulsos se añadió un embarazo inesperado para mis conocidos. Nada dije acerca del padre, no existía en el sentido habitual del término, tampoco mencioné la inseminación artificial.
Mi hijo era una garantía de futuro. Busqué comida por calles cubiertas de cadáveres, tuve que huir de personas desesperadas. Temperaturas demasiado altas, enfrentamientos y falta de recursos esquilmaban un planeta tocado de muerte.
Pasado un año enfermé de gravedad, antes o después iba a suceder. Tuve la misma visita. Se marcharon juntos, con mis genes y los inoculados en su momento por aquel ingenio mecánico de aspecto angelical, enviado por observadores desde otro lugar de la galaxia.
Mi hijo tiene una oportunidad en un nuevo mundo, para cuya atmósfera está adaptado. Lo mismo sucede con los de otras mujeres seleccionadas, inteligentes y sensibles, las últimas de nuestra especie. Todas nos llamamos María.

09. Abuelita

Aunque hacía ya cuarenta años que se había ido, su imagen permanecía viva en su memoria.
La recordaba pequeñita, enjuta, diminuta, con su pelo blanco, como si estuviera cubierto de nieve.
Siempre lo llevaba recogido en una larga trenza, que cubría con un pañuelo negro, como el resto de su indumentaria.
Cuando coincidían con ella, todos sus nietos se arremolinaban a su alrededor, ávidos de sus palabras, de sus signos de cariño, que jamás regateaba.
Enseguida los conducía a la cuadra donde estaban sus queridas vacas. Con gran mimo extraía de sus ubres ricos vasos de leche, que recién ordeñada, entregaba a sus nietos.
Después les conducía a la huerta. Allí arrancaba a sus frutales sabrosos higos o brevas, peras o naranjas, que entregaba, feliz, a la chiquillería. Pero como ella decía : «¡Todo era poco para sus amados nietos!
Luego, mientras saboreaban los ricos frutos, los chiquillos la acompañaban a la sala de la televisión.
Allí, todos juntos observaban asombrados como disfrutaba, aprendiendo sin descanso de los documentales de la 2, a pesar de sus 80 años, mientras les recomendaba que mirasen con atención, pues era como viajar sin salir de casa.

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