Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

BLANCO Y NEGRO

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en BLANCO Y NEGRO

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán relatos que desarrollen el concepto BLANCO Y NEGRO. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE DICIEMBRE

Relatos

86. Un verano diferente. (María Inclán)

Os juro por mi vida que yo nunca me había fijado en los pechos de mi tía. HASTA QUE LLEGÓ FEDERICO, mi primo. Nos habían enviado al pueblo a pasar un mes con nuestros parientes como años anteriores desde que tenía uso de razón.

Sentados a la mesa sentí un codazo y su mirada se dirigió a los montículos de mi tía.

Mi tía llevaba un vestido ligero con escote pronunciado. Al servirnos en nuestros platos la apetitosa ensaladilla parecía que un pecho se le fuera a salir. Quedé petrificado, casi sin aliento,  me resulto extraño comprobar que por primera vez veía diferente a mi tía, la verdad era guapa y nunca lo había percibido.

Recibí una colleja de mi tía.

Te has quedado atontado, ponte a comer. 

Me sonrojé esperaba que no se hubiera dado cuenta donde llevaba rato mis ojos posados.

85. Cuidado con lo que deseas

En el centro comercial me paro a mirar el pesebre, donde lucecitas cambiantes de colores chillones parecen molestar hasta a las figuritas. Me tienen asqueado con tanta modernidad. Ya ni las tradiciones son lo que eran… Cuánto me gustaría estar allí, en esa época con una vida más sencilla, menos alejada de la naturaleza.

De repente noto como un desvanecimiento, seguido de oscuridad. Ha cesado el hilo musical y huele mal. Intento abrir los ojos y vislumbro, a través de unos agujeros en la techumbre, un cielo lleno de estrellas, entre las que destaca una muy brillante con una larga cola.
Esto no me puede estar pasando.
Trato de ampliar mi campo visual. Distingo a un hombre con túnica y barba.
¡No jodas que seré el niño Jesús!
Aún con el cuerpo entumecido, oigo el llanto de un bebé. Se me quita un peso de encima.
Entonces entiendo que he sido castigado por mi comportamiento con las mujeres. Pero, ¡no era tan grave como para ser la virgen!
Se me acerca José con cara de preocupación. Debo tener una expresión de susto mayúsculo. Por fin puedo mover la boca. Y cuando quiero decir algo para tranquilizarlo, solo consigo rebuznar.

84. Rosa Blanca

Nos vemos pronto”. Esto decía la nota que encontró deslizada en la ventana de su habitación. En el alféizar había una rosa blanca hermosa, floribunda descubriría más tarde que era como se le llamaba a las de su tipo. Sabía de quién era el regalo como sabía que la misiva decía la verdad.

En ese entonces eran jóvenes pero estaban profundamente enamorados. En realidad, ella había caído primero, pero lo quería con tanta fuerza que básicamente había obligado al universo a inclinar el corazón del muchacho a su favor. Pícaro como era, tenía la maña de sorprenderla con gestos como este. El mensaje era claro, ni su padre ni nada iban a detenerlo de verla y se lo estaba asegurando.

Aquellos días habían quedado atrás hace mucho, pero la emoción por volver a verlo persistía inmutable. No sabía nada de él desde que había partido, meses antes.

Como cada mañana fue hasta el buzón, lo abrió y esta vez encontró dentro una carta. Con el corazón en la boca y conteniendo el aliento bajó la cabeza, abrirla era muy difícil. Junto a sus pies, desapercibida hasta ahora, una rosa blanca. Rió aliviada. Ya sabía qué encontraría en la carta.

83. Sorpresas de la luz

Cuando la mañana ilumina a la abuela, le veo unos grotescos pelos brunos en la cumbamba.
Ella me dice que son las babas del diablo y que al mediodía desaparecerán.
En la tarde, no están ya los pelos.
En la noche veo brillar al diablo en los dientes desportillados de la abuela.
Ella me consuela diciéndome que no me preocupe que ese diablo es de juguete y sus dientes son de caucho.

82. Otoño dulce

Cuando lo vimos por primera vez, rebuscaba en el contenedor de al lado de la casa rural que alquilamos en verano. «¡Mira, papá! ¿Podemos quedárnoslo? ¡Porfa, porfa!», me rogó Luis poniéndome ojitos mientras lo señalaba dando pequeños saltos en el sitio. Bien sabía que yo era más fácil de convencer que su madre. Me estremecí porque se parecía mucho al que habíamos perdido pocos meses antes. Igual de flaco. Aunque, antes de poder decir ni sí ni no, había huido alarmado por la voz chillona de Luis, a cinco años —como mínimo— de empezar a resultar agradable. Intenté alcanzarle, pero se escabulló entre la maleza, arropado por la oscuridad. Por si regresaba más tarde, dejamos comida al lado de la cancela abierta. Al día siguiente, en el porche. Al tercero, agua, mantas. Una semana más tarde Luis y él ya eran inseparables. Así que, como no podía ser de otra forma, cuando acabó el verano, nos volvimos pletóricos con nuestro nuevo abuelo a la ciudad.

 

81 Mi vecina (Pablo Cavero)

Míster Mártin, así me llamaba siempre mi vecina, con su inconfundible deje británico y colocando el acento tónico en la vocal equivocada de mi apellido. Una anciana con una educación exquisita, forjada desde pequeña en la cultura de las estrictas normas de la nobleza inglesa. Peripecias que fue relatándome poco a poco con un brillo especial en su rostro, acrecentado cuando hablaba de un gran amor oculto. Carecía de familia en la ciudad y quizá por eso agradecía tanto los ratos de mi compañía. Creo que me trataba como a ese hijo que nunca tuvo.

Cuando los médicos determinaron que su vida tenía una fecha de caducidad no muy lejana, decidió regresar a su tierra natal. En su despedida me dio una caja con varios diarios de su juventud. Tras leerlos durante varias semanas, la primicia que encabezada todas las noticias internacionales no me extrañó.

“Institutriz de origen español pudo haberle dado un hijo secreto al entonces príncipe heredero y hoy rey octogenario aquejado de una grave enfermedad”.

80. Todo el mar

Ahora incluso me hace gracia, pero cuando Juanito me dijo que el ratón Pérez no existía muchas cosas perdieron sentido para mí. Fue como retirar un naipe del castillo de la fantasía, uno equiparable a una viga de carga, para acto seguido verlo desmoronarse entero arrastrando en su caída asuntos como la magia, el misterio, la aventura y todos los personajes de cuento y los mundos extraordinarios en los que sus historias tenían lugar. Me lo dijo al salir de la escuela, y la imagen de su sonrisa mellada y triste me acompañó durante el camino a casa como preludio del desencanto que habría de encontrar al llegar. Nada más entrar en mi cuarto, en efecto, comprobé que la gamuza de la realidad lo había dejado impoluto de polvo de hadas. Estuve mirando compungido aquellas figuras absurdas que llenaban los pósteres de las paredes. Y rebusqué luego con desgana en el baúl de los juguetes. Ogros, magos, duendes, ninfas, brujos, dragones… A veces detenía la atención en alguno de ellos, hacía unos cuantos pucheros y lo lanzaba luego por encima del hombro. Tal vez por costumbre, aunque sin esperanza alguna, me llevé al oído mi vieja caracola.

79. ¿Cómo están ustedes?

-Bieeeen. Responden cientos de voces entregadas a la diversión una tarde más.
Y como estoy yo, nadie pregunta. Bajo la pintura de sonrisa eterna se esconde la tristeza de la soledad, ésa que va pesando cada día un poco más. Anclado como un viejo barco que sobrevive sin olas ni marineros, va marchando la vida sin darme cuenta, que cada vez me queda menos recorrido.
Siempre el mismo número: tropiezo con la piedra de cartón, me caigo dando una voltereta y termino mojado bajo un cubo enorme de agua. Y risas, muchas risas y aplausos para rematar la actuación vespertina. Pero hoy, aprovechando el agua en mi rostro, tomo un pañuelo que guardo en mi bolsillo y me limpio la pintura dejando ver mi verdadera sonrisa. Después, con el asombro del público que va dejando de reír, me despojo del traje de payaso. Saludo al público confundido a modo de despedida y me voy, sorprendiendo a los presentes.
Es hora de levar anclas. Mi paso firme, no me hace mirar atrás, aún conservo la dirección de aquella chica que me dijo que me esperaría.

78. REENCUENTRO

Caminaba por la playa, cuando desde el único chiringuito que había empezó a sonar su canción preferida. Como en todas las ocasiones que la escuchaba, que luego tatareaba sin cesar por horas, la transportaba a los tiempos en los que se sentía bien diferente. El lugar estaba casi vacío y no debía darle vergüenza echarse el baile al que invitaba también la canción, apoyándose del bastón con el que se ayudaba para caminar. No sabía qué la había llevado volver a este lugar, mientras los recuerdos la transportaban ahora al lejano día en el que el joven marino se despedía desde el barco de guerra tras un interminable beso.
Un vetusto velero al mando de un viejo marinero, curtido tras mil batallas por los mares del sur, iba tocando puerto mientras ella terminaba el baile, asombrada del ritmo que le había puesto y de que las piernas la llevaran corriendo sin ayuda de nada a la dársena para subir al barco. En él emprendería ahora el viaje de su vida, para el que estaba más que preparada.

77. JUSTICIEROS DEL AMOR (IsidroMoreno)

Era los sábados cuando las “eroavionetas” colmadas de amor y pasión sobrevolaban nuestro barrio. Desde primeras horas, nos manteníamos alerta para disfrutar de la llegada y descarga de roscos que, en forma de corazones, arrojaban aquellos aparatos. Muchos vecinos jóvenes, mayores y medianos salíamos a la calle ansiosos de pasión, con los brazos abiertos al cielo y como si de un maná se tratase o como en una cabalgata de reyes, intentábamos atrapar al vuelo alguno de esos roscos del amor. Para evitar lesiones, la policía no permitía paraguas invertidos. No valía tomarlos del suelo, pues si caían quedaban rotos e inutilizados para siempre. Había personas que salían con máscaras y disfraces para evitar, se supone, ser reconocidas quizás por su pareja que también podría estar esperando otra oportunidad; también había ambiciosos que pillaban varios “roscos acorazonados”: eran la envidia de quienes no cogían nada y tendrían que esperar al próximo sábado.

Todo acabó un día cuando un ejército de angelitos justicieros, con arcos y flechas, atacaron a las promiscuas “eroavionetas” para expulsarlas del espacio aéreo del barrio. Desde entonces, a menudo y sin avisar, los angelitos escondidos quién sabe dónde, escogen y lanzan flechas directas solo a corazones errantes.

76. Asombrados – Calamanda Nevado –

Tenía  cuatro años,  y ya por entonces quería ser maga. Haría desaparecer objetos durante un rato para ver el asombro y la sorpresa   en las miradas. Cuando venían conocidos   a casa, mamá decía satisfecha. “Va a ser maga”. Un día caí desde muy alto,  todos se asustaron menos mi padre.  Murmuró sereno: “Va a ser maga” y me  levantó del suelo fresca y fuerte.

En  segundo de primaria perfeccioné el truco del palillo invisible, en  tercero el del vaso flotante y tragaperras, en cuarto el del lápiz volador, en quinto  duplicaba monedas, en sexto    cada  día me decía a mí misma: -Hoy has adelantado mucho-.  Mi abuelo repetía. “Si   quieres ser maga  márchate lejos”. Papá salía de su silencio para espetarme. “Necesitas un nombre que marque tu  destino”.

-Tengo veinticinco años, seudónimo,  habilidad en  trucos magnéticos, me dije,  voy a “estrellarme”, como augura mi novio y mamá, y  probar suerte    en la ciudad-.

Aquí sustituyo a un famoso mago y no    dejó de asombrar a la gente.   Hago tantas  funciones que   no saco tiempo para acercarme por casa. En la última  fotografía que  recibí de ellos, hace semanas, mi novio está sentado en las rodillas de mi madre, muy sonrientes-.

 

 

 

 

75. El circo invisible

El punto de encuentro es un paraje oscuro y solitario. Con una anticuada reverencia, el tipo me indica que suba los escalones de la que será mi futura vivienda: una vieja roulotte. A pesar de estar algo destartalada, parece resistente.

Retira unos cachivaches y sacude el mugriento sofá. Luego, saca una petaca de su levita encarnada y sirve dos tragos.

—¡Por mi nuevo escapista! —brinda, alzando su vaso hacia mí—. Tenemos una urna de mil litros de agua que nunca ha fallado.

Le aclaro que yo soy equilibrista y él sonríe.

—No hay problema —responde, mostrándome sus caries—. Yo antes era carnicero.

Le explico que tengo claustrofobia y reclamo que el anuncio del periódico decía claramente: “Se busca equilibrista para Circo Invisible”. Pero él se marcha y cierra el portón por fuera con llave.

—¡Ahora tengo prisa! —exclama mientras se aleja—. ¡La elefanta está de parto!

Pego la oreja a la puerta y solo percibo un frío silencio.

—¡Eh, vosotros! —le escucho gritar en la distancia, como un eco de otro mundo—. ¡Tensad bien esa cuerda o la lona se vendrá abajo!

Entonces, me asomo por el ventanuco y por fin puedo verlo: el circo invisible.

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