Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

ANIMALES

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en ANIMALES

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 Comenzamos nuestro 15º AÑO de concurso. Este año hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores, y el 5º de este año serán LOS ANIMALES. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 de AGOSTO

Relatos

73. Apocalipsis

Otro amanecer suplanta la luz de las farolas en la calle sórdida. Este barrio simboliza el cadáver de nuestra vida: dejaron de sentirse los latidos del tráfico y los jóvenes renunciaron a la incertidumbre.

Entro en casa. Acabas de levantarte. A través de las cortinas penetra un rayo de luz que deslumbra. Al escucharme buscas refugio en la cocina. Mientras te giras agarro el objeto con el que intentas golpearme. Me corto varios dedos, pero sueltas el cuchillo. Abofeteo con la otra mano y desgarro tu ceja. Conoces mi violencia y yo la tuya. La sangre brota de mi mano a borbotones. Noto tu cabezazo, cómo impacta contra mi mentón. Te derribo para sentarme sobre ti. Hurgo con la lengua en tu ceja, que sangra. Tanta sangre me excita, nos excita. Me muerdes los labios. Saboreas mi sangre y la tuya, que escupes mientras me envuelves con las piernas. Me desabrochas el pantalón. Te arranco el sujetador antes de comprobar que no llevas bragas para penetrarte. Gemimos como animales a manos del matarife, hemos aprendido a devorarnos.

Abrimos los ojos, abrazados, y acariciamos el polvillo del sol suspendido sobre nuestra sangre reseca. Quizá el amor sea esto.

72. Comidillas o de olores, texturas y alumbrado urbano (fuera de concurso)

El amarillo es un rumor de inciensos y caldos de cocido. Se cuela en las casas cada tarde desde que atrasamos la hora, tocando ya casi noviembre, hasta que despuntan las flores del almendro a finales de febrero. No hay burlete de estopa capaz de impedir que atraviese las ventanas ni puerta acorazada, por muchos bulones que le anclen a su quicio, que sea capaz de detenerle. Una vez profanados los hogares se infiltra en las bombillas de las lámparas que cuelgan de los techos como arbustos invertidos, en los flexos que avivan la memoria de los estudiantes, en los viejos quinqués, casi olvidados, en los que duermen los lares a hurtadillas. Huele bien la luz mortecina que provoca, la niebla imperceptible que rodea a las familias reunidas en santa comunión a la hora de la cena. Es entonces, entre que unos sorben la sopa y otros sirven vino con Casera para todos, cuando alguien, sin querer, suelta lo de Lolita la del bajo. Una red de habladurías se teje de repente por el barrio, una jábega de insidias, una urdimbre de sospechas; y al abrigo del fulgor de las farolas una pareja, tal vez de enamorados, se diluye.

71. Revelado (Miguel Ibáñez)

Quizás a la mujer de uno no se le cuente todo, Miguel, pero a la que se le miente de verdad es a la amante, y ni cuenta te das; me dijo el tío Luis, con un chato de vino en la mano. Era un hombre serio, con un descampado en la cabeza en el lugar que todos tenemos reservado para querer. Aquel espacio vacio lo ocupaban quincalleros que vendían bisuteria barata que salía en el día a día en forma de malos modos y disculpas a destiempo. Amaba la rutina, y ahora andará por ahí, imagino, perdido y negando con la cabeza por los inconvenientes de no existir. Y es que morirse implica muchos cambios. A mí me gusta pensar que el tunel que dicen que hay entre esta vida y lo que sea que espere al otro lado es el objetivo de una enorme cámara, y el destello del fondo eres tú captando todo tu tiempo de un solo fogonazo.
Estoy sentado en el sofá con el movil en silencio, Alicia duerme, y mi tío está en el aparador, en un marco, serio, cambiando de tono con los reflejos del ordenador de Marquitos, que le da la espalda.

70. El Chivato. (Montesinadas)

En la oscuridad plena confías primero en tus oídos. En mi caso, sobre todo en el izquierdo, el derecho me lo han reventado de un culatazo por resistirme. La falta de luz comienza en el primer golpe, cierras los párpados esperando el siguiente que llega segundos después. Luego la capucha ajustada con cinta sobre las cuencas de los ojos y en el cuello. No ves, no respiras. Pones toda la atención de la mente en ese curioso mecanismo de huesos, cartílagos y membranas que juegan, más que nunca, un papel de primer orden para procesar cualquier información, por mínima e insignificante que parezca.

Cierto que el poder de los sentidos se debe a un desarrollo evolutivo de generaciones, pero el miedo a morir puede hacer que liberes todo un potencial desconocido hasta entonces. Me habían descubierto. Distinguí, por su tono, que iban en serio. Una voz más alta que otra, una mano que cruje los huesos de su otra mano, el girar de la ruleta del revólver que se apoya en la nuca, el clic del gatillo, el paso de la bala del tambor al cañón y el resplandor. Incluso muerto escuché cómo volvía a cargar el arma.

69 Fase REM (Beatriz Carilla Egido)

Cae lluvia halógena de las farolas. Un perro, que parece hecho con alambre, se rasca orejas y cuello, se muerde patas y cola, sin tregua. Estoy sentada en una banqueta a la espera de recibir el manual de instrucciones. La densa humedad me envuelve. Tengo los ojos cerrados y los poros abiertos. En este sueño transparente no hay más seres vivos que “El flaco”, sus pulgas y yo. Exhalo cientos de gotas de rocío, donde viaja mi adn.

Un silbido inesperado, tan agudo como la voz de un castrati, ahuyenta al perro pulgoso. Yo lucho por volver en mí. Cuando despierto el sol ha entrado hasta la cocina. Empiezo a rascarme el cuerpo con ansia, los lunes me causan un prurito insoportable. Me tomo el té, ya frío, de un sorbo y me echo a ladrar a las calles.

68 Mientras espero que llegue el amanecer

La primera vez que nos besamos llovía. Veníamos de un entierro y la farola de nuestra calle se había fundido. La oscuridad y el dolor siempre han atraído a los besos.
Luego nos incendiamos, nos fundimos y quedamos tan amalgamados que nos creímos inseparables.
Por eso, el divorcio produjo daños irreparables y quedaron en nuestros cuerpos oquedades con la forma del otro.
Fue una intervención larga; duró varios años. Durante ese tiempo, la lampara del quirófano hizo sudar litros a docenas de cirujanos de quince nacionalidades diferentes.
-Lo importante era conservar ambas vidas -dijo uno de ellos, un cardiólogo francés-, aunque hayáis perdido ciertos tejidos y funciones.
Por eso, desde entonces, tiemblo cuando veo amanecer. Y lloro en el cine, incluso con las comedias. La luz de las farolas proyecta mi sombra troquelada, huidiza, y la luna llena me produce unas jaquecas insoportables.
Suelo evitarlos, aunque, a veces, cuando la añoro demasiado y tengo ganas de llorar, voy al cine, a sentir la sacudida de la pantalla en mis ojos. Intento que haya luna llena y que mi cabeza estalle y termino pasando la noche en la playa, buscando aterirme de frío, morir temblando, mientras espero que llegue el amanecer. (más…)

67. Distopía de sombras (Alberto Jesús Vargas)

Desde que se hizo la luz en el origen de los tiempos, las sombras, surgidas simultáneamente, siempre fueron obedientes y se limitaban a imitar toda la quietud o el movimiento que el objeto o sujeto al que estaban inseparablemente asociadas mostraba. Y así fue durante millones de años, sin que a nadie se le ocurriera cuestionar el que parecía un principio básico del orden universal. Sin embargo, no se sabe muy bien en qué momento, un grupo insignificante de sombras, reunidas a esas horas en las que la ausencia de luz las dejaba fuera de juego, comenzaron a conspirar y a difundir entre ellas su mensaje subversivo. El discurso que incitaba a tomar conciencia de su poder caló y en poco tiempo hubo un alzamiento de sombras que se rebelaron contra sus dueños, a los que desprevenidos ante el fulminante ataque, consiguieron doblegar. Hoy, las sombras dominan el mundo y somos todos, tanto los objetos materiales como los seres vivos y tangibles, los sometidos a su oscura dictadura.

66. VIDA (Nieves Torres)

La luz que entra a través de la persiana ilumina tímidamente la escena. Ella duerme destapada, el pelo revuelto sobre la almohada. A su lado, la cuna de madera clara con el bebé dormido. Él los mira embobado desde la puerta con las llaves en la mano. Mira el reloj, ya es tarde. Desde la habitación se escucha el sonido de la puerta al cerrarse y unos segundos después el eco de las dos vueltas de llave queda flotando en el aire de la habitación.

Ella se levanta sin hacer ruido. Mira al bebé. Su piel sonrosada brilla con el reflejo del sol, que inunda de vida la habitación. Coge su diario y arranca la hoja en la que ha escrito la palabra ¡SOCORRO! Hoy, por fin, la hará volar hasta el patio de luces con dos renglones llenos de palabras que pesan más que el miedo.

65 Extrañezas repentinas (Blanca Oteiza)

Te echamos de menos, aunque no sé quién de los dos te añora más. Cada vez que salimos al parque Sol te busca por cada rincón y yo en mis brazos vacíos. Por las noches nos acurrucamos bajo la manta en el sofá que se nos queda grande. A veces siento el impulso de llamarte, pero cuando recuerdo la cara de tu nueva compañía, se me quitan las ganas de nuevo. Otras veces deseo encontrarme contigo por la calle, aunque ya no sea yo, quien te coja de la mano.
Esta tarde hemos cambiado el paseo habitual por un nuevo barrio sofisticado a las afueras de la ciudad. Mientras Sol olisquea entretenido, observo desde la lejanía la luz de la ventana de tu nueva vida.

64. El niño interior

Consternado, sentado a los pies de la cama, miraba a su alrededor pensando dónde se habría escondido esta vez.
Había buscado en la biblioteca, entre los cuentos de los hermanos Grimm que tanto le gustaban antaño. También en el joyero, por si había decidido entretenerse enlazando cuentas de colores. Entonces se acordó del estrecho hueco entre la chimenea y la leñera, desde cuya penumbra se puede atisbar, sin ser visto, la vida en el salón.
Efectivamente, ahí, hecha un ovillo, estaba su sombra. Le sacudió un poco la ceniza, para adecentarla, y la estiró de los extremos. Como siempre que se le escapaba, había encogido a sus dimensiones de niño, igual que una goma recuperando las medidas de menor tensión. Después la pegó al velcro de los calcetines, el que Wendy, su esposa, había añadido a todos sus pares, cansada de coserle la sombra cada dos por tres. Entonces cacareó su victoria, aunque en bajito, para que nadie le oyese.
Por fin, disimulando con cuidado que flotaba unos milímetros por encima del suelo, entró en la cocina a darle los buenos días a Wendy.

63. Oscura noche

La lámpara alumbra apenas. Elije un vaso largo y un cubito. Abre la ventana. Fuma uno de esos cigarros que guarda hace meses y pita cuando necesita aliviar la pena. Y el dolor.

Siente el frío de la pared sobre su abdomen. Adentro la luz amarilla y suave, afuera la de la luna llena, su única testigo. Pita. Bebe. Necesita sentir que ese trago amargo la quema por dentro y que el humo del mentolado sale de su nariz como para liberarla de tanta mierda que, a veces, no la deja respirar. Al menos una menta entre tanta mierda.

Son las tres. Hace diez minutos llegó de trabajar como un robot. En cuatro horas sonará el despertador para estampar su huella en la oficina. Lloraría si su cuerpo cediera, pero ni eso puede. Otro trago amargo. Pita. Se libera del humo pero no de la mierda, la de su vida pobre, miserable, moribunda, huérfana. Y con la luna, entre la brisa caliente y húmeda en ese presente de aire distinto, persiste. Con su silencio y el deseo de que la noche la trague. O un sueño profundo.

Pita. Se rinde.

Apaga la luz.

62. EL APAGÓN (Belén Sáenz)

Prefiero pensar que fue uno de tus chillidos de soprano lo que hizo estallar la bombilla, porque me niego a creer en señales divinas y en el destino. A la lluvia de cristales que nos roció las cabezas siguió un chispazo en el cajetín de los plomos y, después, la intermitencia moribunda de las cifras del reloj del microondas. Se declaró una oscuridad, apenas aliviada por la luna sucia filtrada por los visillos de la cocina, que extinguió las brasas furibundas de nuestra pelea. Sabía de tus terrores de infancia: la luz del pasillo siempre encendida, el negro cuarto de las escobas. Me rogaste que no te dejara sola, que no fuera a buscar velas. Te rogué que te sentaras a mi lado en el suelo y palpé la encimera en busca de las cerillas. Estuve jugueteando con la cajita sin decidirme a encender una. Tenía miedo de no encontrar el punto de luz que me enamoró desde el fondo de tu pupila y que llevaba meses atenuándose. Fue entonces cuando te propuse que viviéramos en la penumbra, que nos dejáramos convertir en sombras, para así no tener que reconocer que lo nuestro se estaba apagando.

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