Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

05. INSÓLITA INSTANTÁNEA

Comencé en este quehacer como la mayoría de los fotógrafos de acción, participando en incontables deportes antes de atreverme a pausar el tiempo con mi primera cámara. Después, sin darme cuenta, aprendí los trucos de la Leica.
Recuerdo la gesta de un famoso piloto americano saltando con su moto de nieve desde un sexto piso. No fue fácil captar la instantánea, puesto que se necesitaron tres años para adecuar el espacio al grosor de tan gélido colchón, que requería semejante caída libre.
Para que pudiese realizar la foto, el especialista de semejante vehículo tenía que saltar de un edificio a otro, por lo que resultaba obvio el peligro al que se exponía. Más, cuando la montaña de nieve fue idónea, no dudé en «hacer clic» y respirar aliviado sin que se produjese ninguna desgracia.

Al revelar la instantánea me asombró descubrir la presencia del rostro de una persona debajo de la moto que me fue difícil identificar.
Poco después, en el edificio donde yo residía, asistí estupefacto al hallazgo del cadáver de una joven con el mismo semblante.

04 CREATIVO (Ángel Saiz Mora -EdH 2020-)

A esa mujer le debía todo. Ella no dudó en acogerle tras el accidente de tráfico de sus padres.
Era buen muchacho, aunque no le entusiasmaran los estudios. Tampoco hacía esfuerzos por ganarse la vida.
Mermada algo de su lucidez y otras facultades, la abuela ingresó en una residencia.
El joven la visitaba a diario. El desvelo de la anciana era que su nieto saliese adelante. Un día dijo que al fin había conseguido triunfar. Para favorecer tal embuste manipuló una fotografía. En ella, el rey y otras personalidades le felicitaban. Un trabajo perfecto.
Sin dejar de reinventarse, otra tarde llevó una lámina dedicada por su ídolo, Manolo Escobar, que la octogenaria aún creía en este mundo y a quien él aseguraba conocer.
La mujer amaneció sin vida una mañana de julio, con cientos de imágenes entre las manos. Su sonrisa mostraba orgullo y plenitud.
En medio de la congoja, punzado, además, por el engaño, un rincón de su mente le hizo asimilar que había sabido dar a alguien lo que necesitaba. La chispa dio inicio a llamaradas de ideas imaginativas y proyectos en su ordenador.
Las agencias de publicidad se disputan al diseñador gráfico hecho a sí mismo.

03 La foto del abandono (Jesús Alfonso Redondo Lavín)

Junto al puente sobre el río Miera, que bifurca los caminos a la Cárcaba y a Linto, hay una casa y un molino. Hiedras y sabucos van cubriendo sus muros. Hace pocos años todavía colgaban algunas cortinas y quedaban pinzas en el tendal de la balconada.

Aun a pesar del asuelo de los quincalleros, quedaban señales de vida reciente. Era como si sus habitantes hubiesen huido deprisa, como atemorizados por una maldición o por una desgracia que los arrojara de aquel hogar. Una mecedora raída, una banqueta verde, periódicos viejos por doquier, sobres con señas en tinta azul que no me atreví a tocar. Lo que sí recogí del suelo fue una foto, una de esas en la que con gesto serio, junto a una media columna de atrezo, se hacían los soldados el día de la jura en el servicio militar. ¿Quién abandona una foto como esa?

No solo había desaparecido una familia, también se despreciaron sus recuerdos.

Cuando derribaron, por seguridad, la casa de Rubayo ya habíamos retirado con devoción todo lo que no estaba pegado a sus muros, Hoy, en las Callejas, aún enhiesta, se puede ver la torre-pozo del ariete donde están colgados mis recuerdos infantiles.

02 RECUERDO (Fernando Antolín Morales)

No había nada más triste en el mundo que encontrarse a don Alejo con sus ojos ausentes sobre aquel papel en blanco enmarcado en la pared. Otros ancianos de la residencia tenían fotos de sus nietos y, los que no tenían a nadie, de algún hermoso pueblo con aroma a pasado. Sin embargo, don Alejo, únicamente observaba una ausencia nívea.

Los cuidadores habían llegado a la conclusión de que aquella nada representaba todos los seres queridos que le quedaban, aunque la chica que venía de voluntaria los fines de semana opinaba que aquellos eran en realidad sus recuerdos, o al menos, lo que había dejado de ellos el Alzheimer.

Don Alejo, tras las espesa opacidad de sus cataratas nutridas por el tiempo, tan solo era capaz de contemplar con nitidez aquella foto del día que conoció a María, cuando fueron retratados por aquel feriante ambulante armado con un fotoaparato de escasa calidad. Ella seguía preciosa, como el primer día. Por aquella imagen nunca pasaban los años.

01. EVANESCENCIA

Casi veinte años. Había pasado mucho tiempo. Le reconocí en cuanto vi las fotos en comisaría; no había que ser muy buen fisonomista para distinguir en él nuestros mismos ojos azules, las orejas apuntadas de mi hermano Tomi, el ligero estrabismo familiar… Pero ya estaba viejo y estropeado, y apenas podía acordarme de que llamaba «mami» a mi madre, que aparecía siempre por mi cumpleaños y que le gustaba sorprenderme con su afición al ilusionismo: ocultaba mis caramelos en el puño y los mostraba convertidos en monedas doradas.

Había llegado el momento. Llevaba semanas persiguiéndole por identidad falsa y un par de atracos a mano armada. Decidí terminarme el café en la barra antes de acercarme, enseñarle la placa, preguntarle si era él, si recordaba que tuvo tres hijos antes de desaparecer e informarle de que estaba detenido. Tal vez me precipité, tal vez desenfundé mi arma demasiado pronto, tal vez debí adivinar que buscaría hacer un último truco y que ese teléfono móvil que sujetaba en su mano, ahora tibia, no era antes un revólver.

102 MENGUANTE (M.Carme Marí)

Rosario lleva la vida entera enganchada a un espejo, aunque cada vez de menor tamaño.

De niña, en clase de danza, aprendió la elegancia en el porte tras años de pliés y “relevés” mientras se observaba girando en esa gran pared que reflejaba sus movimientos.

Su abuela era modista, y de jovencita le encantaba coger retales que sobraban para improvisar vestimentas de todo tipo. Se paseaba mirándose en la puerta del armario de mamá con uno u otro color, con seda o lino, con mil combinaciones distintas.

Entre una cosa y la otra, y ayudada por su esbeltez, acabó en el mundo de la moda. Le daban los últimos retoques a su imagen en el camerino para salir a desfilar. Las pasarelas se abrían a sus pies, como lo hizo la cartera de un magnate de los negocios a cambio de que ella le abriera sus piernas.

El tiempo no pasa en balde y ese hombre con alta estabilidad económica tenía baja estabilidad emocional, además de ser rico en impulsos y pobre en autocontrol. Espejito en mano se esmera con el colorete para tapar lo inaceptable.

Últimamente aspira a hacer desaparecer unas líneas blancas de su brillante superficie.

101 Tomando medidas (Juana Mª Igarreta)

Corrían los años cincuenta cuando Irene dejó el pueblo. Llegó a la ciudad con un costurero y una promesa de futuro en su vientre redondeado. Se instaló en casa de doña Paca, una anciana rica en patrimonio y soledad. El acuerdo fue claro: Irene asistiría a la señora hasta el final de sus días, y a cambio doña Paca ayudaría a la joven a salir adelante.

En poco tiempo Irene inauguró su taller de costura, en el que una mañana se precipitó Lucía, que encontró la luz al ritmo galopante de una máquina Singer. Su cálido cordón umbilical fue sesgado por el frío acero de unas tijeras de modista.

El taller de Irene fue creciendo y Lucía también. Cuando esta volvía del colegio, su madre la requería entre las telas. Pero Lucía, que ya leía a Machado, no hallaba dedal a su medida, y prefería aprender la métrica de los versos. Doña Paca, agazapada tras los generosos pliegues de sus párpados, escuchaba el impacto de objetos contra el suelo.

Cuando murió la señora, Lucía le dedicó un sentido poema de agradecimiento. De los sorprendidos ojos de Irene, todavía húmedos por la pérdida, surgieron nuevas lágrimas. Ahora, de comprensión.

100 Nupcias reales

No hay miedo en los ojos de la reina. Varias damas la despojan del manto bordado que le cubre. Es pesado y un suspiro de alivio se adivina en su mirada. Parece crecer algún centímetro. Desabrochan la seda del vestido como quien desciende la escalera de una torre; cada botón es un misterio que le acerca un poco más a su calvario. Cae el raso sobre el regio gres que adoquina el suelo de la alcoba. Da la niña un paso soberano para escapar de esa jaula satinada. Está descalza. Un sayo de organdí casi transparente deja ver el polisón que ceñido a la pelvis engrandece sus reales posaderas; sus muslos de algodón. Los pechos parecen querer escapar del corsé empujados por un banco de ballenas, saltar como delfines que persiguen la estela de un navío. Se esmeran por fin las cortesanas en retirar las muselinas que arropan sus púberes ingles, la desnudan y la tienden sobre un lecho de flores de jazmín y plumas de faisán. Examinan la integridad de su virtud y desaparecen para que el monarca sacie su apetito. No hay miedo en los ojos de la reina, pero sobre un sitial de asco fundará su dinastía.

99. La prueba en la modista ( Manuela )

En medio de la habitación el espejo de pie esperaba con expectación el traje de baile gallego. Llegaba en brazos de Lola ,  la modista. Le mostró a la clienta las distintas partes del traje de baile tradicional: la camisa, la enagua, la falda, el mantelo, el mandil, el dengue… Describía  con imaginación infantil, cómo había conseguido las telas, su tacto. Se recreaba en cómo había cosido dobladillos, adornado el terciopelo. A la clienta solo le interesaba ver cómo había quedado el dibujo del lagarto que había encargado con abalorios.  Asentía a la explicación entusiasmada de Lola, mientras su hija de ocho años en ropa interior bailaba todo el rato. Lola la vistió con el traje completo. Con los alfileres en la boca acertaba a rumiar:

– Carolina, mi reina,  quédate quieta un poquito. No te quiero pinchar. Otro alfiler aquí y ya estás ¿Qué le parece?- Preguntaba entusiasmada.

– ¡Preciosa ! – dijo con admiración.

– El dibujo de la falda ¿Le gusta cómo quedó?

– Carolina, baila,  a ver si conseguimos el efecto que tanto deseaba.

– ¿Así mamá ?

– ¡Síí! –  Afirmó entre risas.

El lagarto en su falda  movió el rabo con el baile de Carolina.

 

98. Laberinto

Se detiene junto a una tienda buscando su propio reflejo en el escaparate. Quiere demostrar, no se sabe a quién, que no es ese sucio borracho que su mujer ha echado de casa y que, según ella, nada en su propio vómito. Sonríe victorioso cuando, tras entornar los ojos, atisba la imagen: una persona vestida de manera informal pero con pulcritud, con camiseta blanca y vaqueros, alguien digno. Al otro lado de la cristalera, el joven con vaqueros y camiseta blanca se repite a sí mismo que nunca caerá tan bajo como ese tipo ebrio de mirada vidriosa que apenas se sostiene en pie, que él lo puede dejar cuando quiera. Habitan un laberinto de espejos, contemplando reflejos de lo que quieren y no quieren ser pero sin reconocer la imagen auténtica. Excepto durante esos precarios momentos en que asoma la frialdad del vidrio de una botella o lo efímero del gozo que prometen unos polvos blancos en el bolsillo de los vaqueros.

97.- A su medida

Corta el hilo de hilvanar con los dientes y enhebra la aguja, hace un nudo y la clava en la almohadilla que lleva prendida en la bata, al lado del corazón. Se sienta en la silla baja, junto a la ventana, y empieza a pasar los puntos flojos siguiendo la marca de tiza que ha hecho antes en todas las piezas. Retira los alfileres que le han ayudado a que la tela no se mueva y, tirando con delicadeza, separa las telas y corta, con mucho cuidado, los hilos que van quedando a ambos lados.

Cuando termina de hilvanar todas las piezas, coloca el vestido sobre el maniquí y suspira. De espaldas al espejo, se quita la bata y se desliza dentro de la ropa. «Como un guante», piensa cuando al fin se atreve a darse la vuelta y mirarse en el espejo. Después, descoserá los hilvanes y volverá a hacerlos unos centímetros más adentro. Retocará la pinza del pecho y marcará el largo provisional de la falda.

Cuando llegue la clienta para la prueba, Ramón la ayudará a vestirse y le jurará que el vestido parece creado solo para ella.

96. Anhelo imposible (Salvador Esteve)

Desde la ventana, escondida tras los visillos, la observo, y la envidia corroe mis pensamientos. Envidio su pelo, su belleza, su silueta perfecta, la exclusiva ropa y zapatos que siempre luce.  Cuando, en ocasiones, nuestras miradas se cruzan, también deseo sus profundos ojos, su brillo insinuante.

Corro la cortina y me miro al espejo. Este, insensible, me devuelve genuina normalidad, nada especial, nada que destacar. Pero al posar mi mano en mi pecho, noto mi corazón y sonrío: cuánto daría esa maniquí del otro lado de la calle por poder sentir latir el suyo. Como acto de rebeldía ante mi frustración, me asomo de nuevo, y, con ironía, le esgrimo mi dedo a modo de peineta.

 

Hoy, al mirar hacia la boutique como cada día, descubro extrañada que el maniquí no está, el escaparate parece desolado sin ese cuerpo escultural. Agudizo mi visión, y en el cristal, empañado al contraste del calor y el frío, veo el trazo sinuoso de un gran corazón. Una risa nerviosa  se instala en mi boca. Mi mente intenta anclar en tierra mi siempre voluble imaginación, cuando de repente escucho el repicar de unos tacones de aguja que, in crescendo, se acercan a mi habitación.

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