Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

NEPAKARTOJAMA

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en el tema que te proponemos

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2024 Este año, la inspiración llega a través de conceptos curiosos de otras lenguas del mundo. El tema de esta última propuesta es el concepto lituano NEPAKARTOJAMA, o ese momento irrepetible. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
Esta convocatoria finalizará el próximo
31 de DICIEMBRE

Relatos

65. VÍCTIMAS Y VICTIMARIOS (Belén Sáenz – Fuera de concurso)

Nos convertimos en enemigos porque, de un tiempo a esta parte, los hombres han decidido que las guerras no tienen principio ni fin. Se superponen en capas, mutando en quistes. En tumores incurables.

Pero luego mataste a mi marido, a mis hijos, y, como rúbrica de vencedor, invadiste el piso superior de mi casa.

Los años malgastados y las heridas mal curadas han trabajado para dejarte a mi merced. Noche tras noche agudizo el oído para no perderme ni uno solo de tus ayes que destila el techo de mi habitación, intentando refrenar la náusea cuando te oigo pedir auxilio. Escucho tus pasos vacilantes en la penumbra del pasillo, el inevitable traspiés y la caída sobre el suelo de piedra, babas que se te deslizan por las comisuras y gotean hasta formar un charco. Plic, plic, plic.

Me incorporo en la cama. Aparto la colcha para sentir mejor el frío que deseo para ti como mil alfileres en tu piel vieja y soy capaz de pasar horas desgranando cada instante de tu sufrimiento hasta que, al alba, cedo el testigo a los fantasmas de mis muertos para que acudan a gritarte al oído nuestros nombres.

64. Dos miligramos

Nada es eterno, aunque note la inmensidad de tus pupilas al mirarte, y perciba que el tiempo se para como un velero en medio del ese azul profundo de aguas tranquilas que veo a través de esos dos ojos de buey colocados bajo tu frente. Se que algún día echarán la persiana y fluirán hacía otro lugar del universo.

Cuando llegue ese  momento, me quedaré roto, solo e incompleto. A pesar de que racionalmente me planteo la posibilidad, no consigo asimilar que un día me despierte por la mañana y no vaya a despertarte con un beso de bueno días, peinarte tu cabello cobre y rizado, acomodarte en tu silla, a pesar de mi artrosis, para darte el desayuno.

Hace tiempo se que la vida no es perfecta, pero tu presencia junto a mi, a pesar de la temprana partida de tu madre, siempre me ha reconfortado. Hoy he dado con la solución a mis todas mis preocupaciones. Es tan insignificante que sonreirás cuando te lo cuente. Llegará el momento de tu partida, y tomaré tu mano. En ese instante, vaciaré los dos miligramos de cianuro en mi boca, y juntos cruzaremos el camino a la inmensidad.

 

63. UN PECADO VENIAL

Sin hijos porque su exmarido no los quería, sin amigas porque a él no le gustaba que saliera y sin él porque la dejó hace ya algunos años, Carmela alivia su soledad ayudando a las monjitas en la residencia de ancianos. Le han asignado una tarea delicada que desempeña con esmero y en la que emplea todo el amor que hasta ahora no había podido gastar.

Cada día revuelve en el ropero en busca de una corbata fina, un pañuelo de seda o unos zapatos con puntera y con ellos acicala con ternura a los difuntos más necesitados y a los que no tienen a nadie que los quiera.

Hoy Carmela se ha confesado porque hay un pecado que no la deja dormir. Le cuenta al párroco, arrepentida, que hace días la vida le puso por delante al que fuera su marido y no solo se alegró, sino que lo mandó para el otro mundo con unas braguitas rosa con puntillas. Don Víctor le ha impuesto un padrenuestro por alegrarse y un avemaría por las braguitas.

62. Erección (Josep Maria Arnau)

Matilde lo observa sin pestañear desde la silla de ruedas. Después de meses sin visitarla, él ha entrado en la sala con el brazo escayolado. Las saluda y le explica a sor Angélica que se lo fracturó hace cuatro semanas al resbalarse en la cocina. Matilde esconde su risa detrás de una mueca. ¡Sigue siendo un torpe! Es la primera alegría que le da desde que la encerró en el geriátrico. Pero no es suficiente, hoy tampoco piensa reconocerle.

—¿Quién es este señor?

—Es Pedro, tu hijo. Ha venido a visitarte —le dice sor Angélica.

Matilde saca un pañuelo para taparse la nariz y la boca. Sonríe a escondidas y finge una tos.

—Si solo dices esto, dejará de venir —insiste sor Angélica.

—¿Quién es este señor?

—Así estamos, Pedro. Cabezota, como la última vez.

Después de algunos intentos más, Pedro y sor Angélica claudican. Antes de que la devuelvan a su habitación, Matilde repite la operación del pañuelo. Luego pone las manos debajo de la mantita que cubre su regazo. Nadie se fija en el montículo que aparece, el dedo medio de su mano derecha está en erección.

61. Prohibido dar de comer a los animales

Cuando mis padres se casaron, no existían carreteras que atravesasen el bosque. Por eso decidieron formar su hogar en este confín. Nosotros fuimos llegando a la vez que los animales. Crearon una familia y el zoo con igual cariño y pasión. Mientras tanto, una lengua áspera de asfalto lijaba cada día la naturaleza hasta alcanzarnos. Hoy apareció al volante de su coche. “Debe de llevar más de veinte zorros encima”, dijo padre en cuanto ella salió envuelta en su abrigo de pieles. La dueña del bosque —así se presentó—, de nuestro bosque, venía a anunciarnos la próxima construcción de un campo de golf. “¿Y las fieras?”, preguntó madre. Ni contestó. Solo arrugó la nariz con asco al descubrir al tití sobre el hombro de mi hermano. Al monito no le agradó su menosprecio y, de un salto, le arrancó el collar de perlas que lucía en el cuello. Ella gritó pidiendo ayuda. Como todos permanecimos inmóviles, corrió tras él adentrándose en un laberinto de galerías que conducía al recinto de los leones. Madre nos ha enseñado a no alegrarnos por el mal ajeno, pero las hienas ya lo están festejando.

60. Elementos

La noticia llegó al palacio a la hora de la taza de agua caliente (el té tardaría algunos años más) y la reina Isabel ahogó una risita malévola. La Grande y Felicísima Armada había fracasado. Quizá para evitar mostrar sus emociones delante de sus súbditos, decidió abandonar el salón del trono y salir a pasear al jardín. Las gotas de lluvia londinense acariciaban su níveo rostro, ahora sí, exultante. Su cabeza regia ya planificaba la formación de una poderosa contra armada. ¿Y pensar que nuestro archienemigo Felipe pidió mi mano? recordó. Y dominada por un ataque de risa, no reparó en el coqueto estanque que se abría a sus pies.

59. Muñecas (Paloma Hidalgo)

Resultón, los años y el gimnasio le sientan bien, Ricardo también me reconoce. Aunque es difícil tras mi pelo, algo canoso y corto, las gafas de pasta, y la ropa holgada, me para en medio del parque para saludarme. Va con su mujer, la mejor cliente de alguna clínica de estética con toda seguridad, toda silicona. Yo, con mis hijos, que tatúan con helado de chocolate sus mejillas, y piden permiso para ir a los columpios. Mis interlocutores, sacando un kleenex, acceden a continuar hablando sentados en un barco cercano, en este octavo mes de embarazo se me hinchan mucho los pies. No tarda en decirme, le siguen tintineando los ojos cuando dice la verdad, cuánto me envidia. Han intentado la adopción, que Selene, así se llama la Barbie, no puede tener hijos, pero que tampoco eso ha funcionado. Niños demasiado grandes, demasiado problemáticos, demasiados demasiado. Y que ya han tirado la toalla. No sé si me ve sonreír. Yo, le veo ensimismado mirando cómo se mueve mi barriga. Pensará que esta simple muñeca de trapo que soy podría haberle convertido en padre. Recordará que la dejó cuando empezaron a tensársele las costuras. Y me alegro al verle tan abatido.

58. Las nanas de la fregona (Elena Bethencourt)

Después de treinta años sin verla, me la encontré fregando las escaleras de mi hospital. La transformación de aquella niña repelente en una vieja triste y cansada era estremecedora. La pija que se reía de mis remiendos, de mis botas ortopédicas y de mis dientes era ahora una señora que daba lástima. ¡Pobrecita!

—Buenos días, doctora, dijo como una autómata. Ni me reconoció siquiera. Tuve que explicarle que yo era la hija del Eutimio, el de las vacas, pero no se acordaba de mí. ¡Sorprendente!

Le pregunté cómo le iba. Me contó —fregona en mano— que tenía un hijo drogadicto y un marido alcohólico. ¡Qué mala suerte, por favor! Pensé en la dura vida que seguro llevaría, en el desafío de sacar a su familia adelante, en los tramos de escalera que tendría que limpiar. ¡Pobre mujer, el tiempo se había ensañado con ella! Era mi oportunidad de demostrarle que, por suerte, no todos éramos iguales: la consolé.

“¿Qué he hecho yo para merecer esto?”, dijo y rompió a llorar. Entonces encontré la respuesta a su pregunta en mis recuerdos y aproveché para darle una patadita con disimulo al cubo mientras la doña buscaba un pañuelo en su delantal.

57. BUENAS AMIGAS

Un solo instituto de bachiller en el pueblo, ubicado algo alejado del centro entre una vaquería y el estadio de fútbol municipal, en una larguísima calle desierta hasta llegar a las vías del tren que atravesábamos la mayoría aun con las barreras bajadas; pues bien, entre toda esa jauría de adolescentes caminaba yo charlando animadamente con mis amigas cuando otra desde atrás llamó mi atención y sin abandonar el paso giré la cabeza y me estampé contra la farola, creí que el pómulo se me había deshecho de tal modo que no habría cirugía estética que pudiera salvar mi cara, recuerdo que fui deslizándome farola abajo medio inconsciente y en esa nebulosa oía a mis amigas reír y a algunos chicos de la acera de enfrente: “¡Cogerla!, ¿no veis que se está cayendo?”

Llegó el fin de semana y nos fuimos a la discoteca, la única también, Isabel se sentó sin mirar y su trasero cayó de pleno en la mano de un chico que no conocíamos y fue tal el respingo que dio y lo colorada que se puso que no paramos de reírnos en toda la noche, ahí estaba el karma.

También nuevas amistades…y quizá el amor…..

56. El ascensor (Rosy Val)

Peldaño a peldaño, su floreado vestido se va pegando a su cuerpo como una segunda piel. Cuando alcanza el portal lanza un profundo suspiro y se derrumba. No tanto por el agotamiento como por acordarse que hoy habrá reunión y de sobra sabe cómo actuarán sus vecinos.    

—Si nosotros apenas llegamos a fin de mes. Alegarán los del primero C.

La propietaria del segundo A, desde que echó a su marido de casa, ni olvida ni claudica…

—Maldita seas, por deshacer camas ajenas. Cuánto me alegra que tú también te quedaras sin el tuyo.

—¡Vaya, vaya!, cómo han cambiado las tornas —comentarán los del bajo izquierda— ya no te ríes de los que no tenemos vistas tan buenas, ahora te jodes, por haber apuntado tan alto.

Pero Josito cada día pesa más.   

A veces sueña que su madre ya no puede con él —antes era su padre quien le llevaba al colegio—. Y se imagina contemplando la vida desde las ventanas de su cuarto piso. Y llora. Y odia su silla de ruedas. Sus trece años no entienden que salir a la calle sea una cuestión de venganza, chanza y dinero. 

55. Perros del infierno

Hoy ha caído uno de ellos. Ha metido el hocico por una madriguera de arriba y, al vernos, se ha lanzado al vacío. Con su collar brillante, esas orejas tan limpias y los ojos vivos, ansiosos. «Qué ingenuo, no imagina lo que le espera», he pensado al verlo descender.

Los chuchos muertos habitamos en las tripas de la Tierra, y entre nosotros sobrevuela una obligación: la de fingir que aquí abajo nos va mejor que en nuestra vida.

Pero no es así; en este inframundo solo hay galerías interminables, pasadizos malolientes por los que a veces intento perderme. Hoy, mientras los demás rodeaban al perro de raza como sombras siniestras, mientras lo olían, lamían y mordisqueaban hasta devorar su alma, yo he preferido largarme. No es que me dé lástima. Ni tampoco odio a mis hermanos (mis ojos de hielo son un calco de los suyos). Solo es que… me aburre tanta sed de venganza. Ese ardor que jamás se apaga.

Por eso he preferido vagar por los túneles, sin rumbo, hasta que he llegado a esta ventana, que comunica con el fondo del mar.

Al otro lado, mirándome, hay unos ojos humanos. También de hielo, como los nuestros.

54. El número

Lo que a ras de suelo se percibía como una brisa fresca, sobre el rascacielos era una desapacible ventolera que atravesaba su traje de licra helándole hasta los huesos. Ya había comprobado la correcta alineación de sus alas de poliestireno, el ajuste de la hebilla del casco, la temperatura y presión atmosféricas, la dirección y velocidad del viento. Visualizó la trayectoria a seguir: los tramos en los que tendría que aletear con brío, aquellos en los que bastaría con planear, los obstáculos contra los que se estrellaría de no maniobrar a tiempo. Abrió finalmente los brazos, anunciando el comienzo del vuelo, y recibió los primeros aplausos de la multitud.

No era lo mismo, sin embargo, que al principio. Algunos empezaban a criticar la parsimonia con que cada tarde ejecutaba el ritual. Que lo hacía para dar emoción, opinaban unos, que se repetía demasiado, reprochaban otros. Y miraban hacia arriba con cierto interés todavía, aunque pensando también en lo tarde que se les estaba haciendo. Sólo parte de los congregados aguardaban expectantes, y lo hacían con la esperanza puesta, según cada uno, en desenlaces contrarios. Las adversas condiciones meteorológicas habían hecho que hoy fueran más los que apostaran por el fracaso.

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