Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

LO INCORRECTO

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en LO INCORRECTO

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 Comenzamos nuestro 15º AÑO de concurso. Este año hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores, y el cuarto será LO INCORRECTO. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 de JUNIO

Relatos

08. VERDE GRISÁCEO (Mercedes Marín del Valle)

Podría ser verde esperanza, pero la tarde pintaba amarillo como mi rostro, después de caer en un vacío inesperado, que no desconocido. Si pudiera mezclarlo con el azul del cielo, un verde aguamarina se abriría ante tus ojos, porque los míos, añejos y cansados, no distinguen los matices desde el día en que caí en el fango del pantano, camuflado bajo grandes hojas cuajadas de moho.
Inmóvil y en silencio, recelo del futuro.
Si las bolas de cristal fueran verdes,estaríamos tumbados sobre la hierba del prado, sin embargo, aquí seguimos, suspendidos de la nada, y me aflige tanto esta visión, que acierto a abrir la puerta, quiero huir de estos espectros, parásitos de mi mente.
Mis pies hacen crujir los guijarros escondidos bajo el follaje que la clorofila abandonó hace meses, o tal vez es mi alma la que chirría.
Me zarandeas con firmeza y con dulzura me calmas. Otra pesadilla, me dices besando mi pelo enmarañado.
Mis ojos llenos de lágrimas apenas pueden distinguir el verde oliva de los tuyos.
Tú también has envejecido, te digo entre hipidos y risa.
El olor a menta procedente de tu pecho nos envuelve en un sopor que hace retornar el sueño.

07. Teorías cromáticas

Explicar los colores a tu hijo es todo un ejercicio de creatividad. Intento que sea divertido, porque está comprobado que así todo se aprende antes.

Siento a mi niño en su silla y la acerco a la mesa. La mesa es azul, siempre comenzamos con este color. Como el azul del cielo, le digo, y pregunta si mamá es también azul. Cambio rápidamente de color y acerco a sus manos la pelota roja. Roja, como los tomates de la ensalada, y ríe, porque no le gustan. Pasamos al amarillo, como el peluche que le ayuda a coger el sueño. Y como el sol, afirmo. Toca el verde, y recuerdo cabizbajo el vestido que llevaba ella, que acabó rasgado y ensangrentado, y recuerdo el coche volcado, y al bebé inconsciente…

Me busca con sus manos y palpa mi cara hasta encontrar esas lágrimas que intuye, pero que no puede ver.

06. INSTINTOS (Modes)

Te amé desde la noche de los tiempos.

Te amé desde el instante en que te vi.

Y siempre fui un estallido de husos y huesos enamorados, pero tú, tan iceberg, jamás me regalaste una mirada.

Sin embargo, esta mañana, un rayo de fortuna llenó de luz mi vida, y mi corazón bailó entre electrones cuando te acercaste.

Y después me rozaste, y me acariciaste, y…

Y mi muerte ha sido un mínimo precio a pagar, ante el privilegio de haberte conocido.

Ante el privilegio de haberte sentido.

Y ahora mi alma vuela feliz hacia prados infinitos, mientras tú, mi adorada mantis hembra, continúas devorando mi cabeza.

 

 

05. SOBRENTENDIDOS (Ángel Saiz Mora)

El diagnóstico fue claro: sus dificultades para interactuar en sociedad constituían un serio trastorno psicológico. Maldije al destino. Mi mujer miraba hacia el suelo con inquietud cuando detectó un trébol de cuatro hojas en el jardín de la clínica. Dijo convencida que aquella planta era una variación prodigiosa, que al existir solo una entre diez mil sería portadora de buena suerte, como nuestro hijo.
Contratamos a los mejores especialistas. Intentar corregir las carencias del niño supuso un desembolso prohibitivo, pero no menos que su microscopio electrónico y la costosa formación para que desarrollase las habilidades con las que, en contraste, despuntaba de forma increíble.
Durante un tiempo me pregunté cómo podíamos afrontar tantos gastos. No era suficiente que yo estuviese todo el día en las calles, a la búsqueda de clientes que apagaran la luz verde del taxi.
Esta noche, años después, durante la entrega del Nobel por sus descubrimientos contra el cáncer, no sé de quién me siento más orgulloso, si de él y su superación, o de la fe y sacrificios de la madre. Nunca hablamos de aquellos discretos servicios suyos a domicilio, íntimos y tan bien pagados. Ella agradece mi silencio.

04. EL VIAJE

Se lo había prometido. Cuando se curase de su enfermedad y sus ojos pudiesen ver más allá de las batas verdes de los médicos y de su ridículo camisón, abierto por la espalda, la llevaría a sumergirse en los mágicos verdes que él ya conocía.

La subiría con cuidado en su globo de rayas y, bajo las nubes, viajarían los dos, acunados por el viento sur, hasta las suaves colinas de verdes profundos, sobre los campos roturados y recién sembrados de plantones enanos.

Planearían después junto a las cascadas que bañaban las laderas musgosas, sobre los brotes nuevos de los prados y, más allá, tras los manzanos tiernos y los viejos olivos de hojas verde plata, aterrizarían en la laguna de las mil algas, donde él se refugiaba de niño.

No llegó a cumplir su promesa. Ella salió del hospital para viajar a su tumba.

03. VERDE (Mariángeles Abelli Bonardi)

La hiedra que tapiza la casa. Los cactus que adornan la ventana. Las hojas del limonero del jardín. El caparazón metalizado de los escarabajos patagónicos. Los alcauciles que deshojo y saboreo lentamente. El mate recién cebado. Mi pulóver preferido. La malaquita del anillo en mi anular izquierdo. La de la pulsera en mi muñeca derecha. Los ojos de mis sobrinos. El guisante bajo el colchón de la princesa del cuento. La piel de los lagartos de la serie «V, Invasión Extraterrestre», que tanto miedo me daban. Una de las tres bolitas plásticas que adornaban mi silla de bebé, que siempre atraía mi atención. El gorro de cirugía con que me envolvieron para que no perdiera peso, porque no dejaba de moverme en la incubadora. El primero que recuerdo haber visto. Que fue, es, y siempre será mi color.

02. ¿Te quiero verde?

Quien de verde se viste por guapo se tiene, sentenciaba mamá desdeñando mi incipiente vanidad. Pero a mí me chiflaban los ositos de goma de sabor desconocido, el terciopelo de los geranios,  el musgo, la rana de los teleñecos, la hierba del parque, los ojos de Miguelito… El día que escuché la palabra glauco me derretí escribiéndole un poema que jamás leyó.

La primera vez que el marido de doña Lola me transformó en modelo susurrándome guapa había cumplido trece. Después algunos piropos se volvieron incomprensibles para mí, pero  el orgullo herido en la escuela, donde solo era gafas y acné, me empujaba a hacerme la encontradiza con él. Entonces dejó de conformarse con palabras y exigió compartir mis chicles de clorofila y explorar bajo mis faldas de menta.

Empecé a  vestir de negro para no parecerle guapa, ni ser presumida, o que su mujer  tuviera que llamar a la guardia civil.

Pero la tarde que el ascensor se detuvo entre dos pisos y su aliento aceitunado de botella añeja se aceleró sobre mi cuello, decidí que esos verdes tan oscuros no me gustaban. Las primaveras brillantes que aún me correspondían me animaron a darle una patada en la entrepierna.

01. El camino (Jesús Garabato)

La frescura de la madrugada  y lo evocador de sus sonidos lo acompañan: el relincho de un, a sus ojos,  invisible caballo en libertad; una ráfaga huidiza;  el ulular inesperado de algún moucho vigilante y solidario… También  el olor de la tierra húmeda y antigua,  o el de la acre salinidad del mar, presentido cada vez más cerca.  Cubierto por las  espesas y hermanadas copas de los bidueiros, avanza sobre  la agreste frouma que algún día, no tan lejano,  estuvo viva. Nada alcanza a atenuar la cadencia esperanzada de sus pasos.

Empieza a amanecer. Más allá de  las cunetas, entrevé la estampa vigorosa  de los fentos y los toxos que, engarzados, lo escoltarán  en el último repecho del camino. Atrás quedaron las sirenas, los gritos, los culatazos… Cumplirá su promesa. Ahí abajo lo espera San Andrés.

115. Mujer de rojo sobre fondo oscuro

Hay dos cosas a las que Vanessa no acaba de acostumbrarse: a caminar con zapatos de tacón y a que los hombres la miren. Aunque ahora, cuando se acercan, ya no se sonroja como antes, cuando era una niña y el color le subía por todo el cuerpo hasta instalarse en sus mejillas. Vanessa, que en realidad se llama Patricia, pronuncia su nombre alargando las eses y se pasea por el Paradise con un minúsculo vestido rojo, manteniendo el equilibrio sobre unos tacones que la hacen parecer quince centímetros más alta. El club siempre está repleto de clientes que entran y salen, comparando minifaldas y escotes, preguntando a cuánto está el kilo de carne. Pero Vanesa no se avergüenza. Por muy mal que se le den las noches, siempre encuentra un brazo que la lleve al piso de arriba y, a final de mes, siempre saca más de lo que necesita. Así puede enviarles lo que le sobra. Lo único que teme es que, al subir a las habitaciones, se le rompa un tacón y se desplome por las escaleras. Sabe que entonces se pondría como un tomate y la vergüenza es algo que ya no puede permitirse.

114. FLECHAZO CARMESÍ (Luis San José)

La he buscado inútilmente con la desesperación de un náufrago. Era un 28 de agosto cuando apareció frente a mí, desafiante, con los brazos en jarra, una barrera de nácar en su boca y una camiseta empapada marcando dos enormes pechos en perpetua inspiración. Fue un error. Su manera de mirarme fue un error. Ni órdagos ni envites consiguieron jamás achantarme. Me acerqué lentamente. La inconsciencia resbalaba inocentemente por su pelo escarlata. Mi primer zarpazo alcanzó su yugular y se le encendió la garganta como un campo de amapolas. Solo entonces pareció percatarse y se dio la vuelta queriendo escapar. Demasiado tarde. Una segunda andanada reventó en sus nalgas y sus piernas se volvieron del color de la sangre. Con el tercer intento acerté de pleno en su pecho. El Etna y el Krakatoa erupcionaron al mismo tiempo en su camiseta grana. Calle, casas, toda la gente de alrededor, la realidad entera, se vistió de púrpura. Me dio tiempo a mirar el rubí de sus ojos, encendido como el cielo africano en una puesta de sol, rozar ligeramente sus brazos y atrapar su sonrisa permanente antes de verla desaparecer bajo 145.000 kilos de tomates reventados.

113. A mi viejo profesor (Anna López Artiaga)

En mi caso, el daltonismo fue una adaptación al medio. Simple cuestión de supervivencia.

Cada vez que don Leónidas me devolvía el cuaderno, lo encontraba lleno de aquellas marcas brillantes y crueles que señalaban mis errores. El maestro atrapaba en un círculo cada uno de mis fallos, lo subrayaba y entrecomillaba, dibujando con saña el código indescifrable con el que puntuaba mi fracaso. Por último escribía una nota en el margen superior derecho de la página. Rara vez, aquel número alcanzaba el cinco y, en las pocas ocasiones en que merecía su aprobación, trazaba una o dos flechas descendentes señalando, sin lugar a duda, el presagio de mi futuro.

Veinte años después, no he superado la angustia que me produce enviar el borrador de mi última novela para que sea revisado. Hasta he incluido una cláusula en mi contrato editorial (por recomendación de mi terapeuta) que les obliga a usar bolígrafos verdes para ese menester.

Sin embargo, guardo un lápiz de ese color diabólico que llevo siempre conmigo. En cada librería o biblioteca, repaso la fila de lectores que esperan una dedicatoria. Busco un viejo de unos sesenta, gafas gruesas  y espalda encorvada.

Ansío saber qué nota me pone ahora.

112. Ella sabía lo que hacía

Lo vi en mi padre cuando yo acababa de cumplir los diecinueve, y fue como un colmillo de jabalí que te rasga por dentro de tal manera que ya jamás olvidas.

Poco antes, me había explicado la maldición que corría por las venas de los varones de nuestra estirpe. Él lo había visto en mi abuelo que también se lo había predicho.

Entre los treinta y los cuarenta años todos vamos cayendo en una extrema desazón que nada consigue aplacar y desemboca en un irse de este mundo voluntariamente.

Decidí no tener hijos a los que transmitir mi sino, pero mi mujer insistía en que había la posibilidad de que tuviéramos una niña. Y ante su insistencia, consiguió que claudicara, ya con cierta edad.

Nació niño cuando hacía un tiempo que yo andaba entre oscuridades laberínticas.

Pero algo me reconcilió con el devenir de la criatura. Tenía en el cuello una mancha roja con la forma de Sudamérica. La misma que Juan, mi mejor amigo y el más feliz de los hombres conocidos.

Estoy dándole un último vistazo antes de dirigirme al balcón con esa extraña  tranquilidad que me ha regalado.

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