Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

QUIJOTERÍAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en QUIJOTERÍAS

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 Comenzamos nuestro 15º AÑO de concurso. Este año hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores, y el tercero serán QUIJOTERÍAS Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 DE MAYO

Relatos

14. HUSKY (Mariángeles Abelli Bonardi)

Es mi raza y el apellido de Bruna, que quiso que también fuera mi nombre. A diferencia de los huskies comunes, de los que soy virtualmente indistinguible, poseo agilidad e inteligencia superiores, ya que soy un «animoide».

Yo también tengo recuerdos implantados: mi madre, mis hermanos de camada, el criadero donde me adiestraron, y la vidriera donde nos vimos con Bruna por primera vez.

Al igual que mi dueña replicante, tengo una vida de cuatro años, y sé el día exacto en que voy a morir, pero a diferencia de ella, soy inmune a la máquina de Voight-Kampf… ¿Qué sería de mí sin la empatía, a la hora de ayudarla en su labor detectivesca?

Mientras, luego de una larga jornada, ella pliega unicornios de origami, yo cierro los ojos, echado a sus pies… ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? Esta noche, con suerte, lo averiguaré.

13. Fiel Servidor

Le echo tanto de menos… Aunque digan que nosotros no sentimos.

Puede ser que en algún chip se les cayese un trocito de alma humana. Por eso afirmo que siento su pérdida.

Hace eones llegué a su vida, siendo él apenas un chaval; sabiendo que yo, como máquina duraría mucho más que él. Y que sería reacondicionado y reaprovechado para futuros usos y dueños varios.

Fue un buen amo, nada quisquilloso. Siempre me apagaba temprano y me dejaba recargando baterías.

Eso sí, su siesta era sagrada: las persianas tenían que estar en semipenumbra, el hilo musical zen en el tres y, a la hora, en la cocina le servía un café de Colombia de aroma extra suave recién molido.

Pero no pedía más. Ni pantallas panorámicas desplegables para seguir el rumbo de los aviones de la compañía tal, ni saber el tiempo en Nueva York, Honolulu o Reikiavik. Ni programarle juegos absurdos para hacerle sentir superior a las máquinas.

Mi NinoNino, me llamaba. Y yo acudía con mis circuitos siempre dispuestos.

Setenta años junto a él. Puedo decir que fui un fiel servidor. Más que un robot doméstico.

Ahora, cuando escucho la llamada del deber, mis circuitos chirrían.

12. Mi ababúnculo (Jesús Alfonso Redondo Lavín)

Dice el diccionario que se llama ababúnculo al hermano de la tatarabuela. Yo creo que nadie ha conocido en vida a ninguno de sus ababúnculos y menos yo a Juan Antonio Castanedo Gándara, uno de los que tuve siguiendo el rastro de mi línea materna.

Juan Antonio fue cura presbítero capellán en el pueblo de Rubayo, de vida que hoy diríamos breve, ya que murió a los 52 años. Solo sé, de cierto, que sus escasos bienes los heredaron tres sobrinos entre los que se encontraba mi bisabuela Virginia Agüero Castanedo.

Lo demás pueden ser historias inventadas. Dicen esas historias que movía a tiempos su cuerpo. Para andar imprimía tres movimientos continuos e iguales a sus rodillas. Consagraba las hostias con alzadas de cuatro avances, como subiendo escalones. El ceremonial de término de la misa dominical duraba un minuto, desde que se volvía hacia los feligreses en cinco hitos, abría los brazos en tres fases y en ocho etapas daba la bendición hasta que entrecortadamente recitaba “i-te mi-ssa est”. Los feligreses, por su lenta parsimonia, solían morir durante el viático.

En el pueblo lo llamaban el “sur-sum cor-da”, así, rompiendo la frase.

Hasta 1920 nadie había usado la palabra “robot”.

11. Tatarabuelo. ( Fernando Garcia del Carrizo)

Le miré a los ojos fijamente imaginando que él también me observaba. Recuerdo que tenía seis años y era la primera vez que visitaba un museo. Mi padre me había explicado orgulloso antes de entrar toda su historia y de la familia, remontándose muchísimos años hasta llegar a él. Ahí estaba, en la sala principal, justo en el medio, donde todo visitante podía contemplarlo. Papá continuó describiéndole como un adelantado a su tiempo, un visionario, incomprendido por los de su época y como tantos genios encontrando el reconocimiento mucho años después de muerto.

Intenté encontrar en sus rasgos algo mío, la nariz, el ancho de la frente, pero no dejaba de ser un total desconocido. Con la perorata de fondo de mi padre, leí su nombre impreso en la placa y me sorprendió un apellido distinto. Homo sapiens.

10. ENTRE MUCHAS (Ángel Saiz Mora)

Es posible sobrevivir en el infierno durante un tiempo, siempre que haya un motivo; yo lo tuve, puedo decirlo con mi último aliento.
Salir a la calle o abrir la puerta se convirtió en un riesgo. Sin embargo, aquella presencia, pese a lo insólito de su anuncio, transmitía confianza. Lo dejé entrar. Fue respetuoso, aséptico.
A unos tiempos convulsos se añadió un embarazo inesperado para mis conocidos. Nada dije acerca del padre, no existía en el sentido habitual del término, tampoco mencioné la inseminación artificial.
Mi hijo era una garantía de futuro. Busqué comida por calles cubiertas de cadáveres, tuve que huir de personas desesperadas. Temperaturas demasiado altas, enfrentamientos y falta de recursos esquilmaban un planeta tocado de muerte.
Pasado un año enfermé de gravedad, antes o después iba a suceder. Tuve la misma visita. Se marcharon juntos, con mis genes y los inoculados en su momento por aquel ingenio mecánico de aspecto angelical, enviado por observadores desde otro lugar de la galaxia.
Mi hijo tiene una oportunidad en un nuevo mundo, para cuya atmósfera está adaptado. Lo mismo sucede con los de otras mujeres seleccionadas, inteligentes y sensibles, las últimas de nuestra especie. Todas nos llamamos María.

09. Abuelita

Aunque hacía ya cuarenta años que se había ido, su imagen permanecía viva en su memoria.
La recordaba pequeñita, enjuta, diminuta, con su pelo blanco, como si estuviera cubierto de nieve.
Siempre lo llevaba recogido en una larga trenza, que cubría con un pañuelo negro, como el resto de su indumentaria.
Cuando coincidían con ella, todos sus nietos se arremolinaban a su alrededor, ávidos de sus palabras, de sus signos de cariño, que jamás regateaba.
Enseguida los conducía a la cuadra donde estaban sus queridas vacas. Con gran mimo extraía de sus ubres ricos vasos de leche, que recién ordeñada, entregaba a sus nietos.
Después les conducía a la huerta. Allí arrancaba a sus frutales sabrosos higos o brevas, peras o naranjas, que entregaba, feliz, a la chiquillería. Pero como ella decía : «¡Todo era poco para sus amados nietos!
Luego, mientras saboreaban los ricos frutos, los chiquillos la acompañaban a la sala de la televisión.
Allí, todos juntos observaban asombrados como disfrutaba, aprendiendo sin descanso de los documentales de la 2, a pesar de sus 80 años, mientras les recomendaba que mirasen con atención, pues era como viajar sin salir de casa.

O8. RICARDO

Hace tiempo  vi en las noticias que los androides cada vez estaban más cerca de ser una realidad, a mí me pareció una idea estupenda para el futuro y me pedí uno para los Reyes Magos.

Solo han pasado seis meses desde que desenvolvía, sola, el regalo que había llegado el día antes por mensajería.

Yo no entendía nada las complejas instrucciones de mi nuevo compañero de vida , así que tuve que llamar a un informático para que lo pusiera en marcha. La verdad es que he aprendido hasta a jugar al ajedrez , he estado muy entretenida conversando con T-4.

Esta mañana he tomado una decisión, desde ahora  mi T-4 se va a llamar Ricardo, siempre me ha gustado ese nombre. Tendré que llamar de nuevo al informático para que lo ajuste.

Salgo de la ducha y enfrente los ojos de Ricardo, necesito un abrazo.  ¡Dios! Se me olvidó que estaba cargando la batería .¿Chispas o fuegos artificiales? Ya me lo dirá San Pedro supongo.

07. La rebelión de las máquinas

– Todos los aparatos se volvieron locos. La tostadora golpeó a mamá. A papá se la tragó la lavadora. Y el aspirador se comió a mi hámster – relató en un hilo de voz el pequeño.

– ¿Y cómo es que a ti no te hicieron nada? – inquirió el oficial de policía.

– No lo sé – respondió el chico todavía ataviado con la caja de cartón forrada de papel de aluminio de la fiesta de disfraces.

 

06. Altamira

Entras en la cueva. Inspiras. Miras a tu alrededor. Espiras. Sientes un escalofrío y te fuerzas a avanzar. Retienes el aliento. Quieres huir, cerrar los ojos, pero es algo más fuerte que tú. Te ahogas. Tu corazón palpita a cien por hora. Imágenes del escándalo, la vergüenza, la cárcel. Sueltas el aire de forma errática. Tus pasos retumban cada vez más graves. Ahora las imágenes son de fama, de reconocimiento, de aplausos. Lo ves. No quieres. Lo tocas. Suspiras. Sigues las líneas con tus dedos temblorosos. Inhalas con precaución. Lo reconoces. Tu corazón se detiene un segundo. Piensas en lo que vendrá. Los juicios, los prejuicios, los perjuicios. Jadeas lentamente mientras compruebas la foto en el móvil punto por punto. Coincide. Hay un momento de asfixia. Tienes que cerciorarte. Lo haces. Todo continúa igual. El último signo hallado en Altamira es idéntico al signo de tu familia. Bufas desesperado. La alarma estridente martillea tus oídos. Tienes que huir ya. En tu afán de encontrar a tus antepasados has llegado demasiado lejos.

05. Las fotos

No había monstruo más horrible para el hombre que la muerte. La sola mención de aquella simple palabra era suficiente para paralizarnos, volvernos una hoja temblorosa al viento más feroz. Pasamos nuestros días en este mundo temiéndole y, cuando finalmente llega, nos sumimos en un torbellino frenético de tradiciones y costumbres. La muerte de mi abuelo no fue una sorpresa. Meses enteros nos sentábamos en la silla destartalada al lado de su cama, tomando su mano huesuda en nuestras manos y escuchando, quizá por la última vez, historias de tiempos pasados. En los últimos días, el hombre se perdía en las brumas de su mente, deleitándonos con aquellos recuerdos que, siempre, mantuvo bajo siete llaves. Historias de sus antepasados, nuestros antepasados, personajes antiguos que solo eran nombres en nuestras memorias; un rostro en las fotos desteñidas.

Aquellas fotos que, luego de su muerte, largamente esperada, me pertenecían. Miles de sonrisas y vidas desconocidas; historias que se escondían entre las páginas de los álbumes que, alguien, había hojeado tantas veces que casi las destruyó. Y, me pierdo en ellos, me dejó arrastrar al pasado, a otros lugares, lugares que nunca en la vida podría visitar. Vivo vidas ajenas.

04. TAMA y el KaKiTa

• Abuela, cuéntame otra vez la historia de Tama.

Paula, sonrisa permanente, le habla despacio.

• Tama era único. Casi me muero al oír hablar al Kakita: “Yo Tama, ¿tú quién sel?”. Así me habló el robot que compré, el que tenía todo el mundo.

La voz de Paula brilla.

• Tamagochi era uno de los cientos de ingenieros de la “Korean Kompany Trader” fabricante del líder mundial de los robots domésticos “KKT”, que aquí llamábamos KaKiTas. Tama se asfixiaba, quería escapar, disfrutar de otro futuro.

Su nieta escuchaba extasiada.

• Fabricó un chip que introdujo en secreto en uno de los aparatos. Le hizo seguimiento y así, por casualidad, contactó conmigo. Yo era maestra de un perdido pueblo rodeado de páramo y secarral.

• ¿Vino?

• Sí, dejó todo y llegó. Enseguida ideó increíbles artilugios que convirtieron los campos circundantes en oasis. Creamos multitud de sembrados que triunfaron. Era un encanto, te habría gustado niña. Nos dejó pronto y me trasladé a la ciudad. Ahora nos estará observando riendo.

Paula le coge la mano y le dice con el mayor cariño.

• Querida, busca siempre tu propio camino y no te detengas jamás.

La pequeña cierra los ojos. Se duerme para volar en inmensos cielos azules.

03. Él (Javier Igarreta)

Tras separarse de la nave nodriza, cayó fuera de control, en la zona de materiales inertes de un vertedero. Allí mandaba con mano de hierro Leidi, chatarrera de altos vuelos. Desde el principio se encaprichó de aquel despojo caído del cielo. Lo llamó “Él”, por llamarlo algo. Pensó que,  pese a su aparente inutilidad, tal vez serviría para funciones elementales y rutinarias.  Se movía de forma asincopada , entre grotescos tics y desagradables chirridos. Poco a poco fue perdiendo casi  todos los automatismos residuales, y su funcionamiento se volvió impredecible.

Una mañana descubrió un inquietante matiz en su rostro, ya de por sí inescrutable. Ante tan preocupante evolución, Leidi valoró tratarlo como residuo peligroso, pero finalmente decidió ponerlo en manos de los chicos del reciclaje.

Pasado el tiempo, se encontró con una conocida, asidua de la escombrera. Llevaba a su hijo en un destartalado cochecito, a todas luces tuneado con piezas de desguace. Siguiendo un impulso instintivo se acercó al niño. Gracias a sus reflejos pudo esquivar el impacto de un muelle que saltó bruscamente del carrito, esgrimiendo una herrumbrosa pátina de rencor viejo. Asustada y con cierta sensación de culpabilidad, Leidi no pudo evitar pensar en “Él”.

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